POR AGUSTÍN SÁNCHEZ VIDAL

En 1991 Theodore Roszak publicó su novela Flicker, que en 2017 ha sido traducida, por fin, al español con el adecuado título de Parpadeo. En una primera lectura podría pasar por un thriller conspirativo como los que luego urdiría Dan Brown, sólo que mucho más irónico e inteligente. Pero, en realidad, bajo esa apariencia lo que subyace es una historia secreta del cine, un apasionado alegato sobre su poder de fascinación.

El título se refiere al característico parpadeo de los proyectores en las salas oscuras, mediante el mecanismo de la cruz de Malta. Gracias a él se consigue la alternancia entre la luz y la oscuridad que, debido a la persistencia retiniana del ojo, permite a las imágenes fijas contenidas en la película cobrar movimiento en el cerebro del espectador. Es decir, el paso de la fotografía, que detiene el tiempo, al cine que lo esculpe, y de la congelación de la vida a su reproducción.

En el libro de Roszak ese dispositivo técnico se convierte en el trasunto moderno de la batalla ancestral entre la luz y las tinieblas, entre el bien y el mal, en su lucha por conquistar el mundo. Y remite a los cátaros medievales o, remontándose todavía más atrás, al maniqueísmo de origen persa y a las creencias dualistas cuyo rastro se pierde en la noche de los tiempos.

Carlos Saura acaba de publicar una novela titulada Ausencias por alusión a los desórdenes neurológicos que aquejan a sus dos protagonistas, Mario y Elena, y los transportan hasta brumosos estados de conciencia de los que suelen regresar con la mente alterada o en blanco. En una de sus páginas, ya bien avanzado el relato, ella le cuenta a él cómo hubo de asumir su dolencia, una variante de la epilepsia, que la envolvía en un «aura», una especie de limbo donde se extraviaba. Todo empezó al recibir el impacto luminoso de los flashes fotográficos, hasta que un día, viendo la televisión, perdió el conocimiento y se desplomó en su casa. En el hospital le explicaron que debía cuidarse de los estímulos que desencadenaban ese proceso, como «las luces fuertes, especialmente de los flashes de las cámaras, y el flickering de las películas proyectadas en los cines, de los antiguos monitores de televisión, de las luces fluorescentes cuando se gastaban y parpadeaban…».

De ese modo retoma y prolonga Saura otros escritos suyos anteriores, en los que reflexionaba sobre cuestiones similares: «Vivimos entre luces y sombras, entre fotografías del pasado e imágenes del presente y nos aplicamos para que el futuro sea lo mejor posible. Ese instinto de supervivencia y territorialidad no es más que un impulso vital para seguir viviendo entre la luminosidad del día y la oscuridad de la noche, y entre ambas, la penumbra de los sueños y los fantasmas de la imaginación… El cerebro es un espejo múltiple en donde se reflejan las imágenes. Presente, pasado y tal vez un atisbo del futuro… Un parpadeo y podemos guardar en nuestro cerebro esa imagen reflejada e invertida en nuestro álbum imaginario de la memoria, memoria evanescente, volátil y olvidadiza».

1. LA TRAMA
Pero comencemos por el principio y resumamos el argumento de Ausencias. El protagonista de la novela es Mario Romero, abogado de una importante empresa constructora. En lo personal, atraviesa una mala racha y se ha refugiado en el trabajo para superar la muerte de su amante chicana María Estévez, que trabajaba en una de las oficinas de las Torres Gemelas contra la que se estrelló el avión de American Airlines en el atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001. Esa sobrecarga en sus ocupaciones ha acentuado antiguos desarreglos neuronales, que se traducen en «ausencias» durante las cuales pierde el contacto con la realidad exterior y se extravía en sus recuerdos, obsesiones u otras imágenes inquietantes. Para tratar de superarlo, y por consejo de su hermana Teresa, en el momento en que se inicia la narración ha ingresado en una residencia.

En ella hay otros pacientes, como Elena Arroyo, por la cual se siente atraído, y a quien los episodios de epilepsia conducen a similares «ausencias» a las suyas. Como en una especie de juego, empiezan a inventar una historia a dos manos, protagonizada por una pareja —Alba Suárez y Julián Sánchez Bernal—, en la que proyectan sus respectivas vivencias. A través de esos dos personajes interpuestos irán acompasando su propia relación y averiguando el pasado del otro, ya que, a medida que avanzan en su relato, cada vez se van pareciendo más a ellos mismos.

El trasfondo que se perfila de un modo confuso es un crimen cuya víctima ha sido el traficante de armas Martín Posadas, que apareció tiroteado en un coche. Mario se ha visto envuelto en esa maraña al pedirle su amigo Pedro Aladrén que asesore a la viuda, Beatriz Posadas, en la venta de la colección de cámaras fotográficas del difunto. El abogado —coleccionista él mismo de esos aparatos— accede para hacerse con un ejemplar que codicia, una Ernemann Ermanox que un individuo a quien entonces no conocía —y resultó ser Martín Posadas— adquirió delante de él en una tienda que frecuentaban ambos.

