Dice el propio Vila-Matas que, con sus breves reseñas biográficas, biografías o, si se quiere, columnas —porque eso fueron antes que nada—, se aproxima, como el Pereira de Tabucchi, al poco atendido mundo de las necrológicas. «¿Qué muerto celebramos hoy?», le preguntó a propósito de ellas el cineasta Ricardo Muñoz Suay, poco antes de morir él mismo. Fue entonces cuando Vila-Matas (según su relato, no siempre confiable) se dio cuenta de que tenía entre manos un libro sobre sus escritores favoritos (muertos) y que escribiría sobre ellos sin necesidad de justificarse por los números redondos. ¿Qué importaba si se cumplía un lustro, una década o un siglo desde el nacimiento o la muerte de un escritor? El resultado: una serie de breves síntesis biográficas, en que Vila-Matas aborda la anécdota vital con un gran sentido crítico y analítico de la literatura creada por sus autores predilectos (así como de la relación entre sus biografías y sus obras): Cesare Pavese, Ramón del Valle-Inclán, Joseph Roth, Georges Perec, Patricia Highsmith, Stéphane Mallarmé, Virginia Woolf, Paul Celan, Macedonio Fernández, Robert Walser, Marguerite Duras y Fernando Pessoa, entre otros.
De este modo, a través de una textualidad híbrida, posmoderna y muy breve —alrededor de quinientas palabras—, que transita, como es bastante habitual en él, entre la narración y el ensayo, entre la realidad y la ficción, Vila-Matas creaba lo que llamo aquí la «contraefeméride»: no se necesita aniversario alguno para recordar, por añadidura, a una serie de autores inauditos, extraños, «raros». El propio Vila-Matas alude a ello en el artículo «Bolaño en la distancia», cuando pone en palabras del crítico Juan Antonio Masoliver una tendencia de su amigo Roberto y de sí mismo: la defensa de la extravagancia. Vila-Matas se permite al respecto un comentario que refleja bastante bien el espíritu —la estructura— de Para acabar…: «Extravagancia […] entendida como la transformación de uno mismo en un “personaje literario”. Vida y literatura abrazadas como el toro al torero y componiendo una sola figura, un solo cuerpo» (p. 244). Tauromaquia de la que hablara también Michel Leiris y a la que nos expone permanentemente en sus comentarios literarios Vila-Matas, partiendo por las historias de artistas shandys que cuenta en Historia abreviada de la literatura portátil.[ii]
La extravagancia, o lo que otros llaman la rareza, también el «malditismo» (Vila-Matas nos regala su propia lista en «Selección personal de malditos»), están presentes asimismo en Bartleby y compañía (2000), quizá su libro más conocido, en donde hace un exhaustivo relato de escritores que dejaron de escribir o que nunca escribieron (este último tipo de ágrafo maldito está muy bien caracterizado en la figura de Pepín Bello). Los escritores allí mencionados por Vila-Matas no tienen que envidiarle sus excentricidades a los que antes fueran compendiados por autores como Pere Gimferrer (Los raros, 1985), Rubén Darío (Los raros, 1896) o Paul Verlaine (Los poetas malditos, 1884). Como sus precursores, Vila-Matas se proyecta en los retratos de otros. La compilación de un grupo de raros, excéntricos, malditos o escritores que se niegan a escribir entraña una reflexión sobre la personalidad literaria de su autor. Al respecto, me parece que un texto clave de Para acabar… es el que dedica a Ramón del Valle-Inclán, donde presenta dos polos de la imagen autorial: la del escritor gentleman o profesional y, en el otro extremo, los «raros», por los que no esconde su debilidad:
Me entero por Juan Villoro de las palabras del escritor argentino César Aira que, […] en una reciente entrevista, se refiere al mito literario que domina nuestro fin de siglo, el del escritor gentleman, profesional, que no confunde los libros con su persona y desdeña el carisma como prolongación de la obra. Mendoza, Muñoz Molina, Millás y Marías, por ejemplo, ilustran a la perfección entre nosotros este modelo fin de milenio. Están alejados de Gómez de la Serna, que recitaba desde el lomo de un elefante, o de Valle-Inclán, que se quejaba de que no le permitían subir al tranvía con dos leones (p. 389).
