POR ÁNGEL ESTEBAN
1967 es el año de la consolidación del boom. Pasaron muchas cosas además de la publicación de Cien años de soledad, el primer encuentro entre Gabo y Mario Vargas Llosa, la concesión del Premio Rómulo Gallegos al peruano o las actividades, congresos, conferencias y discursos de aquel verano interminable entre Caracas, Bogotá y Lima. Una de ellas fue la iniciativa de Carlos Fuentes de escribir un libro sobre los dictadores latinoamericanos. El mexicano conseguía casi todo lo que se proponía: era el verdadero mago de las relaciones públicas del boom. Animaba a García Márquez a terminar de una vez la novela sobre los Buendía que le estaba carcomiendo las entrañas; conseguía traducciones al inglés de las obras de Donoso, Gabo, etcétera; trató de promocionar a sus amigos a finales de los sesenta con un libro escrito durante toda la década, La nueva novela latinoamericana; era el alma de la mayoría de los congresos que se realizaba en aquella época en diferentes países; fue durante años el gran crítico de la obra de sus colegas de generación; entendió como nadie la necesidad de acercar la literatura al cine, un medio de promoción exquisito para los textos literarios; estaba al día de todo lo que se publicaba en América Latina, lo leía todo y tenía un peculiar sexto sentido para descubrir nuevos valores literarios; dominaba el género de la entrevista para sacar lo mejor de aquellos a quienes preguntaba; era amigo de presidentes y de grandes empresarios, lo que significaba que podía en algún momento influir para que ciertos «poderosos» lo apoyaran en sus empresas de promoción de la literatura, etcétera.

La del libro del boom fue una de sus pocas pesquisas fracasadas, a pesar del empeño que puso en ella. Participaba, como la mayoría de sus colegas escritores e intelectuales de los sesenta, de una profunda preocupación por la idea del poder, por la abundancia de dictadores en el ámbito latinoamericano, y del eco que la literatura de Hispanoamérica se había hecho de esas personalidades fuertes, carismáticas, que han decidido, para bien o para mal, los destinos de un pueblo o una nación. La política lo contaminaba todo, y la literatura, en los sesenta, debía hablar de los destinos de los pueblos y de aquellos que los rigen. Ya en 1962, en un viaje a Concepción para asistir a un congreso, acompañado por José Donoso, Fuentes dijo al chileno que él no consentía hablar en público más que de política, jamás de literatura, pues en Latinoamérica ambas eran inseparables, y en ese momento había que hablar de Fidel y Cuba, con entusiasmo, con fe en la Revolución. Dice Donoso que Fuentes «enardeció a todo el Congreso de Intelectuales, que a raíz de su presencia quedó fuertemente politizado, y la infinidad de escritores de todos los países del continente manifestó casi con unanimidad su adhesión a la causa cubana» (Donoso, 1999, 58-59). Por entonces, como veremos, Castro no era considerado por Fuentes un dictador; sí, Batista y, en otra escala, Machado. Su compromiso con la Revolución era sin fisuras, hasta que éstas llegaron. A pesar de las críticas de Retamar a su visita, junto con Neruda, a los Estados Unidos en 1966, el mexicano escribía al director de la revista Casa, el 28 de febrero de 1967, para «refrendar mi permanente solidaridad con la Revolución cubana que, como sabes, no data de ayer ni ha sido escasa en pruebas, y ser, nuevamente, testigo de la victoria que todos ustedes construyen a diario» (Esteban y Gallego, 2009, 56). Pero un año más tarde, las cosas cambiarían radicalmente. Fuentes comenzó a pensar en Cuba como algo parecido a una dictadura después del primer episodio del caso Padilla. Escribe así a Mario Vargas Llosa el 13 de noviembre de 1968:

«Lo doloroso, lo verdaderamente doloroso, es lo que pasa en Cuba. Esto sí me hace desesperar de mis profundas convicciones y caer en los peores lugares comunes reaccionarios: la historia se repite, el progreso es una ilusión, las naciones son incapaces de abandonar la tierra esponjosa de sus mitos de origen» (Princeton, C0641, box 9, folder 17).

Esos mitos tienen que ver, entre otras cosas, con el abuso de poder de los caciques, los caudillos, que imponen su modo de entender la sociedad sin tener en cuenta la opinión de los ciudadanos. La carta termina expresando con pesimismo la convicción de que el arte revolucionario es «un arte dirigido, dictado por el poder». A partir de ese momento, Fuentes pensará, definitivamente, en el sistema cubano como una dictadura. Y el 20 de mayo de 1971 estalla: «Dan ganas de sentarse a llorar: la Revolución cubana ha sacrificado, con infamias, el apoyo de sus amigos más antiguos y leales para procurarse el de la subliteratura del continente: el de los sicofantes, los resentidos, los idiotas; el de los crédulos» (Princeton, C0641, box 9, folder 17). Pero volvamos al año de marras.