En esa misma órbita de intereses se mueve su obsesión por un libro de la fotógrafa americana Diane Arbus al que le falta una página que alguien ha arrancado. Al tratar de imaginar su contenido durante los duermevelas y las «ausencias», Mario reconstruye la escena de la muerte del traficante de armas a la manera de la crónica de sucesos de Weegee the Famous o de una película americana de gánsteres. Sólo que incluyendo en la escena a sus conocidos, ya que dicho crimen parece implicar a Beatriz Posadas, quizá a su amigo Aladrén —que lo ha puesto en contacto con ella— y también a la propia Elena Arroyo. Porque las dos mujeres se conocían, y se rumorea en la residencia que esta última ha matado a un hombre en uno de sus ataques de epilepsia. Las sospechas del abogado aumentan cuando la viuda muere envenenada.

El trasfondo familiar de Elena Arroyo sale a relucir cuando Mario examina la cámara Ernemann Ermanox y encuentra en su chasis filmpack una foto y una nota del abuelo de ella, un judío alemán que se dedicaba a la importación y exportación de aparatos fotográficos y que murió en el campo de concentración de Dachau. Además, a través de una serie de indicios, terminará averiguando, asimismo, que Elena vive con Pedro Aladrén. Lo que lo lleva a pensar que quizá hayan tramado juntos la muerte de Martín Posadas y su viuda, ya que hay en juego una importante cantidad de dinero oculta en paraísos fiscales. Cuando tanto Mario como Elena son dados de alta en la residencia, él descubre que ella y Aladrén se disponen a tomar un vuelo al Caribe. Aún le da tiempo para sorprenderlos en el aeropuerto de Barajas y ver cómo son abatidos por los disparos de dos individuos. Al regresar a su casa, en la sierra de Madrid, recibe una carta en la que Elena le confiesa que su atracción y afecto no eran fingidos, sino reales, y que estuvo a punto de dejarlo todo por él.

2. EL VENENO DE LA FOTOGRAFÍA
La anterior sinopsis —incluidos los spoilers, como se dice ahora— deja mucho que desear a la hora de hacerse una idea adecuada de la novela. Ésta se desarrolla a menudo entre las brumas e incertidumbres de las «ausencias» y el duermevela, con su protagonista deambulando por entre un laberinto de espejos, encrucijadas sonámbulas y fotos desvaídas. La trama sólo proporciona indicios aproximados respecto a su armazón o pretextos argumentales. Porque, en paralelo, se despliegan otros dispositivos que la jalonan, matizan o cuestionan. Además, hay una serie de imágenes que pautan los epígrafes o capítulos. Son dibujos del propio Saura, en los que trata de captar lo esencial de las cámaras mencionadas a lo largo del texto, como si fueran retratos de otros tantos personajes, con su propio índice, al final del libro.

Y, de ese modo, desfilan la Speed Graphic con su flash de bombilla, de cuyo fogonazo se servía Weegee the Famous para dramatizar la crónica de sucesos (alardeaba de haber fotografiado cinco mil crímenes); la Rolleiflex 6 x 6 con la que Diane Arbus iba componiendo su friso de frikis, quizá ensayando su propio nicho y catafalco de cara al suicidio, cuando se abrió las venas en la bañera; la Ernemann Ermanox y su inmaculado objetivo Ernostar, ese ojo de cíclope tras el que acechan las gafas de pasta negra de Erich Salomon, que inventó el reportaje fotográfico y murió en Auschwitz; las Leicas en toda su variedad y leyenda: con el objetivo Elmax, con el obturador Compur, con sus pleitos de patentes que la enfrentaron a la todopoderosa Zeiss Ikon; la sueca Hasselblad, que empleó, entre otros muchos, Edward Weston; la pura artesanía de la Ebony, hecha de encargo una a una, con su caja de ébano y el reluciente titanio de las articulaciones, tornillería, herrajes y tirantes que protegen el fuelle…

Para qué seguir… Esta novela no sería la misma sin la pasión de Saura por la fotografía y su propia colección de más de seiscientas cámaras. Y son esas consideraciones o historias en torno a ellas las que le proporcionan algunos de sus mejores momentos. Por ejemplo, cuando Mario se refugia en la casa que su hermana Teresa tiene en la playa, baja hasta el mar y ve venir por la orilla a otro solitario que, al igual que él, lleva una cámara. Al intercambiar experiencias sobre la afición que comparten, su interlocutor dice llamarse Julián Sánchez Bernal. Es decir, que es en él en quien se ha inspirado Mario para el protagonista de la historia que está tramando con Elena Arroyo en la residencia.

Julián asegura que algunos de los productos químicos utilizados en los laboratorios fotográficos son venenosos. Como los ferrocianuros para los virajes, de los que se podía extraer cianuro potásico, uno de los tóxicos más letales. O la hidroquinona de los reveladores, que ha resultado ser cancerígena. Incluso las lentes de algunos objetivos se dice que están fabricadas con arenas radioactivas. Datos estos que hacen pensar, inevitablemente, en el saturnismo y otras intoxicaciones de algunos pintores debidas a los pigmentos empleados en sus paletas. Y, en concreto, las atribuidas a Goya y sus alucinadas Pinturas negras, de las que hay ciertos ecos en Ausencias cuando Mario ha de afrontar sus propios fantasmas como una actualización de las alborotadas multitudes goyescas, y que ahora derivan de los flashes de los fotógrafos que lo persiguen en sus delirios.