POR ANTONIO BONET CORREA
Hace exactamente ciento un años que el gran escritor madrileño Ramón Gómez de la Serna publicaba el libro Pombo, en el cual daba cuenta de las tertulias literarias y artísticas que todas las noches de los sábados, por iniciativa suya, desde 1912, tenían lugar en el vetusto café de Pombo, situado en pleno centro de la capital de España, en el número 4 de la calle de Carretas, casi esquina a la puerta del Sol. De los numerosos cafés históricos de Madrid, Pombo fue uno de los de mayor transcendencia y significado literario. Ramón Gómez de la Serna, adalid y heraldo de la modernidad, fue capaz de reunir al tropel de bohemios y jóvenes que estaban ansiosos de la gloria literaria y artística y deseaban que triunfase la nueva estética de vanguardia.

En 1918 Ramón publica un abultado volumen titulado Pombo, que, ilustrado en abundancia, es muestra de la importancia que personalmente concedía a las tertulias literarias dentro de la vida pública artística e intelectual. En las páginas de grueso papel marfileño no sólo describe el viejo y sólido aspecto de las salas abovedadas del café, que más bien parecía un túnel o un abaluartado recinto, sino también pergeña una historia de los cafés madrileños desde finales del siglo xviii hasta principios del siglo xx. Por otra parte, da noticias de las sesiones y los banquetes celebrados en Pombo y proporciona las biografías abreviadas de los tertulianos, tanto españoles como hispanoamericanos y extranjeros que acudían a la cita del sábado. El volumen, ilustrado con borrosas fotografías, antiguos grabados y dibujos, la mayoría de mano de Ramón, es un dechado de libro entre documental y peculiar originalidad estilística.

Seis años después, en 1924, publicó una segunda parte con el título La sagrada cripta de Pombo (tomo ii, aunque independiente del i, puede leerse sin contar con el anterior). De igual formato y similar impresión, en esta voluminosa entrega, Ramón retoma su discurso sobre los cafés. Importantes son los contertulios o «pombianos», el camarero, el dueño del local o hacer una historia de los cafés europeos, Ramón incluso publica las fotos de carnet que pedía a los que frecuentaban la tertulia. También incluye dentro de sus páginas «Mi autobiografía» y un apéndice con las tres proclamas de Pombo publicadas, cartas y varios discursos dados en los banquetes. Como lema de la tercera proclama, un grabado con una cabeza de asno rodeado por una filacteria en la que se lee «Seamos como somos y dejemos que rebuznen».

Un texto destacado del libro es el que trata del retrato colectivo que José Gutiérrez Solana pintó en 1920, en el que Ramón preside de pie, rodeado de ocho de los fundadores de la tertulia. Perteneciente al clásico género pictórico del «retrato colectivo», esta obra maestra, que estuvo colgada durante muchos años en el café, hoy se conserva en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Hay que mencionar, asimismo, a las más destacadas personalidades que pasaron por Pombo, como Picasso, Diego Rivera, Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo, Tristan Tzara, Valery Larbaud, Pierre Mac Orlan y Jean Cassou.

Tan relevantes como las tertulias en Pombo fueron los banquetes convocados por Ramón en el café y otros restaurantes. Famoso fue el que se celebró en 1920 en Fornos, dedicado a Larra, el escritor y periodista romántico tan significativo de una cierta visión de España. Muy alegres fueron otros ágapes, como el «Banquete a todos los pombianos» o el de «Fisonomías y trajes de época». Entre dadá y surrealista fue el banquete solemne que en 1922 se dedicó a don Nadie, representado por una silla cubierta con un paño blanco, en el cual se prendió una condecoración imaginaria. Esta celebración dio lugar a una carta escrita por Miguel de Unamuno, que no pudo asistir al acto: tras hacer el retrato negativo del anónimo agasajado, acaba pidiendo su muerte. El nombre de «don Nadie», que tiene su antecedente homérico en Ulises, en los años veinte en México fue objeto de atención por parte de los escritores y artistas estridentistas. Las reuniones en el café de la capital azteca, llamado «Café de Nadie», acabaron en 1925 siendo noveladas por Arqueles Vela; eco indudable de las invenciones de Ramón Gómez de la Serna es el hecho de que en la lista que los estridentistas hicieron de los asistentes a las tertulias en México del Café de Nadie incluyeran el nombre de Ramón, que nunca pisó tierra mexicana.

El banquete de más transcendencia histórica en Pombo fue el que se dio a Ortega y Gasset. El pensador español, fundador en 1923 de la Revista de Occidente, que dejó de ir al café Granja el Henar, en la calle de Alcalá, para hacer sus tertulias o, más bien, recibir sus visitas en su despacho de la Gran Vía, en 1920 supo dar la voz de alerta a los futuros pombianos. Ramón escribió: «Cuando yo elegí Pombo en el año 1912, lo hice para jugar a los anacronismos y porque en ningún sitio iban a resonar mejor las modernidades que en aquel viejo sótano»; le parecía gracioso «meterse en el más vetusto de los cafés para provocar las novedades de la invención y desde allí predicar a los escritores nacientes la buena nueva y su fe en el futuro». Ortega y Gasset, con clarividencia, les dijo a los pombianos, con su aire bohemio, que eran la última generación liberal y que el café de Pombo era el parapeto y reducto de los demoledores de la tradición literaria. Tras llamarlos «Robinsones poéticos» y «Adanes literarios», acabó con un brindis «al único mito del presente y última barricada».

