POR ÁLVARO SALVADOR
«El nuevo libro no elude la situación –que era real–, sino que la expone como una visión, confusa o caótica, de la presencia del mal no ya en Cuba en 1958 ni siquiera en el siglo, sino en el hombre mismo. El libro, pues, se ha hecho ontológico. El ser está dañado y es necesaria una reparación. Es evidente que en el ínterim (sic) corrector el autor también cambió.

Para esta tarea literaria, pero también metafísica, me ayudaron mis estudios de filosofía clásica y escolástica, y la ocasión de revisar el libro con entera disponibilidad, libre ya de las presiones del primitivo ambiente en que fue creado».[i]

¿Qué quería conseguir Guillermo Cabrera Infante con esta declaración de pleitesía al censor franquista Carlos Robles Piquer, hombre de sólidos principios religiosos? Sin duda, evitar que su libro premiado con el Biblioteca Breve, Tres tristes tigres (antes Vista de amanecer en el trópico), fuese publicado en la sucursal de Seix-Barral en México, la editorial Joaquín Mortiz, que Cabrera Infante consideraba como «el lugar adonde iban a parar los cadáveres esquizoides de Seix-Barral para ser enterrados al otro lado de la frontera».[ii]

Estas desconcertantes declaraciones de Cabrera Infante, incluidas en una carta (fechada en febrero de 1966) al director general de Información del Gobierno franquista de España, es decir, al responsable de la censura, nos dan idea de la complejidad, las contradicciones y las varias facetas de un fenómeno calificado por la mayoría de críticos y lectores como «boom de la nueva narrativa hispanoamericana».

La crítica, exégetas y estudiosos de la literatura hispanoamericana suelen explicar un fenónemo tan singular como el boom a partir de una serie de hechos que, más o menos, se repiten en cada una de las argumentaciones. El primero y más determinante de todos se fundamenta en la extraña conjunción de varios genios literarios en la misma época y en el mismo ámbito cultural, incluso en la misma lengua. Hecho que además se reforzó con la indudable valía de otra serie de escritores de una generación inmediatamente anterior –Miguel Ángel Asturias, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Ernesto Sabato, Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Juan Carlos Onetti, etcétera–, que fueron recuperados o puestos en valor por los jóvenes del boom.

En segundo lugar, se suele señalar la coincidencia del boom con un periodo en la historia de Hispanoamérica (1959-1973) en el que la utopía de un mundo mejor, de un mundo merecido para los distintos pueblos y las gentes de América Latina se va a considerar como posible. Ese anhelo ideológico pero también vital, existencial, se materializa en el triunfo de la Revolución cubana y se continúa con el internacionalismo, tanto político como cultural, que la Revolución extiende por todo el subcontinente. Ni que decir tiene la importancia que va a cobrar como institución cultural la Casa de las Américas de Cuba con su revista, sus publicaciones, sus reuniones y el trabajo de coordinación entre todos los focos culturales latinoamericanos. Como señalan Ángel Esteban y Ana Gallego, «la década de los sesenta convierte en promesa probable lo que hasta entonces sólo había sido un deseo inútil».[iii]

En tercer lugar, con frecuencia se habla del boom como un resultado del mercado internacional de libro, en cuyo desarrollo la industria editorial española tendría un papel destacado. Carlos Barral y su política expansiva en Seix-Barral –con la creación de los premios Biblioteca Breve y Formentor–; las editoriales mexicanas Fondo de Cultura Económica, Joaquín Mortiz o Era; las argentinas Losada, Sudamericana, Edhasa, Fabril, Emecé, etcétera acogieron a estos jóvenes escritores y los proyectaron internacionalmente. No olvidemos, además, que el Formentor suponía la edición del autor premiado en la mayoría de las lenguas de cultura europeas.

De cualquier modo, todas estas caracterizaciones arrastran desde sus comienzos una serie de aporías que intentaremos aclarar en el presente trabajo. Es cierto que el boom está constituido por un grupo de escritores geniales, por una serie de constelaciones muy difíciles de encontrar en otras literaturas y en otros momentos. Baste recordar que tanto García Márquez como Vargas Llosa fueron premiados con la más alta distinción que se concede a un escritor. No obstante, muy a menudo, la crítica intenta definir con este marbete un fenómeno mucho más amplio y más antiguo. Mucho antes de que Mario Vargas Llosa obtenga el premio Biblioteca Breve, Carlos Barral ya está publicando obras y premiando a escritores hispanoamericanos (Eloy, de Carlos Droguett; Los Extraordinarios, de Ana Mairena), y se seguirán publicando después (Los Albañiles, de Vicente Leñero; El paredón, de Carlos Martínez Moreno; Gestos, de Severo Sarduy; En Chimá nace un santo, de Manuel Zapata Olivella; Sonámbulo de sol, de Nivaria Tejera o Los laberintos insolados, de Marta Traba, por no mencionar los libros de Cabrera Infante o de Alejo Carpentier…). ¿Alguien se acuerda hoy en día de la mayoría estos autores y de estos libros? Indudablemente no. Las causas son varias, pero, dejando al margen el juicio crítico que hayan podido merecer tales obras para la posteridad, no podemos obviar que formaron parte de ese movimiento, de esa aparición de una nueva narrativa hispanoamericana. No obstante, el término boom no parece representarlos ni hacerles justicia, ya que el grupo estuvo constituido en todo momento por los escritores que conformaban lo que podríamos llamar su núcleo duro: García Márquez y Vargas Llosa, a los que se unieron fundamentalmente el «crítico practicante» y difusor Carlos Fuentes, el contacto parisino Julio Cortázar y el eterno aspirante José Donoso. Desde este núcleo, bien orquestado por Carlos Barral primero y Carmen Balcells después, se proyecta el grupo con tal fuerza que las generaciones posteriores se verán ya irremediablemente definidas a partir de esta denominación: babyboom, postboom, boomerang, boom femenino, etcétera.[iv]

