POR RICARDO GONZÁLEZ VIGIL
Las letras peruanas han dado el mejor narrador de la América colonial: el cuzqueño Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616), quien insertó en sus crónicas varias muestras magistrales de relatos breves (mitos, leyendas, anécdotas y cuentos). En el siglo xix, el cuentista más dotado de Hispanoamérica, según el dictamen autorizado de Luis Leal, fue el limeño Ricardo Palma (1833-1919), creador de una modalidad narrativa de notable originalidad, la «tradición», la cual generó decenas de tradicionistas en todos los países de lengua española. Y en el siglo xx, entre los cuentistas hispanoamericanos más admirables, ocupa un sitial cada vez más reconocido internacionalmente el limeño Julio Ramón Ribeyro (1929-1994).

De otro lado, el Perú alberga una rica tradición oral y una vigorosa etnoliteratura en lenguas andinas y amazónicas, además del legado afroperuano, vertido en un español reelaborado de forma sabrosa. Tradición oral y etnoliteratura atestiguadas por excelentes recopilaciones, como las que en los últimos veinticinco años han publicado Luis Urteaga Cabrera (Fábulas de la tortuga, el otorongo negro y otros animales de la Amazonia, 1996, y Mitos y leyendas amazónicos, 2003), Cecilia Granadino, en coautoría con Cronwell Jara Jiménez (Las ranas embajadoras de la lluvia y otros relatos, 1996), Gregorio Martínez (Cuatro cuentos eróticos de Acarí, 2003) y Carlos Garayar, en coautoría con Jéssica Rodríguez (Memorias del aire, el agua y el fuego, 2014).

Dichas tradición oral y etnoliteratura alimentan, en mayor o menor medida, el lenguaje narrativo, la temática, la sensibilidad y la cosmovisión de numerosos cuentistas peruanos en actividad en el periodo 1992-2017; y lo hacen en diálogo fecundo (es frecuente su impulso transculturador) con la asimilación que dichos cuentistas efectúan de la literatura escrita en español, más el magisterio artístico de autores de los idiomas más diversos de Europa, América y Asia. Mencionemos los casos destacados de Antonio Gálvez Ronceros, Edgardo Rivera Martínez, Rosa Cerna Guardia, Róger Rumrrill, Juan Morillo Ganoza, Miguel Gutiérrez (en su novela episódica La destrucción del reino, 1992), Laura Riesco (en su novela episódica Ximena de dos caminos, 1994), Gregorio Martínez, Eduardo González Viaña, José Luis Ayala, Óscar Colchado Lucio, Omar Aramayo, Sócrates Zuzunaga y Cronwell Jara Jiménez. Aquí conviene recordar la comunión del Inca Garcilaso con las narraciones orales de los incas y de los conquistadores; la devoción con que el niño Ricardo Palma escuchaba los cuentos y los consejos de una señora «más vieja que el escupir» y la declaración de Ciro Alegría, según la cual le debe más a los narradores orales que a sus escritores preferidos.

En consecuencia, el Perú posee uno de los conjuntos más valiosos y culturalmente más multiformes (con la participación de «todas las sangres», para usar la imagen de José María Arguedas) de la cuentística hispanoamericana. Ello puede constatarse en el periodo iniciado en 1992, año en que la captura del cabecilla senderista Abimael Guzmán marcó el declive del sanguinario conflicto armado que asoló el Perú desde 1980, y que fue volviéndose esporádico desde 1995, con rebrotes decrecientes hasta ahora. Año también del V Centenario del Encuentro de Dos Mundos (remite al primer viaje de Cristóbal Colón) y del primer centenario del nacimiento de César Vallejo (de gran resonancia en el Perú), precisamente, la expresión literaria (principalmente poética, complementariamente narrativa, periodística, ensayística y teatral) más genial del encuentro entre las raíces amerindias (en su caso, la sensibilidad andina) y la apropiación transculturadora de los aportes literarios, artísticos e ideológicos del planeta entero.

Porque, si algo singulariza al cuento y, en general, a la literatura peruana, es que, en el contexto globalizado y posmoderno de los últimos veinticinco años (marcado por el descrédito de las ideologías políticas luego del derrumbe de los regímenes socialistas que tuvo como eje 1989-1990), exhibe valiosos escritores que comparten la orientación globalizada y/o posmoderna (juzgan que su patria es el lenguaje y no la supuesta «identidad nacional» del país que les corresponde; y que la creación literaria carece de fronteras en el tiempo y en el espacio) y circulan dentro del mercado editorial internacional. Pero, a la vez, esgrime importantes voces con hondas raíces regionales (andinas, amazónicas, afroperuanas, colonias de ascendencia asiática, verbigracia la nisei y nikkei conformada por descendientes del Japón, sobre todo, de Okinawa), capaces de transculturar los aportes literarios y culturales más diversos, incluyendo los que gozan de difusión globalizada y óptica posmoderna.