En 1967 Fuentes sufriría la primera embestida de un dictador contra su propia obra. La censura franquista arremetió contra Cambio de piel. Curiosamente, después de haber recibido el Premio Biblioteca Breve de Seix-Barral, se prohibió su publicación en España, aunque vio la luz en México, Argentina y después en Estados Unidos e Italia. En lugar de negociar con la censura –como habían hecho Vargas Llosa, Cabrera Infante y otros–, Carlos Fuentes se negó a claudicar y se atrevió incluso a provocar al dictador publicando el informe de los censores para dejarlos en ridículo. Pero peor fue lo que ocurrió con los censores de otra dictadura, la soviética, que salvaron sólo treinta páginas de La muerte de Artemio Cruz porque habían eliminado todo lo referente a política y sexo. Fuentes quedó estupefacto pero no por tamaña reducción, sino por la proeza de haber rescatado hasta treinta páginas de un libro que trata exclusivamente de política y de sexo. En ese ambiente de reflexión sobre el poder y sus tentáculos, nació la idea de escribir un libro entre todos los del boom sobre los poderosos de América. Cuba era un lugar de reflexión sobre el tema (Machado, Batista y los virajes que la Revolución estaba dando), pero la historia de Hispanoamérica estaba salpicada de ejemplos.

Comenzando por figuras como Moctezuma o Juan Manuel de Rosas, cabe resaltar la intuición de Juan Vicente Gómez, que era mucho más penetrante que una facultad adivinatoria, opina García Márquez. Y continúa la enumeración del colombiano:

«El doctor Duvalier, en Haití, que había hecho exterminar los perros negros en el país, porque uno de sus enemigos, tratando de escapar de la persecución del tirano, se había escabullido de su condición humana y se había convertido en perro negro. El doctor Francia, cuyo prestigio de filósofo era tan extenso que mereció un estudio de Carlyle, y que cerró a la República del Paraguay como si fuera una casa, y sólo dejó abierta una ventana para que entrara el correo. Antonio López de Santana, que enterró su propia pierna en funerales espléndidos. La mano cortada de Lope de Aguirre, que navegó río abajo durante varios días, y quienes la veían pasar se estremecían de horror, pensando que aun en aquel estado aquella mano asesina podía blandir un puñal. Anastasio Somoza García, en Nicaragua, quien tenía en el patio de su casa un jardín zoológico con jaulas de dos compartimentos: en uno, estaban las fieras, y en el otro, separado apenas por una reja de hierro, estaban encerrados sus enemigos políticos. Martines, el dictador teósofo de El Salvador, el cual hizo forrar con papel rojo todo el alumbrado público del país, para combatir una epidemia de sarampión, y había inventado un péndulo que ponía sobre los alimentos antes de comer, para averiguar si no estaban envenenados» (García Márquez, 1991, 121).

En fin, a esta lista podrían añadirse Melgarejo en Bolivia, Trujillo en la República Dominicana, Porfirio Díaz en México, Estrada Cabrera en Guatemala, Óscar Benavides en Perú, Maximiliano Hernández en El Salvador, etcétera. Con ese material no es extraño que Gabo pudiera escribir una obra magnífica como El otoño del patriarca, que pretende ser un retrato robot de todos ellos. Quién sabe si la idea de Carlos Fuentes, en 1967, pudiera haber influido en el colombiano para que se decidiera finalmente a escribir su gran obra. El 11 de mayo de ese año, Fuentes envía a Vargas Llosa una carta en la que le confiesa:

«He andado rumiando desde que hablamos aquella tarde, en Le Cerf Volant, sobre Wilson y Patriotic Gore. Y sobre un libro colectivo en esa vena. Hablaba anoche con Jorge Edwards y le proponía lo siguiente: un tomo que podría titularse Los patriarcas, Los padres de las patrias, Los redentores, Los benefactores o algo así. La idea sería escribir una crónica negra de nuestra América: una profanación de los profanadores, en la que, v.g., Edwards haría un Balmaceda, Cortázar un Rosas, Amado un Vargas, Roa Bastos un Francia, García Márquez un Gómez, Carpentier un Batista, yo un Santa Anna y tú un Leguía… u otro prohombre peruano. ¿Qué te parece? El proyecto necesita afinarse, por supuesto, pero podríamos empezar por cartearnos tú y yo y Jorge, que está entusiasmado con la idea, y proponerla a Alejo, Julio, Augusto, Gabriel y Jorge Amado. […] Ten la seguridad de que el libro que resulte será uno de los de mayor éxito en la historia literaria de América Latina […]. De los valores literarios no hablo: también el enfoque personal de cada escritor será un elemento de fascinación […]. Verás que estoy bastante arrebatado con la idea, y por más de un motivo. Los de Gallimard, a su regreso de Túnez, me hablan del entusiasmo con el que los críticos de varias zonas idiomáticas hablaron del grupo latinoamericano. Subrayar ese sentido de comunidad, de tarea de grupo, me parece sumamente importante para lo futuro» (Princeton, C0641, box 9, folder 17).

La idea se había fraguado un poco antes, quizá en una primera conversación de Fuentes con Vargas Llosa, hacia febrero o marzo. Habían tratado de manejar algunas listas, e incluso pensaron en un prólogo, que Mario le pediría a Ángel Rama. Éste escribe al peruano el 26 de marzo: «Sobre el proyecto de prólogo a los dictadores estoy muy de acuerdo y me divierte mucho. Lo único que todavía no me lo han propuesto. Adelantá a quien corresponda mi disposición a integrar el circo, como diría Gabo». Y el 30 de abril: «Le escribiré a Fuentes a la dirección que me diste. Quisiera tener detalles del libro de los dictadores, para pensar cosas nuevas y originales para él» (Princeton, C0641, box 18, folder 5). El rastro de Rama en el proyecto se desvanece, y se pierde a partir del 26 de julio de 1968, cuando pregunta a Mario qué pasó con el libro de los dictadores americanos.

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