POR PACO TOVAR
Augusto Roa Bastos debe su primer tanteo cinematográfico al director argentino Darío Bo[i]. La experiencia llegó a seducirlo. Entonces compró una vieja moviola y una «venerable cámara». Con ellas estudió a fondo las mejores cintas europeas y americanas, rodó secuencias y hurgó en las técnicas de montaje. Durante su exilio argentino, llegó a escribir más de catorce guiones, ocupó en la Universidad de La Plata una cátedra de cine, participó en más películas y, rumbo a Europa, dejó algún proyecto sin concluir[ii]. Profesor de Literatura Latinoamericana y del «misterio irrefutable de la escritura» en la Universidad de Toulouse, practicaba con sus alumnos lecturas dramatizadas, registrándolas en imágenes. «Entonces, la lectura se oía y se veía en sus movimientos interiores y la voz de los lectores-actores era todo el campo del leyente. [Daba origen aquella experiencia a] una metamorfosis bastante imaginativa y en un lenguaje puramente audiovisual que tendía por una parte a lograr también la fusión entre la escritura y la oralidad, mi vieja obsesión como escritor crecido y formado en una cultura bilingüe»[iii]. Confirma Roa, desde Francia, su querencia por el universo de la imagen visual y su entrañable naturaleza de raíz paraguayo-guaraní, heredera de una cultura donde palabra e imagen comulgan proyectando metáforas.

 

PERSONAJES

Roa Bastos cuenta su Guerra Grande al escribir El fiscal[iv] sobre los cuadernos de un proscrito llamado Félix Moral, recordando éste a su abuelo Ezequiel, quién narraba historias de Solano López y Elisa Lynch. Con esos relatos y desde la memoria, elaboraría Félix un guión cinematográfico fiel a los hechos:

«Al escribir este libreto, no más importante como libreto que el de una ópera         cualquiera, sentí en todo mi ser, sin poder evitarlo, el tremendo poder de los    mitos de una raza, amasados con la sangre y el sacrificio de un pueblo mártir.       Experimenté el estremecimiento de una revelación que anula de golpe todas   nuestras dudas e incredulidades» (p. 30)[v].

 

Félix Moral juega con palabras, moviéndolas de forma semejante a los vidrios del antiguo calidoscopio y la vieja linterna mágica de su niñez, dando sentido al quiebro de las imágenes y valor a otras ensoñaciones:

«Comprendí el inconcebible misterio –el de Solano López– de un alma sin freno, sin fe, sin ley, sin miedo, y que sin embargo luchaba ciegamente consigo misma     más allá de los límites humanos. Luchó hasta el último aliento para evitar su          caída en la degradación extrema de la cobardía o del miedo» (p. 30)[vi].

 

De aquellas ruinas, localizadas fuera del tiempo, quedan leves aromas, desvelando que, por tres ocasiones, moriría Solano: traspasado en fuga por «la irrisoria lanza del corneta de órdenes enemigo»; ahogado en «un manso arroyuelo que se encrespó y empezó a rugir como un torrente de lava» y crucificado, nuevo ecce homo sin atributos. El padre Maíz lo llamó «Cristo Paraguayo» durante una homilía funeraria de barniz castrense[vii]: Mathias Grünewald lo había sitiado ya en su retablo del siglo del siglo XVI, pintura que, hasta el XIX, no apreciaría Huysmans[viii]. Roa establece paralelismos:

«Solano estaba ahí, clavado en la cruz de ramas mal descortezadas, como el          Cristo del retablo de Grünewald. Más trágico aún que en aquella espantosa        representación. Solano estaba ahí desnudo, emasculado, monstruosamente            deforme, la lanza atravesada en el costado. Estaba ahí, negro de moscas y           avispas que libaban en las bocas tumefactas de las heridas la vejación del pus. La última iniquidad de los vencedores se cifraba en esa insignificante y miserable        enormidad» (p. 32).

 

En última instancia, Solano es la figura simbólica del triunfo cristiano y verdadera representación de un «abominable holocausto». La memoria del Paraguay continúa imponiendo una visión del Mariscal Solano, crucificado entre las ruinas de Cerro-Corá:        «No es la carroña del dios hecho hombre pintada por el genio de Grünewald con        las tinieblas de su propia alma. Ahí estaba el Cristo de Cerro-Corá, sin aureola,     sin nimbo, sin la enmarañada corona de espinas, el cuerpo sembrado de bocas          purulentas cuyos grumos oscuros no servían ya mesmo sino pa juntar moscas,             dijo el sargento que contaba la historia en el último vivac» (p. 33).

 

Sobrecarga histórica, realismo de viejo cuño y pulso narrativo de acentos paraguayos habrán de ajustarse al sello de Hollywood y a los gustos de un americano underground para quien la fiabilidad histórica no importaba demasiado. «Hay que dar a la gente lo que la gente pide como el pan. Terror, sexo, violencia, en sus crispaciones extremas. Este es el alimento de nuestra civilización. Y no hay otro» (p. 37). Poco dispuesto a modificar su libreto, Félix acuerda entregarlo a Bob Eyre, un guionista que ignoraba completamente la historia del Paraguay, no leía español y había colaborado ya en diversas ocasiones con el productor. El norteamericano aprovecharía escenas del original, pero «redujo la intriga al juego de dos personajes centrales. Madama Lynch y Pancha Garmendia, en torno a la silueta desvaída del mariscal López» (p. 37). Al fondo, la Guerra Grande[ix]. El nuevo guión teje los hilos de un melodrama donde Pancha y Elisa lucharán por «un semidiós de la guerra que parecía brotar de una tragedia griega». El Mariscal sólo es un fantoche cinematográfico[x]. El contraste ya está servido para un espectáculo hermoso y aterrador, mejorado aún por la fuerza interpretativa y la singular belleza de sus actrices. Bob Eyre logra seducir al espectador ante la composición de las imágenes, y así lo escribirá Félix Moral en sus anotaciones: «[…] de aquella guerra que acabó con un pueblo, la guerra entre las dos mujeres era aún más inmisericorde y cruel: una historia de lírico y trasnochado romanticismo puesto en abismo dentro de otra escena de indescriptible barbarie» (p. 41). Esa ficción transgrede la historia oficial y los derechos de rodaje pactados en su día en favor del primer libreto, tanto más cuando la relación entre las mujeres alcanza una crispación extrema, desvelando a los testigos el corazón enfermizo de la irlandesa. El odio hacia su enemiga es un gesto de «pasión secreta e inconfesable», propia de los «seres destinados a cohabitaciones ocultas». El tiranosaurio Stroessner quiso reprimir con su ejército las mentiras de un «panfleto antihistórico y antiparaguayo»:

«Bajo el fuego de morteros y ametralladoras el centenar de actrices, actores y        técnicos y los cinco millones de «extras» que acampábamos en las cercanías de           Cerro-Corá, tuvimos que huir por la picada del Chirigüelo sembrada de     cadáveres y cañones de utilería. Helicópteros de la Fuerza Hemisférica vinieron de Sao Paulo a rescatar a las actrices y actores extranjeros. Estos contemplaron,    divertidos, esta otra pequeña guerra, que no figuraba en el libreto, pero que          parecía formar parte real de la Gran Guerra de hacía más de un siglo» (p. 44)[xi].