POR LUIS GARCÍA MONTERO
Federico García Lorca escribió «Vuelta de paseo» para presentar al protagonista de Poeta en Nueva York como un «asesinado por el cielo». Los muertos vivientes adquirieron un protagonismo notable en la quiebra vanguardista. La crisis social se unió con frecuencia a la crisis subjetiva, las denuncias a la realidad se acompañaron de un cuestionamiento de la identidad personal. Los poemas propiciaron entonces la figura del muerto viviente, el hombre deshabitado, el cuerpo sin cabeza o el traje sin desnudo. La conciencia de la crisis derivó así hacia la puesta en duda del sujeto estable, la voz racional capaz de sostener un lenguaje seguro de sí mismo.

El golpe de Estado de 1936 y la guerra civil posterior convirtieron a los muertos metafóricos en cadáveres reales. La muerte se hizo parte decisiva en los argumentos utilizados para legitimar un modo de vivir, pensar o escribir. En «Un acto en el Ateneo de Alicante», Miguel Hernández situó de esta forma su estado de ánimo en la contienda:

«Comienza la tragedia española: la muerte del poeta Federico García Lorca,           asesinado por el fascismo en agosto y en Granada […]. Desde las ruinas de sus         huesos me empuja el crimen con él cometido por los que no han sido ni serán       pueblo jamás y es su sangre, bestialmente vertida, el llamamiento más imperioso           y emocionante que siento y que me arrastra hacia la guerra» (I, 844).

 

El poeta pasa después a contar su experiencia bélica y recordar el ejemplo de algunos compañeros. El Algabeño era un muchacho de Madrid, 19 años recién cumplidos, con miedo al principio de su alistamiento, pero lleno de valentía después. Ascendió a sargento antes de caer en el frente de Majadahonda con la cabeza atravesada por una bala. Adelantándose a su sacrificio había comentado: «Miguel, si caigo, ya no me importa cumplir los veinte años debajo de la tierra» (I, 844). Puso así en boca del Algabeño una afirmación que había dado pie a unos versos de «Llamo a la juventud», un poema de Vientos del pueblo (1937) en el que se canta el sacrificio de los jóvenes de 15, 18 o 20 años.

Los tiempos de guerra no son propicios para la literatura, o por lo menos para la literatura que huye de la demagogia y busca el matiz de la inteligencia. Obligados a animalizar al enemigo y a exaltar la personalidad de los jefes, condenados a justificar la muerte necesaria, ya sea propia o ajena, los escritores suelen entrar en dinámicas de patriotismo, alabanzas desmedidas y entusiasmos dogmáticos. La lírica es el género con más riesgos. Los poetas que quieren mantener la dignidad necesitan un esfuerzo de autovigilancia. Es lo que pidió Manuel Altolaguirre a Miguel Hernández en una carta que hizo pública en Hora de España, en abril de 1937, al comentar sus poemas de guerra. El poeta malagueño anticipa la idea de «que puedes con tu poesía llenar en parte el vacío irreparable que nos ha dejado en España el poeta Federico García Lorca» (75). Pero después comenta los versos exaltados en los que Miguel Hernández presenta al héroe militar subido en un potro y derribando trimotores, como quien derriba mieses. Son también versos de «Llamo a la juventud», ante los que escribe Altolaguirre:

«No. Tú sabes que no. Comprendo que en un momento de delirio escribamos cosas por el estilo. El potro, el aire, el trimotor, el trigo: la locura. Pero tú sabes como yo que eso no es poesía de guerra, ni poesía revolucionaria, ni siquiera versificación de propaganda. (Tampoco me gusta: que morir es la cosa más grande que se hace)» (77).

 

Rafael Alberti fue otro de los autores que con más energía satirizó al enemigo y alentó a los jóvenes republicanos al combate. Quizás por eso, y como mecanismo de vigilancia, Antonio Sánchez Barbudo reseñó en la misma revista la publicación de De un momento a otro (1937) con el ánimo precavido de optar por la suavidad, el tono calmado de una lírica cotidiana: «Aparte de la calidad magnífica del verso, de su rigor absoluto, lo que más impresiona sin duda en estos poemas es el tono, la calidad opaca de lumbre en rescoldo, el apagado viento que campea en ellos. Tienen color de otoño, diríamos» (69).

Llamar al combate, invitar al sacrificio, denigrar al enemigo y sublimar la jerarquía son imperativos bélicos que difícilmente puede superar la literatura. José María Pemán, autor del Poema de la Bestia y el Ángel (1938), llegó al extremo de olvidarse de la compasión y de fijar distancias incluso ante un panorama de muertos. Siente que nadie es nada al observar tras la batalla al capitán que se pudre y a la miliciana de ojos dulces con su fusil y su mono. La muerte iguala a los rojos y los azules. Pero su corazón palpita desde una certeza clerical: «Dios sabe los nombres – y los separa en las nubes» (136).