Valle-Inclán es para Vila-Matas uno de los mejores autores españoles del siglo xx, dueño de una «escena», actor, en palabras de Unamuno, de la «farándula» (p. 389). En cuanto al colorido panorama valleinclanesco, no puede sino lamentar la imposición finisecular de aquel otro modelo despersonalizado, contenido y reacio a la gestualidad:
Me entero por Juan Villoro de las palabras de César Aira que proclama que tanta formalidad nos está privando de opciones creativas, circenses, lo que hace que los raros que tanto entusiasmaron a Darío, y los rarísimos del tipo de Raymond Roussel o Felisberto Hernández o José-Miguel Ullán o Licofón [sic] (el oscuro) o Medina Medinilla (el invisible), y ya no digamos Silverio Lanza o el payaso loco que atendía al nombre de Gombrowicz o al hombre que se hacía pasar por Pessoa o el asaltante de caminos que decía llamarse Lautréamont, pertenezcan a la raza de los perdedores y convidados de piedra de la historia literaria: la historia más interesante jamás contada, la historia de los que pensaban —y con ellos lo pienso yo ahora— que el reloj de la vida se ha detenido hace un momento y ya nadie está en el mundo, por mucho que la teología sea seria y el infierno esté realmente abajo y el cielo arriba. Éxtasis, pesadilla, sueños en un nido de llamas (p. 390).
Cabe hacer notar la repetición «Me entero por Juan Villoro» y la red de citas que Vila-Matas suele tender para abordar el tema: no es él mismo quien se refiere al nuevo modelo de escritor, sino Aira, y Aira llega a él citado por Villoro, ambos autores a los que aprecia, como antes citaba a Masoliver aludiendo a Bolaño. Es así como no sólo en los contenidos de sus libros hallamos constelaciones, sino también en sus modos de enunciación, en que la intermediación literaria y los juegos de espejos son constitutivos del discurso literario. Cuando digo «constelaciones» pienso particularmente en la lectura que la crítica Graciela Speranza hace de Walter Benjamin, en un libro centrado en las artes visuales contemporáneas, con las que la escritura vilamatiana forma parte de una misma cartografía accidentada y luminosa. Escribe Speranza:
Las constelaciones del arte contemporáneo parecen haber nacido para albergar el abigarrado paisaje de restos del siglo xxi, pero la metáfora astronómica tiene una larga historia en el pensamiento moderno que destella hasta nuestros días desde las inagotables iluminaciones de Walter Benjamin. «Las ideas son a las cosas lo que las constelaciones son a las estrellas», escribió en el prólogo metodológico a su tesis de 1925, El origen del drama barroco alemán, y nombró allí por primera vez una herramienta conceptual capaz de mediar entre los más mínimos fenómenos históricos y las ideas que podrían describirlos, congregarlos sin eclipsarlos y «redimirlos» atendiendo a la configuración de las relaciones espaciales que los reúnen: «Las ideas son constelaciones eternas y, al captarse los elementos como puntos de tales constelaciones, los fenómenos quedan divididos y salvados al mismo tiempo» (p. 189).
Un planteamiento muy similar se encuentra unas décadas más tarde en los ensayos borgianos: el escritor convocaría tempranamente un concepto similar en su ensayo «Kafka y los precursores», donde describe constelaciones literarias y estéticas, mapas de autores nunca antes vistos, figuras que agrupadas cobran un nuevo sentido o significación.[iii] Este ejercicio, por cierto, reúne sin jerarquizar ni opacar cada uno de los elementos que forman parte de una constelación, donde los distintos elementos gozan de un brillo y una vida propias. Constelar es un ejercicio similar al descrito en otros términos por el crítico Cristian Crusat, quien, siguiendo al investigador Francisco García-Jurado, reivindica la idea de una «historia no académica de la literatura»: «Un tipo de relaciones entre autores, de carácter dialógico, que va más allá del tiempo y que se articulan según diferentes tensiones, entre las que se plantean las de cosmopolitismo y localismo, conocimiento y opinión, tradición clásica y tradición moderna o autores raros y autores universales» (p. 31).