POR JUAN PEDRO QUIÑONERO
¿El 98? ¿Cuál de ellos? ¿La generación así definida por Azorín en sus artículos de febrero de 1913 en ABC, que sólo incluía a Valle-Inclán, Unamuno, Benavente, Baroja, Bueno, Maetzu y Rubén Darío, sin citar expresamente a los hermanos Antonio y Manuel Machado? ¿Las dos generaciones del 98 evocadas por Ortega, incluyendo a Ganivet? ¿La de Julián Marías, mucho más extensiva, incluyendo a Unamuno, Ganivet, Valle-Inclán, Benavente, Arniches, Vicente Blasco Ibáñez, Gabriel y Galán, Manuel Gómez-Moreno, Miguel Asín Palacios, Joaquín y Serafín Álvarez Quintero, Baroja, Azorín, Ramiro de Maeztu, Manuel y Antonio Machado, Francisco Villaespesa?

¿Es posible olvidar las críticas al concepto mismo de tal generación realizadas por Juan Ramón Jiménez?

¿Es posible y razonable reflexionar sobre los muy diversos 98 sin recordar sus relaciones no siempre ocasionales con movimientos como la Renaixença y el Rexurdimento, la obra de autores gallegos como Rosalía –defendida en vano por Azorín–, Manuel Curros Enríquez, Eduardo Pondal, Castelao, o catalanes como Verdaguer y Maragall, entre otros?

¿Pueden disociarse los 98 literarios de los 98 artísticos y musicales? Isaac Albéniz nació en 1860, Enrique Granados en 1867, Ricardo Viñes en 1875, como Antonio Machado. Manuel de Falla en 1876. Darío de Regoyos nació en 1857, Santiago Rusiñol en 1861, Joaquín Sorolla en 1863, Ramón Casas en 1866, Ignacio Zuloaga en 1870, Ricardo Baroja y Anglada Camarasa en 1871, Isidre Nonell en 1872. Picasso nació en 1881, como Eugeni d’Ors. Hubo muchas «pasarelas» entre la obra en marcha de músicos, artistas plásticos y escritores emparentados por muchas razones, no solo generacionales.

¿Es posible hablar del 98 sin recordar el Modernismo y el puesto central de Rubén Darío, incluido por Azorín en su misma generación? El Juan Ramón de Españoles de tres mundos (1942) ya insistió en la «españolidad» común de españoles americanos, españoles desterrados y españoles «peninsulares».

¿Es posible hablar del 98 y Rubén sin subrayar el puesto capital de encrucijada parisina, semillero donde los españoles «peninsulares», desterrados y americanos, encontraron la savia común que ellos harían florecer en las muy diversas Españas, peninsulares y americanas?

Azorín fue el primero en recordar esa matriz urbana común. En el cuarto de sus artículos consagrados a presentar por vez primera su Generación de 1898 (ABC, 18 de febrero de 1913), Azorín afirma que «la vida intelectual de un pueblo necesita una excitación extraña que la fecunde… Si se repasa nuestra historia literaria se verá que los momentos en que nuestros literatos y pensadores han estado en conmoción con pensadores y literatos de otros países son precisamente los momentos de máxima vitalidad de nuestras letras». A juicio de Azorín –y me parece bastante razonable coincidir con él en este punto–, 1600, 1760 y 1830 son «tres fechas capitales de sucesivos procesos de modernización literaria, a través del contacto y diálogo cultural con otras lenguas y culturas». ¿Es sensato olvidar, en ese contexto de diálogo entre lenguas y culturas, la tensión no siempre fecunda –digámoslo así– entre la cultura española escrita en castellano y las culturas españolas escritas en catalán, gallego y euskera? En definitiva, el diálogo entre Maragall y Unamuno no deja de ser una prolongación de la incomprensión y crisis seminales del 98 castellano y el Noucentisme catalán.

Siguiendo las huellas de Garcilaso y Boscán, tras la introducción de los metros y la poesía italiana, medio siglo antes, el viaje a Italia tendrá, hacia 1600, la importancia crucial bien estudiada a través de la literatura del xvii, crónica histórica de un desengaño abismal que precede a la angustia existencial de Larra y el 98.

Hacia 1760, continúa Azorín, «es Francia la que influye principalmente sobre el pensamiento nacional». Las relaciones literarias entre París y las literaturas españolas habían comenzado hacia el año 1000, recordó en su día Menéndez Pidal. Parisinas fueron las primeras traducciones del Quijote. Azorín insiste en las semillas parisinas que comienzan a dar frutos a finales del xviii:

«Brota el espíritu de crítica. Se leen ansiosamente los libros extranjeros. Surgen trabajos sobre filosofía, arqueología, historia literaria y eclesiástica, matemáticas, numismática, zoología, botánica, arquitectura… El impulso ha venido de fuera; lo han dado esos libros y esas revistas que saltan la frontera y se esparcen por las viejas ciudades. Menos de un siglo más tarde, el fenómeno vuelve a producirse. En 1830, los románticos franceses determinan en España un renacimiento literario…».

