POR ANTONIO LÓPEZ ORTEGA
I

Cada cierto tiempo, entre conocedores y estudiosos, e incluso entre sus mismos hacedores, se plantea el tema de la salud de la novela venezolana. Es un asunto recurrente porque algo de duda, de inconformidad, siempre flota en el ambiente, como si en la discusión sobre la vitalidad de los géneros, algunos admitieran que el cuento es más constante o que la poesía es nuestra arma secreta, nuestro mascarón de proa. Sin mucha profundización, en ciertos mentideros se llega a decir que tenemos más novelistas que novelas, esto es, que nadie duda de la existencia de vocaciones, pero que a nivel de corpus no hay conjuntos ni bloques, sino más bien esfuerzos aislados, más colectivos que individuales. En la América poscolonial, sabido es que después de tratar con clásicos del pensamiento de las Luces, que alimentaron el ideario independentista, el esfuerzo de ajournement para sentirnos a la par de Occidente se hizo a los tropezones, deglutiendo corrientes literarias enteras y postulando libros únicos como reflejo de un periodo cuando en Europa se podían contar bibliotecas completas y múltiples exponentes. Tomemos el caso del novelista Manuel Díaz Rodríguez (1871-1927), que cierta crítica tilda de modernista, o también el del poeta José Antonio Pérez Bonalde (1846-1892), nuestro romántico por excelencia, pues ambos son piezas únicas, como era de esperarse en un tiempo de conformación, y no exponentes de un conjunto. Este museo progresivo que para largos periodos sólo postula un ejemplar de la especie va progresando vertiginosamente y es hacia el siglo xx, y no antes, que la paridad se consigue. Un ejemplo: si convenimos en que el cuento moderno, con la aparición de Edgar Allan Poe (1809-1849), es una hechura de los albores del siglo xix, en el caso de Venezuela por supuesto que hubo algunos precursores hacia finales del siglo, entre costumbristas distraídos y poetas que narraban sin saberlo. Pero es hacia los años cuarenta del siglo xx cuando se puede hablar de un esplendor del cuento venezolano, como si todas las variantes y técnicas se hubiesen asimilado y ya no se produjeran copias, sino verdaderos originales.

Queda claro, no obstante, que, en términos generales, el acoplamiento final se produce con el modernismo, cuando Hispanoamérica puede incorporarse de lleno al concierto de las naciones y comenzar a incidir en dirección contraria: toda la generación española del 27, por ejemplo, bebió de esas fuentes, y ya Darío o Martí eran poetas de la lengua, que no de sus breves provincias. El pulso y los desfases quedaban atrás, comenzábamos a hablar como iguales, en medio de un siglo naciente que produjo un sinfín de obras y movimientos, hasta llegar al boom novelístico de los sesenta, que según Octavio Paz llegó a ser tan determinante en las postrimerías del siglo como lo fue la novela rusa en la primera mitad.

 

II

Siguiendo la línea de pensamiento que reconoce una mayoría de edad en el siglo xx, y sin desmerecer de los precursores de la novela venezolana del siglo xix, como el mismo Díaz Rodríguez o Manuel Romero García (1861-1917), representante de una corriente criollista que luego desaparece o muta a favor de la apuesta englobante de Rómulo Gallegos (1884-1969), convengamos en que la novela venezolana llega a su madurez en el siglo xx, y que a partir de allí no sólo da cuenta de las influencias que la han ido moldeando, sino también de los aportes que ha ido proyectando para bien de su propia evolución y del desarrollo de la novela iberoamericana en general. Esa historia de crecimiento prodigioso tiene, sin embargo, una desproporción o contrapeso, que es la de Gallegos, especie de historia en sí misma cuando pensamos que el referente de su novelística no es el país de su presente —enfermo, desmembrado, incompleto—, sino el del futuro, el que el novelista devenido en político quiere ver más allá de la dictadura gomecista, transformado en una república de conquistas democráticas. Sobre la cartografía natural de montes y selva, Gallegos construye una cartografía ficcional, que quiere encajar el deseo sobre la realidad, que logra en la novela un sistema de representación más poderoso que la realidad misma. El orden de Gallegos es un orden geográfico, es un país que se anticipa. Por eso su legado pesa tanto, sobre todo para los novelistas que lo suceden, porque su obra es a la vez un programa civilizatorio: el país que se adivina entre las costuras del caudillaje moribundo.