El catalán Josep Pla en su dietario Madrid, 1921 califica a Pombo de «desorbitada tertulia» y observa que los contertulios que van «vestidos de negro tienden famélicos a las formas del seminario clerical». También que los noctámbulos son personas plenas de ilusiones irreales que viven en una ciudad en transición. Es indudable que se trata de literatos y bohemios, que, procedentes de las provincias, querían conquistar la puerta del Sol. Fernando Vela, el secretario de la Revista de Occidente y fino analista, opinaba que las ideas y el espíritu subversivo de los pombianos pertenecían a una época obsoleta. El paso del tiempo dio la razón a Ortega y Gasset y los que juzgaban que se estaba operando un cambio radical. El mismo Ramón lo constata en 1948 en su libro Automoribundia, en el que cuenta que, cuando en 1933, tras una prolongada estancia en América, regresó a Madrid y quiso reanudar las tertulias de Pombo, comprobó «que habían estado sin culto muchos meses», «puerta de verano para que fuesen profesores de instituto rápidamente artistas y escritores». La antigua bohemia literaria desaparecía de manera definitiva: «¡Todos los amigos convertidos en profesores de instituto! Un poco triste resultaba el caso; pero allá ellos, que habrán preferido a la libertad la holgura de su hambre». Poco faltó para que Ramón clausurase las tertulias de los sábados noche.

La Guerra Civil española fue la causa de que Ramón, desde 1936 hasta su muerte, en 1963, se exiliase a Buenos Aires. Sólo en 1949 hizo un breve viaje a su ciudad natal. Fue entonces cuando hubo un sábado de encuentro de escultores y artistas con Ramón en Pombo. Yo, que en esa fecha pasé una breve estancia familiar en Madrid, después de haber tomado un chocolate con picatostes, fui de nuevo al café acompañado de mis amigos Pepe Ruibal y Enrique Llovet, atraído por acontecimiento tan excepcional. En medio de los numerosos asistentes que rodeaban a Ramón, se encontraba mi tío Evaristo Correa Calderón, antiguo pombiano y uno de los «cursillistas» del año 1932. Del acto lo único que nunca olvidaré era la cara redonda y sudorosa de Ramón, que no cesaba de dar abrazos y apretones de manos a sus amigos y admiradores. La reunión nocturna tenía un aire de adiós, de funeral. Al año siguiente de la visita a Madrid de Ramón fue cuando definitivamente desapareció Pombo.

Para Gómez de la Serna las tertulias de la sagrada cripta no fueron un mero episodio de su existencia literaria. La raíz de su creación era más profunda. Persona reflexiva, Ramón nunca interrumpió su autoanálisis e introspección acerca de sí mismo. Tanto sus escritos como sus actos giraron en torno a su yo y a su personalidad. Ioana Zlotescu, la gran estudiosa de la vida y la obra de Gómez de la Serna, en la introducción que escribió en 1987 para la reedición de El libro mudo. Secretos, publicado en 1910, profundiza en el «yoísmo» y en el «afán de propagar su yo desenmascarando hasta los límites de la escultura misma». Nada más cierto: Ramón siempre sintió la perentoria necesidad de escribir sobre su yo individual y heroico, el de un pionero incansable y proteico. En el caso de Pombo, eje de toda una época de joven plenitud, siempre volvió a retomar por escrito su historia, vinculada a su razón de ser de escritor de la vanguardia, de vidente precursor y adelantado jefe de fila. De ahí que de nuevo, en 1941, Ramón publicase el grueso volumen Pombo. Biografía del célebre café y otros cafés famosos, que es una refundición y compendio de sus anteriores libros sobre Pombo, al que añade algunas nuevas noticias e ilustraciones relativas a los cafés históricos y sus habituales. Ahora bien, no fue este libro la última vez que escribió sobre la sagrada cripta de Pombo. En 1948, antes de su viaje a España de despido, invitado oficialmente, Ramón publicó su autobiografía, Automoribundia. Obra maestra del género, en sus páginas habla del café de Pombo y de los pombianos, no sin nostalgia y melancolía. Antes de morir, cuando se consideraba «un superviviente». Por último, se despide de la vida con Nuevas páginas de mi vida. (Lo que no dije en mi «Automoribundia»). Publicado en 1957, seis años antes de su muerte en Buenos Aires, en el capítulo xviii, titulado «Perecimiento del café Pombo», escribe: «Voy a hacer las exequias de mi café de Pombo, de Madrid, en el que celebré mi tertulia durante tantos años». Su texto acerca del cierre y defunción de Pombo, que, como muchos cafés, murió de forma inesperada, «de estrangurría», y acabó convirtiéndose en una tienda de maletas y baúles, es elegiaco. Emocionantes son sus palabras al mencionar el rasgo conmovedor de Rodríguez de Rivas, que adquirió para el Museo Romántico de Madrid «la mesa presidencial» de la tertulia de Pombo; con su agradecimiento Ramón concluye «su gran lápida», en la que un día había creído leer ya su epitafio: «Sólo puedo añadir el rip que ya cierra como su exlibris fatal el cenáculo querido». Fallecido el café y fallecido Ramón y demolido el antiguo edificio de Pombo, en su solar se construyó un anodino edificio moderno.