POR ENRIQUE VILA-MATAS

He de advertir al lector de que en cualquier momento este prefacio podría quedar interrumpido por la máquina de impedir prólogos que he inventado precisamente aquí mismo en esta casa de Berna en la que vivo desde hace unos meses, a cuatro pasos tan sólo de Kramgasse, 49, donde Einstein a principios del siglo pasado anunció al mundo su descubrimiento de la teoría de la relatividad. Por esos días, junio de 1905, él trabajaba en la Oficina de Patentes y se dedicaba a redactar informes sobre los numerosos inventos que llegaban a Berna, ciudad que ocupaba una posición pionera en el sector de la electrificación y vivía en una incesante y triunfal euforia de inventos —yo diría que la misma que recorre Inventario de inventos (inventados), el libro que el lector tiene en sus manos—.

Si me instalé tan cerca de esa vivienda mágica es porque pensé que, si tenía suerte, me bastaría con ser rozado por una misérrima porción de aire einsteiniano para crear mi máquina de interrumpir prólogos. Era algo que parecía improbable que pasara, pero que había que probar, y que probé, y que a veces creo que pasó. Estaba un día mirando por enésima vez la recargada cuna de 1906 que conservan en el antiguo piso de Einstein en Kramgasse, 49 cuando se iluminó de pronto mi memoria y me acordé de Raymond Roussel, nada menos que del inventor —con patente registrada incluso— de la creación de vacío en las casas. Se sabe que el invento para el que solicitó su patente en la Office Nationale de la Propiété Industrielle consistía en algo que servía para incrementar la comodidad en los hogares: «El procedimiento consiste en instalar, al construir una casa, placas de metal hueco (en cuyo interior se ha hecho el vacío) en las paredes, tejado, tablas del suelo, techo, tabique y puertas…».

Creí de golpe ver claro cómo tenía que construir la máquina de interrumpir prólogos: era necesario que combinara la instalación del vacío en mi hogar suizo —hoy apenas me llegan ruidos externos y en realidad vivo como si lo hiciera en una bombona, y creo que nunca coincido con la temperatura exterior— con el invento rousseliano de la «resurrectina», aquella sustancia de color rojo que, inyectada bajo la oreja derecha de un muerto y mezclada con un líquido llamado «vitalium», causaba una reacción craneal en los cadáveres del jardín de Locus Solus y les hacía revivir breve y exclusivamente el instante más emocionante de su vida.

Puse manos a la obra, pero, a lo largo de casi un año, siempre hubo algo que impedía que el invento llegara a buen puerto. Hasta que un buen día decidí analizar seriamente qué fallaba en aquella mezcla de vacío y resurrección y descubrí que el problema estaba en el episodio de turbación que había elegido y que, bien mirado, nunca había sido importante para mí. En realidad, mi mayor emoción la había vivido el día en que, paseando distraídamente por Edimburgo, me encontré de pronto frente al 52 de Queen Street y quedé paralizado al leer de lejos una placa que había allí en la fachada y que hablaba de mí, aunque del que había sido en otro tiempo. Al principio, no podía ni creerlo, pero miré más de cerca y comprobé que había leído bien: «En esta casa nació sir James Young Simpson, el inventor del cloroformo». Eso me produjo un impacto emocional profundo, pues me llegó de un modo nítido y brutal el recuerdo de que, en una encarnación anterior, yo había patentado el cloroformo poco después de que en una infinita noche escocesa hubiera descubierto por casualidad el poder anestésico de aquella sustancia de la que, de haber ingerido algún gramo más, habría muerto y, en cambio, de haberme quedado corto en la ingestión, no habría descubierto nada.

La recuperación de ese recuerdo, el reencuentro con la emoción más profunda, me dio la pista para —mediante una combinación más eficaz de vacío y plenitud— mejorar el mecanismo de mi máquina de interrumpir prólogos, de cortarlos en seco sólo para que de golpe se abra paso, sin mayores y ridículos preámbulos, por fin, la emoción verdadera.

 

Prólogo, inédito en español, de la edición francesa del libro Inventario de inventos (inventados), de Eduardo Berti.

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