En sus inicios, hacia 1909, Gallegos fundó, junto con intelectuales como Salustio González Rincones (1886-1933) y Enrique Planchart (1885-1953), la revista La Alborada. La iniciativa no hacía sino emular un factor determinante de estos tiempos: las conformaciones grupales o alrededor de una revista. Se diría que iniciarse en el campo de las ideas, de la escritura o de la renovación estética suponía frentes comunes, credos compartidos. La tendencia se hace fuerte en Venezuela y marca toda la primera mitad del siglo xx, llegando incluso hasta 1958, cuando grupos como Sardio, El Techo de la Ballena o Tabla Redonda marcan a fondo un momento de renovación cultural que mucho tiene que ver con el renacimiento democrático del país después de la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez. Casi todos los novelistas de las primeras seis décadas provienen de apuestas grupales, hasta Salvador Garmendia (1928-2001) y Adriano González León (1931-2008), dos de los más importantes e influyentes durante el resto del siglo. Si se buscan excepciones, por supuesto que se encuentran, como la de Enrique Bernardo Núñez (1895-1964), autor de la muy prestigiosa Cubagua (1931), una novela de cortes históricos y planos temporales. Pero quién sabe si su soledad tuvo que ver con algunas decisiones de vida, como la de ser por un tiempo funcionario de la dictadura gomecista.

 

III

La vida y obra de Victoria de Stefano (1940) se enmarca claramente en la segunda mitad del siglo xx y es única en cuanto a referentes grupales y corrientes de influencia. Es decir, su hechura como novelista es solitaria, a contracorriente de la tradición venezolana, y sus influencias parecen más librescas que deudoras del corpus literario de su país de adopción. En este sentido, es una escritora doblemente excepcional: por formación y por vocación. Un accidente biográfico no deja de ser significativo: haber nacido en la ciudad de Rímini, Italia, y haber permanecido allí hasta 1946, cuando su familia emigra a Venezuela. Esos años de infancia reaparecen en sus novelas en forma de paisajes, excursiones, abuelos. Son estampas recurrentes, más propias del inconsciente; la novelista las deja fluir, o las pesca, y surgen de manera natural, aunque a veces sean indefinidas: más sentimiento que datos fácticos. En las entrevistas que ha dado, Victoria asocia ese periodo con la felicidad, con la libertad plena: testimonio muy fiel de una niña ajena a la guerra fratricida que acababa con Europa y que, al final, expulsa a su familia hacia el trópico. Rímini, ciudad del Adriático, guardaba fama de ser residencia de aristócratas, con un pasado consistente y luminoso, que se remonta al siglo iii antes de Cristo, cuando los romanos fundan una primera colonia para regular el paso comercial hacia el norte del continente. Hacia el siglo xix la ciudad descubre su potencial turístico, y a partir del xx se vuelve destino natural de quienes huyen del invierno nórdico. Ese paisaje que mezcla tradición histórica, hermoso enclave natural, ciudad portuaria y punto de cruce de ciudadanos europeos debe de haber quedado congelado en la retina de nuestra novelista, en su trastienda mental, como un manantial que fluye hacia su conciencia literaria para enriquecerla de elementos foráneos: el fondo de su trama se complejiza, pero sus dispositivos formales adquieren una elegancia sin igual.

 

IV

Los años de formación de Victoria, sin contar los de liceos públicos, que reconoce como enriquecedores, con profesores que la marcaron, son esencialmente los de la década del sesenta en la Universidad Central de Venezuela. Son tiempos de renovación cultural profunda y de estallidos vanguardistas. En el campo político, se celebra la renovación democrática, pero muy pronto los movimientos de izquierda se apartan de la fiesta y se van a la guerrilla. La universidad venezolana también vive sus estertores, sobre todo por exigencias estudiantiles, que obligan a renovar los programas académicos. Como referencias más planetarias, están coincidiendo el Mayo francés, los pensadores contraculturales norteamericanos, Woodstock y dosis mayores de psicodelia. En ese contexto, Victoria entra en la Universidad Central de Venezuela y decide estudiar Filosofía. Es un gran momento para esa escuela, con profesores del exilio español y filósofos venezolanos que se han especializado en Alemania, Inglaterra y Francia. Juan David García Bacca (1901-1992) es la figura estelar del departamento, y bajo su tutela Victoria se convierte en investigadora.

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