Aunque no siempre se cayó en este sectarismo a la hora de tratar a los muertos. La conmoción de la tragedia real sirvió para que algunas conciencias buscasen una meditación humana no limitada por los bandos políticos. Más allá de las ideas del autor, resultó también posible sentir el dolor de un conflicto nacional sobrecargado de víctimas. Esta perspectiva la tomaron aquellos que esperaban un final de la guerra que no desembocase en la Victoria de un bando, con sus largos años de represión y venganza, sino en la Paz. En su famoso «Discurso en el Ayuntamiento de Barcelona», pronunciado el 18 de julio de 1938, así lo deseo Manuel Azaña. Después de analizar el daño irreparable del enfrentamiento militar, pidió que se escuchase la lección de los muertos:

«la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando    magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra    materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos     de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria      eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón» (VI, 181).

 

Resultaba necesario atender la palabra de los muertos. Es lo que asumió Luis Rosales, desde el bando franquista, íntimamente herido por la ejecución de Federico García Lorca, en el poema «La voz de los muertos». Recogido en Poesía reunida (1981) dentro de Segundo abril, aunque fechado en 1936 y publicado durante la guerra (Jerarquía, nº 2, 1937), los versos se plantean el destino de España desde la trágica realidad de unos cadáveres que formulan con su silencio una pregunta: «¿Y tú que harás ahora?». Escribe Rosales:

Calla. Tienes que oírla. Es la voz de los muertos,

polvo en el aire, polvo donde se aventa España;

abre a la luz los ojos que nunca amanecieron

y las islas recuerdan que las unió la espuma,

y los mortales oyen…

[…]

Murieron los varones

cuya sola presencia cantaba en el silencio

llena de luz entera como el cuerpo del día,

quieta está para siempre la juventud del mundo,

quieta sin movimiento que muestre su esperanza,

quieta tempranamente mientras la luna deja

su doliente esplendor sobre la carne joven.

 

Y tú, ¿qué harás ahora cuando los muertos vuelven?

(92-94)

 

Rosales no separa en las nubes a los muertos de los dos bandos. Y son para él unos muertos que vuelven. Desde la orilla republicana, Francisco Ayala, que había perdido a muchos amigos, un primo hermano, un hermano y un padre frente a los pelotones de ejecución de los golpistas, tampoco busca las diferencias ideológicas de los cadáveres. Escribe en este sentido un «Diálogo de los muertos», publicado por primera vez por la revista Sur (nº 63, diciembre de 1939) y recogido como texto final en Los usurpadores (1949). Las críticas a los culpables no faltan, pero –tratándose ya de la realidad de los cadáveres– el sentido de la experiencia vivida es otro. «Sea como quiera –dice una de las voces–, todos merecen compasión; también ellos, unos y otros. No porque el loco ignore su locura, su desvarío frenético o su desvarío caviloso, es menos digno de aquella» (232).

Los muertos hablan, los muertos vuelven para hablar con los vivos. Una guerra civil es una experiencia extrema que radicaliza en lo que se refiere a la literatura, lo que en el fondo es normal dentro de los procesos que la hacen posible. El hecho literario exige que el lector participe, interprete las palabras en una realidad histórica y conforme el sentido según un horizonte de expectativas. Y la participación del lector implica que el texto se convierta en un espacio vivo, un ámbito que se hace y se deshace, un cauce, un lugar en movimiento. Esta dinámica es la que permite mantener el diálogo con los clásicos, actualizar y recrear las tradiciones, encontrar una significación propia a las palabras del pasado, a las voces de los muertos. Al fin y al cabo, es el milagro que Francisco de Quevedo reconoció en un famoso soneto escrito en la Torre de Juan Abad antes de 1639:

Retirado en la paz de estos desiertos,

Con pocos pero doctos libros juntos,

Vivo en conversación con los difuntos,

Y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,

O enmiendan o fecundan mis asuntos;

Y en músicos callados contrapuntos

Al sueño de la vida hablan despiertos.

(178)

 

A la hora de calcular los efectos de la guerra civil sobre la literatura española, no sólo hay que tener en cuenta la dinámica que envuelve a los creadores afectados por el conflicto, sino también las transformaciones que sufren los textos como parte de una realidad conmovida por la violencia. Sin cambiar nada o casi nada en sus palabras, el desplazamiento de expectativas puede transformar su significado de una forma radical. La voz de los muertos, en ese sentido, más que una lealtad a los orígenes, supone una presencia movediza en el mundo de los vivos.