POR CARLOS FONSECA
I

Apenas tomar asiento recordé la frase de Enrique Vila-Matas que de alguna manera me había llevado hasta allí. «Lo mejor del mundo es viajar y perder teorías» (p. 20). Me la había topado leyendo Dublinesca y una semana más tarde ahí estaba yo, sentado en el avión que me llevaría a Lausana, tratando de perder teorías, pero siempre buscándolas. Viajaba a Suiza convencido de que un cambio de aire sería providencial en mi búsqueda del tema para un ensayo en torno a la obra de Vila-Matas. Partía esperanzado de que la tierra del silencioso Robert Walser sería capaz de darle un último aliento de vida a esa serie de alocadas ideas que en Londres habían terminado por convertirse en pesadas, tediosas e infértiles divagaciones. Más que para perder teorías —comprendía ahora—, viajaba para encarnarlas. Hacía años que me atraía Lausana, esa ciudad a las orillas del lago Leman, en la que el artista Jean Dubuffet había escondido su fascinante colección de arte marginal, o art brut, como lo había denominado él. Recientemente había llegado a pensar que, en esos esbozos trazados con obstinación desde manicomios o cárceles, por pacientes psiquiátricos o reos, se encontraba la esencia fugitiva de toda verdadera vanguardia. Sólo allí el arte se atrevía a llegar hasta el límite de la obsesión y dar, como pedía Maurice Blanchot, el paso más allá. Arriesgarlo todo, la locura y la soledad. O por decirlo de un modo más cercano a Vila-Matas: sólo allí el arte se arriesgaba finalmente a desaparecer. Viajaba, entonces, a Suiza, guiado por una intuición: la de que, junto a los nevados Alpes, se escondía la esencia de algo que no comprendía muy bien. Tras un mes inmerso en la lectura de su obra, un mes inmerso en su laberinto de citas y teorías, una segunda intuición había llegado a obsesionarme. Recordando las misteriosas desapariciones de Arthur Cravan y Hart Crane en el golfo de México y la famosa desaparición de Ambrose Bierce junto a las tropas de Pancho Villa, había llegado a pensar que el destino de la vanguardia era, precisamente, el de la desaparición. La vanguardia había sido el happening fundamental del arte de nuestro siglo y, como tal, se había esfumado detrás de su leyenda. Como el gran happening que fue, desde entonces se había convertido en el fantasma de la historia del arte y la literatura, el enorme vacío en torno al cual, como bien sugería Roberto Juarroz en un poema citado en Exploradores del abismo, se establecía la fiesta de la escritura:

A veces parece

que estamos en el centro de la fiesta.

Sin embargo

en el centro de la fiesta no hay nadie

en el centro de la fiesta está el vacío

pero en el centro del vacío hay otra fiesta.

 

La historia del arte y de la literatura era, desde entonces —según esa teoría apenas esbozada—, la fantasmagórica historia de esa desaparición y la fiesta de sus múltiples reencarnaciones. Una serie de novelas recientes, todas marcadas por su cercanía a la obra de Vila-Matas, me había dado a entender que la intuición no era del todo errada. Leyendo Los detectives salvajes o 2666, de Roberto Bolaño; El testigo, de Juan Villoro; La muerte feliz de William Carlos Williams, de Marta Aponte; Los ingrávidos, de Valeria Luiselli; La ciudad ausente, de Ricardo Piglia, o La gran novela perdida, de Carlos Cortés, había llegado a la conclusión de que la vanguardia, siempre evanescente, pedía de un autor que la narrase. Independientemente de si eran las huellas de Cesárea Tinajero o de Archimboldi las que perseguíamos, de si se perseguía el espectro de Gilberto Owen, de Macedonio Fernández o de Yolanda Oreamuno, o de si en cambio le seguíamos los pasos a William Carlos Williams o a Ramón López Velarde, lo que importaba era que en cada una de estas novelas se narraba la búsqueda —siempre fantasmagórica— de una vanguardia evanescente. Marcada por esa pulsión negativa que tan bien había delineado Vila-Matas en su clásico Bartebly y compañía, la vanguardia desaparecía para dar paso al relato de su búsqueda. De ella se podía decir lo que César Aira había dicho sobre el arte contemporáneo: que, a falta de imagen que pudiese reproducirlo, éste pedía relato. ¿No era acaso la obra de Vila-Matas, desde Historia abreviada de la literatura portátil hasta Kassel no invita a la lógica, un extenso relato de la historia de la vanguardia que servía, a su vez, de malla de seguridad para las acrobacias conceptuales del arte contemporáneo? ¿No era acaso esta obra una apuesta por narrar la historia de la vanguardia precisamente allí donde ésta llegaba a su fin? Insatisfecho con estas teorías, deseoso de perderlas, viajaba ahora a la Lausana de Dubuffet, convencido de que las teorías, como los relatos, sólo valen si nos atrevemos a encarnarlos.

