POR MARTÍN PRIETO

Recordando el gravitante paso de Rubén Darío por Buenos Aires a fines del siglo xix, donde escribió y publicó Prosas profanas y Los raros, el narrador y periodista Roberto J. Payró anotó que «en los centros intelectuales se rugía en pro o en contra» del autor de Azul…: «Pero ­—¡oh, primer milagro!­— todos trataban de escribir mejor».[1] Cuando el adjetivo comparativo «mejor» se declina, como es el caso, en relación a un modelo, que es el superlativo «óptimo», la tarea parece vana, pues el lugar al que se quiere llegar escribiendo «mejor» ya está ocupado por quien escribe «óptimo». Que es el modelo irremplazable. Darío lo entrevió de inmediato: «Quien siga servilmente mis huellas, perderá su tesoro personal y, paje o esclavo, no podrá ocultar sello o librea».[2]

En efecto, los buenos y muy buenos poetas modernistas argentinos no han podido, en obras que tienen ya más de cien años de duración, desentenderse del modelo al que, en el mejor de los casos, acompañan como guardia florida o imperial.

Un fenómeno de tal magnitud no volvió a suceder en la literatura argentina hasta la irrupción del Borges cuentista: todos trataron de escribir mejor. Pero no siempre en relación a sus propias capacidades y sensibilidades, sino al modelo influyente. Muchos, muchísimos, buenos y muy buenos cuentistas que dan la sensación de que a partir de mediados del siglo xx el género rodea la torre de la excelencia. El gran poeta chileno Raúl Zurita lo apostrofó en una entrevista, preguntado por los poetas argentinos: «Creo que, en comparación a los narradores, los poetas argentinos se han ido para adentro, se han inhibido, han optado por un tono menor. Yo creo que la gran poesía argentina está en su narrativa. La gran poesía argentina hay que buscarla en los cuentos de Borges».[3]
Ampliado, el cuadro de esos grandes cuentistas debe incluir también a Julio Cortázar, a Silvina Ocampo, a Adolfo Bioy Casares, a Rodolfo Walsh. Y, hacia abajo, una lista que se amplía hasta la desesperación. Pero cuando todas las bibliotecas del mundo se hundan en el fondo del mar y envíen a un submarinista especializado en literatura argentina a salvar los más importantes libros de cuentos de autores argentinos es posible que el entusiasta nadador, acompañado por el retintín del dictum del poeta chileno se zambulla acompañado por una red enorme. Pero es seguro que cuando los monstruos marinos, los abismos, las corrientes, las fantasías, el terror, lo vayan obligando a ir perdiendo peso para volver a la superficie, finalmente emerja con dos pequeños volúmenes empuñados en una de sus manos: Ficciones y El Aleph. Y con la certeza de que cada uno de los que fue dejando caer estará encerrado y aun previsto en los dos libritos que acaba de salvar y que entonces aquéllos no se pierden, porque dadas artificialmente las condiciones de composición (admiración, influencia, dictado) un eximio restaurador podrá, si es que hiciera falta, volver a escribirlos. El problema es que, a pasado y a futuro, no todos los cuentistas argentinos se concentran ni como antecedente ni como proyección ni como familia en esas dos miniaturas borgeanas.

La narrativa argentina del siglo xx, en perspectiva histórica, se construyó a partir de un par opositivo: Borges y Roberto Arlt. La revista Sur, laboratorio de los ensayos y ficciones borgeanas durante los años cuarenta y cincuenta, fue completamente refractaria a las extraordinarias narraciones de Arlt. Y la revista Contorno, a mediados de la década de los cincuenta, construyó una renovada y provocadora imagen de la literatura argentina que orbitaba alrededor de la figura de Arlt —y consecuentemente dejaba caer, como lastre, la de Borges—. Confirmando el malestar opositivo, Borges —si nos atenemos (y no hay razón para no hacerlo) a la verdad del diario de Adolfo Bioy Casares en el que registra sus conversaciones con el autor de Ficciones— despreciaba a Roberto Arlt. En términos personales: «Era un malevo desagradable, extraordinariamente inculto. […] Era un imbécil. […] Era muy ignorante […] Era un animal».[4] Pero también, en una entrevista, en términos literarios: «No escribía muy bien, salvo El juguete rabioso… después se vino abajo».[5] La seguidilla de diatribas fue proferida desde fines de los años cincuenta, cuando entrevió que su imperio, construido a golpes de estrategia y talento descomunal, en el mismo momento en que empezaba a adquirir dimensión internacional (premios, traducciones, conferencias), se debilitaba en casa. No tanto por la posición extrema de los contornistas (a los que habrá desestimado, en cualquier orden, por marxistas, existencialistas, universitarios y de clase media, casi todos hijos de inmigrantes), sino porque esas manifestaciones si no vulneraron finalmente los términos de autoridad que impuso su obra, sí los desestabilizó en algún sentido por valores que podían ser vistos como complementarios en el mejor de los casos, o directamente contradeterminantes, representados por la obra de Arlt. A la imaginación y a la síntesis, el realismo expresionista y la hipérbole. Así se habían planteado los términos. Así los había planteado Borges, de manera afirmativa en cuanto al primer par. Y así lo habían planteado los contornistas, en cuanto al segundo. La noticia, a fines de los años cincuenta, no es ya que los jóvenes lean a Arlt. Pues también puede pensarse, en los términos de un verosímil matemático, que dos opuestos, por contraste, se contienen el uno al otro y que, en todo caso, lo que hicieron los contornistas fue develar el opuesto que estaba contenido en el programa propositivo de Borges. Y que, al fin, hubiera dado lo mismo si la historia (no sólo literaria) hubiera funcionado al revés. Que se hubiese impuesto en toda la línea el programa arltiano, con sus magníficas novelas como fuerza de choque, y que unos jóvenes belicosos, unos años después develaran su tan valioso opuesto: el poco leído hasta entonces y casi despreciado Jorge Luis Borges, de quien Arlt, en las tertulias literarias realizadas en los bajos fondos de Buenos Aires podría haber dicho, sintéticamente: «Era un mamengo».