Añadamos que la narrativa peruana de 1992-2017 ilustra dos procesos comunes a todo el ámbito hispánico: la participación creciente, tanto cuantitativa como cualitativamente, de las mujeres, a tono con la consolidación del feminismo y el reconocimiento en curso de sus derechos. De otro lado, el auge del cuento brevísimo (así todavía prefiere calificarlo C. E. Zavaleta) que recibe la denominación de «microrrelato». Se ha desarrollado en tal magnitud que reclama un tratamiento aparte, como una modalidad autónoma, diversa del cuento propiamente dicho. Con frecuencia resulta una viñeta y no un cuento condensado, colindando con la prosa poética, la divagación o la metaliteratura sin que predomine necesariamente el componente narrativo; debido a ello, no faltan quienes optan (sobre todo, en Argentina) por un término más amplio y laxo: minificción. Valgan estas puntualizaciones para justificar que en este artículo no enfocaremos el microrrelato o la minificción.

 

REPRESENTANTES DE GENERACIONES ANTERIORES

LA GENERACIÓN DEL 50

Fundamental en la maduración en el Perú de la «nueva narrativa» (con los recursos y perspectivas del lenguaje narrativo forjado por grandes autores europeos y norteamericanos desde fines del siglo xix y, sobre todo, en 1900-1940), admirablemente pródiga en cuentistas relevantes, siguió brindando memorables libros de cuentos:

Julio Ramón Ribeyro (Lima, 1929-1994), consagrado nacional e internacionalmente (aunque el segundo fue un reconocimiento tardío, al final de su existencia, sellado en 1994 con la obtención del mexicano Premio Juan Rulfo y la edición española de sus Cuentos completos) como el máximo cuentista peruano y uno de los más grandes de la literatura en español. Todo un señor del cuento, con textos antologables a lo largo de toda su trayectoria, fechados desde 1949 hasta 1994. Subyuga cómo instala un universo ribeyriano en un corpus muy variado en temas, personajes (mayoritariamente urbanos y costeños, pero no faltan los localizados en la Sierra y, en menor medida, la Selva) y tendencias narrativas (del neorrealismo a la literatura fantástica y el relato insólito). Conjuga la maestría en la dosificación de la trama con la agudeza (finos toques de humor) y la profundidad con que retrata la naturaleza humana. En el lapso que enfocamos en este artículo, se publicaron algunos cuentos inéditos (en la edición española de 1994 y en la versión definitiva de La palabra del mudo, 2009), obras maestras de su espléndida madurez artística; y Jorge Coaguila rescató en Ribeyro, la palabra inmortal (1995) sus primeros cuentos, de giro fantástico o insólito, no recogidos en libro.

Mencionemos, finalmente, que fue novelista y dramaturgo no exento de interés y cultor sobresaliente del ensayo, el diario íntimo y la creación sin fronteras discursivas que él mismo denominó Prosas apátridas.

Carlos Eduardo Zavaleta (Caraz, 1928-Lima, 2011), el más versátil de su generación en la temática (dominan lo rural y lo urbano) y la exploración de las técnicas narrativas y el que mejor ha tomado el pulso a las transformaciones vividas por el Perú a lo largo de más de medio siglo, atento a la conexión entre las vivencias psíquicas de sus personajes y el entorno histórico-social. Un conjunto soberano es El padre del Tigre (1993), el cual toma el título de un cuento sobre el progenitor de uno de los principales líderes senderistas. Abundan los cuentos perdurables en el material inédito de sus Cuentos completos (dos volúmenes, 1997), Abismos sin jardines (1999) y Baile de sobrevivientes (2007). Cultivó con acierto también la novela (una cumbre: Pálido, pero sereno, 1997), la novela corta y el «cuento brevísimo».

Oswaldo Reynoso (Arequipa, 1932-Lima, 2016). Su primer libro (Los inocentes, 1961) es uno de los más significativos del neorrealismo peruano; un hito en la expropiación de la rebelión y la delincuencia juveniles (utiliza con destreza el monólogo interior y el lenguaje desinhibido y replanesco, antes de la novela La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa). Formó parte del grupo de la revista Narración (1966-1974), el cual propulsó una narrativa anticapitalista y comprometida con las causas populares, pero preocupada por el esmero artístico y el retrato complejo de la condición humana sin el esquematismo del realismo socialista.

Luego de una larga estancia en la República Popular China, retornó al Perú en los años noventa y nos entregó, en el cuento, dos joyas de intenso lirismo (con sesgos fantásticos y oníricos), donde plasmó una utopía erótica que celebra el goce sin barreras de género, raza y clase social: En busca de Aladino (1993) y El goce de la piel (2005). También rescató, corregidos, cuentos escritos en los años sesenta: Las tres estaciones (2006).

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