Para mí, al cabo de los años, Lausana, hogar de la enigmática colección de art brut, había terminado por convertirse en la última guarida de la vanguardia. Mi imaginación, o tal vez mi fantasía, había depositado allí la esperanza de encontrar un verdadero arte de la obsesión. Por años, cada vez que, a falta de energía o a falta de inspiración, las ideas no salían, las biografías de esos locos tan lúcidos que eran los artistas del art brut me habían servido de cura homeopática. Hombres y mujeres un paso más allá del abismo de la locura. Artistas que finalmente cumplían a cabalidad el mandato de Breton de fundir el arte y la vida. Ellos, solía decirme entonces, sí habían sido capaces de perder todas las teorías, arriesgando incluso algo mucho más intenso: la razón. Si viajar era perder teorías, los artistas de Dubuffet proponían el viaje más radical. Una gran marcha hacia los límites del arte, donde, frente al abismo, el artista se atrevía a dar un paso adelante, arriesgando esa verdadera desaparición de la que hablaba Vila-Matas en el ejemplar de Doctor Pasavento que ahora me acompañaba en pleno vuelo: «Si alguien de verdad quiere ir más allá de su obra, primero debe ir más allá de su vida y desaparecer, lo cual es ante todo muy poético, pero también muy arriesgado, que es lo que debe ser en el fondo la poesía o cualquier desaparición total y verdadera: puro riesgo» (p. 143). Viajaba, entonces, a Suiza —país del famoso Cabaret Voltaire del dadaísmo y del café Odeón de Joyce— en búsqueda de las últimas huellas de la vanguardia, esas mismas que tantas grandes nevadas se habían encargado de borrar. Repetía, de alguna manera, ese viaje suizo que llevaba al protagonista de Doctor Pasavento hasta el manicomio de Herisau en el que Walser había pasado las últimas décadas de su vida y ante el cual exclamaba: «En el mundo de hoy el único lugar que le queda a un poeta verdadero es el manicomio» (p. 153). Walser —pensé mientras el avión despegaba— bien pudo haber sido otro artista del art brut, un verdadero caballero del abismo que desde la locura más serena se había dedicado a trazar en diminuta letra esa serie de relatos ahora conocidos como «microgramas», en los que en microscópica caligrafía había esbozado un idioma privado que, sin duda, hubiese fascinado a Dubuffet. La vanguardia, me dije, siempre pedía repeticiones, pues sólo repitiéndola éramos capaces de dar testimonio de ese magnífico vacío detrás del cual parecía esconderse.

Tal vez por eso viajaba yo ahora a Suiza, en pleno periodo de Navidad, tal y como lo hacía el doctor Pasavento, convencido de que tal vez repitiendo aquel viaje llegaría a entender el costado más secreto de la obra de Vila-Matas. La repetición entendida como un remedio ante la realidad de que a la vanguardia siempre se llega tarde, el día después de la fiesta. Recuerdo que, mientras las azafatas se movían sigilosas por los pasillos, llegué incluso a pensar en el extraño caso de dos escritores que, llegando tarde a la fiesta, habían decidido repetirla: Malcolm Lowry y Antonin Artaud. Volví a imaginar a Lowry en Acapulco, descendiendo junto a su esposa del SS Pennsylvania, precisamente, en el Día de los Muertos de 1936, día en el que luego decidiría ubicar la acción de su mítica novela Bajo el volcán, donde se narraba la desaparición y muerte de un cónsul alcohólico con mucho de él mismo. Imaginé también a Artaud, que ese mismo año había llegado a México, quien, insatisfecho con la vertiente europeizante del arte mexicano de la capital, había decido tomar rumbo al norte hasta perderse tras el peyote y los ritos de los indios tarahumaras. En ambos casos, me dije, se llegaba tarde a la fiesta y ante el vacío se decidía optar por la repetición y el relato. Lowry terminaba narrando la desaparición en Bajo en volcán mientras Artaud convertía a la vanguardia en relato vital en su libro Viaje al país de los tarahumaras. Incapaces de compartir el destino de Cravan, Crane y Bierce, pasaban de la desaparición al relato de la desaparición. México, pensé entonces, sería otro nombre para una modernidad que devoraba a toda vanguardia posible. Andaba recordando todo aquello, la eventual muerte etílica de Lowry en tierras canadienses y el eventual periplo de Artaud por los manicomios franceses, cuando el piloto anunció nuestra inminente llegada y vi surgir por la ventanilla la silueta iluminada de Ginebra en la oscuridad. Tan pronto abrieron las puertas fui el primero en salir. La vanguardia, como bien se sugería en Historia abreviada de la literatura portátil, siempre pedía equipaje ligero.

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