 

No se me escapa que hubo muchas otros diálogos e influencias. Sor Juana Inés de la Cruz fue una mexicana literariamente mestiza y cosmopolita. En ella se cruzan tradiciones literarias americanas y europeas. ¿Cómo olvidar el incesante diálogo y mestizajes de las literaturas españolas de las Américas y España? Tras las primeras traducciones francesas, el Quijote fue leído en Inglaterra con mucho éxito. Los viajeros ingleses roturaron muchos terrenos culturalmente vírgenes. La Biblia en España de George Borrow se publicó en 1843 y Las cosas de España de Richard Ford (A Handbook for Travellers in Spain) data de 1845. Hacia 1840, los juristas y pedagogos españoles que inician la introducción del krausismo en España, encabezados por Julián Sanz del Río, encuentran en el pensamiento y la alta cultura alemana un vivero excepcional que daría perdurables frutos, comenzando por la Institución Libre de Enseñanza (1876-1936), de importancia tan palmaria en el 98 y las generaciones posteriores.

Hubo otras influencias culturales, claro está. Sin embargo, la importancia crucial que Azorín concede a París en la modernización no solo literaria de España, ca. 1898, subraya la percepción íntima de esa cuestión que tenían los hombres y mujeres de esa generación.

Entre otros numerosos testigos y compañeros de viaje, doña Emilia Pardo Bazán insistió muy pronto en la dimensión más que especial que París tenía para la cultura española, comparada con el resto de las capitales europeas. En una de las primeras cartas de su libro Al pie de la Torre Eiffel. Crónicas de la Exposición (1889), la condesa de Pardo Bazán compara el glamour cosmopolita de la exposición universal de París con el provincianismo de otra exposición alemana:

«La Exposicioncilla berlinesa de aparatos de salvamento, inaugurada por el Emperador en persona, con gran prosopopeya, es comparada por los periódicos alemanes a la parisiense. Seamos justos: yo no acostumbro inclinarme del lado de Francia; pero es un tantico desairado para los alemanes eso de abrir ahora una Exposición de poco pelo y atribuirle importancia a la apertura».

 

Doña Emilia fue una de las mujeres más viajadas y cosmopolitas de su tiempo. Publicó otros libros de viajes europeos (Por Francia y por Alemania, 1890, Viajes, 1896, Cuarenta días en la Exposición, 1900, Por la Europa católica, 1902). Y es muy probable que, en efecto, la exposición berlinesa que ella compara con la magna exposición parisina (si es que no la confunde con otra exposición alemana, celebrada en Munich un año antes, Kraft –und Arbeitsmaschinen– Ausstellung zu München, 1898) algo tuviese de provinciana. Sin embargo, la expresión despectiva «exposicioncilla berlinesa de aparatos de salvamento» tiene un tono altivo de condesa ofendida. «¡Compararse con París!», «¡Qué se habrán creído esos alemanes!», «¡Hasta ahí podíamos llegar!». Habrá que esperar a los viajes y generaciones de Rafael Alberti, Rosa Chacel y sus compañeros de viaje para advertir que, en verdad, Roma, Berlín, Londres y Viena ocupaban un puesto quizá no menos significativo, con matices, por momentos, en la historia de las artes que llegaban. En el tono de doña Emilia subyace una fascinación perfectamente comprensible y compartida por varias generaciones de escritores españoles, de Larra a Ramón Gómez de la Serna, cuando menos. Galdós visita a Isabel II en el parisino Palacio de Castilla, una residencia real que, andando el tiempo, se transformaría en hotel, donde Azorín escribió sus crónicas de la Primera Guerra Mundial y más tarde se cruzarían, por unas horas, Picasso, Joyce y Marcel Proust.

La fascinación de doña Emilia tuvo su punto culminante entre la Exposición París-Murcia, (organizada en París como manifestación de solidaridad y socorro a las víctimas de unas trágicas inundaciones murcianas) de 1879 y los artículos de Azorín en ABC, de 1913, lanzando definitivamente la Generación de 1898. Evocando esa exposición –para dar un marco preciso a los primeros escarceos amorosos de Swann y Odette de Crécy– Proust afirma en la Recherche: «Ahora que España está de moda». Entre ambas fechas, la fascinación parisina pudo rayar en el fetichismo: quiere la leyenda valleinclanesca que Alejandro Sawa prometiese no cortarse una barba que llegó a tocar Verlaine, en un cafetucho próximo al hotel parisino donde se alojaron los hermanos Manuel y Antonio Machado durante su primera estancia parisina, en una calle frecuentada sucesivamente por Rubén Darío, Gómez Carrillo, Zamacois, Azorín, Baroja, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Josep Pla, Rosa Chacel… entre un interminable etcétera de viajeros ilustrados que se prolongaría durante varias décadas.

Quizá Baquero Goyanes no exageraba mucho cuando afirmaba que, en verdad, París fue para la Pardo Bazán «algo así como una segunda patria». Pese a su rudimentario francés hablado –del que hay testimonios elocuentes, propios y ajenos–, otro tanto pudiera decirse de Azorín, que llega a reconocer en una tienda de la parisina rue Vignon, vitrina de los apicultores de Francia, los perfumes de la miel de su tierra alicantina. Hacia 1898, un escritor español podía encontrar en los melosos perfumes de una tienda parisina la embriaguez mística de la magdalena de Marcel Proust (cuyo hotel sadomasoquista, inmortalizado en la Recherche, se encontraba a unos pasos de la tienda azoriniana), o el gorjeo de un mirlo en las Memoires de Chateaubriand.