Habría, pues, que distinguir entre lo que fue el reducido grupo del boom –con sus características específicas, su historia, sus condicionamientos sociales, ideológicos, mercantiles, políticos– y lo que fue un movimiento mucho más amplio que podríamos definir con un adjetivo ya usado pero que ahora alcanzaría una significación más exacta: el de nueva narrativa hispanoamericana,[v] grupo que incluiría no solamente a los escritores ya nombrados, sino a otros que se difundieron en esa misma época desde otras editoriales y otros focos culturales (como, por ejemplo, Mario Benedetti, Augusto Roa Bastos, Manuel Scorza, Elena Garro o Rosario Castellanos y, por supuesto, la también genial generación de los hermanos mayores). A menudo se olvida que 1967 no es solamente el año central del boom por la publicación de Cien años de soledad o la de Cambio de piel o por la concesión del premio Rómulo Gallegos a La Casa Verde, sino que también constituye el año central de la nueva narrativa hispanoamericana por haber conseguido Miguel Ángel Asturias el segundo Premio Nobel para dicha literatura. El error que a menudo comete la crítica es analizar un fenómeno mucho más amplio, variado y complejo –lo que aquí hemos definido como nueva narrativa hispanoamericana– con los parámetros de un grupo de élite dentro de ese movimiento, que se desarrolló y creció con unas condiciones, características y facilidades completamente distintas a las del resto de escritores surgidos en aquella época y que contribuyeron también a conformar el fenómeno. No puede afirmarse que «el boom fue una desconcertante e inesperada etapa del sistema literario latinoamericano que de forma subsidiaria generó también un fenómeno específicamente español», como hace algún estudioso destacado del período.[vi] Aunque afectara indirectamente al sistema, no creo que el boom se iniciase en ese momento en el que el sistema literario latinoamericano se abre al mercado internacional con una hornada de nuevos escritores. El boom parece más bien una excepción a ese sistema, esto es, a las dificultades, la marginación, el silenciamiento de unas literaturas en el marco de la cultura occidental. El boom no es el sistema sino una excepción afortunada que, paradójicamente, lo potencia y de rebote potencia también la normalización del discurso literario en España.

Otra de las mistificaciones en las que ha caído habitualmente la crítica, sobre todo la crítica entusiasta, ha sido atribuir a los espacios culturales latinoamericanos de la época un nivel intelectual, político y social que, en la mayoría de los casos, no poseían. Se habla del aire de modernidad, de progreso, de desarrollo, de madurez democrática e intelectual que estos escritores introducen en el supuestamente atrasado y carpetovetónico panorama cultural peninsular. Como en todas las elaboraciones ideológicas se parte de una realidad: la cultura española padecía las trabas de la falta de libertad de expresión, el retraso respecto a las innovaciones temáticas y estilísticas de otras literaturas occidentales que suponía que sus escritores se sintieran obligados a elaborar una «literatura de urgencia», una literatura de resistencia y de enfrentamiento con la dictadura. Esto es cierto, pero no lo es menos que a mitad de los años sesenta las condiciones de vida de la posguerra española habían cambiado considerablemente gracias al desarrollo económico producido por el turismo, la emigración y la consolidación de un entramado industrial. Las clases medias estaban accediendo mayoritariamente a la educación y a la cultura y las influencias externas se filtraban a través del turismo, de la mayor movilidad de los ciudadanos españoles (de la misma emigración) y de la rebelión que protagonizaron los jóvenes universitarios. El páramo no aparecía tan desolado como lo había estado en las décadas anteriores. De otro modo, nunca podría haberse instituido Barcelona como el centro de toda esta renovación de las letras hispánicas, ni Seix-Barral como uno de los motores de la edición europea, a la que pronto siguieron otras editoriales de una indudable calidad en sus propuestas y sus catálogos como Tusquets o Anagrama. El panorama sociocultural de la mayoría de los países hispanoamericanos de donde procedían aquellos escritores extraordinarios no distaba mucho del español y, en algunos casos, superaba a este último en desarticulación política y atraso cultural. Recuérdese la agitación de la Argentina de Frondizi, de Onganía y finalmente de Isabelita Perón, que desembocaría en la terrible dictadura de los años setenta; o el Perú de Manuel Prado y Belaúnde; o la Colombia de las guerrillas y los ejércitos de liberación; o los gobiernos de Alessandri, Frei y el Frente Popular de Salvador Allende en Chile. Esta situación se refleja claramente en la mayoría de las obras de los escritores que constituyeron este movimiento de renovación de la literatura hispanoamericana, tanto en los séniores y los juniores como en los integrantes del núcleo duro del boom. Es decir, el mecanicismo sociopolítico no es suficiente para explicar la complejidad de una serie de producciones literarias que escapan, precisamente, a sus condicionamientos más inmediatos a causa de diversas circunstancias difícilmente explicables de un modo simplista. Ahora bien, es cierto que estos escritores constituían una élite intelectual tanto en relación con sus países como con América Latina en general gracias a sus posibilidades de educación, de conocimiento de otras culturas, de contacto con otros espacios, etcétera. Y, dentro de esa élite, por las también especiales circunstancias que todos conocemos: la élite de la élite la constituyó el grupo del boom.