Creo que en verdad lo que altera el humor de Borges en relación a Arlt (cuya primera novela, El juguete rabioso, leyó y valoró y, aun, le inspiró el cuento «El indigno», uno de cuyos personajes se llama Alt) es que inmediatamente después de su reinserción en la conversación literaria por parte de los contornistas, los nuevos jóvenes narradores que empiezan a publicar en los años sesenta no toman partido por él. Pero tampoco por Arlt. Sino por los dos a la vez. Por el mamengo y por el animal. Convierten a Arlt no ya en su previsto antónimo, sino en su incómoda compañía. El primero de todos, Juan José Saer: «A partir de 1955 Arlt y Borges entraron en mi vida, como en la de tantos lectores de mi generación, a la que le tocó hacer la síntesis de esos dos grandes escritores, considerados hasta entonces por buena parte de la crítica como irreconciliables: se estaba por uno o se estaba por el otro».[6]

 

En la zona, su primer libro de relatos publicado en 1960, cuyas «audacia» y «máxima radicalidad» —las justas notas las pone Aníbal Jarkowski—[7] se basan, entre otras cosas, en el modo en el que, entre realismo, invención, personajes, sintaxis, se vale de esas dos tradiciones, entre otras, para construir, por momentos en solitario, el futuro del género en la literatura argentina, cuyas marcas hoy cabe buscar menos en aquellos primeros cuentos al fin aun juveniles y tentativos que en la sección «Argumentos» de su libro La mayor, de 1976. Allí es posible, creo yo, leer la liquidación del cuento como género en la literatura argentina, cuyo origen virtuoso debe buscarse en los cuentos «de fórmula», los cuentos clásicos, por decirlo así, «a lo Poe», esos que hay que leer para aprender a escribir un cuento (un ejercicio, hoy, completamente innecesario), que escribió Horacio Quiroga, otro de los impugnados por el sistema borgeano: «Quiroga. El peor escritor del mundo» anota Bioy Casares en su diario.[8] Menos, tal vez, en sus libros más conocidos, que son a su vez los más escolarizados, que en el proverbial Los desterrados, de 1926, donde no sólo ejercita el género con maestría, sino que, a la vez, lo desestabiliza en la nouvelle que acompaña a los cuentos formalmente más convencionales. Sólo por ese libro, el submarinista debería tirarse de nuevo al agua. Pero en la misma zambullida deberá traer El jorobadito, de Arlt, de 1933. Por el cuento que da título al libro, por «Ester Primavera» («su nombre amontona pasado en mis ojos»), por la compleja dualidad fantástico realista de «La luna roja», por el impactante e hiperbólico comienzo de Las fieras, «No te diré nunca cómo fui hundiéndome, día tras día, entre los hombres perdidos, ladrones y asesinos y mujeres que tienen la piel del rostro más áspera que cal agrietada».[9] Y por su reconcentrada galería de personajes de avería, artltianos de profundidad, con sus nombre de sonoridad enceguecedora (Guillermito el Ladrón, Uña de Oro, el Pibe Repollo) que se reúnen en el bar Ambos Mundos. Que es el mismo nombre que tiene el bar en el que se reunirán, muchos años después, Emilio Renzi y otros personajes de Ricardo Piglia, varios de ellos inspirados en los de Arlt, aunque los de este último no lean, como los de aquél, a Brecht, a Marx ni (mucho menos) a Roberto Arlt. En la obra de Piglia, como en la de Saer, es posible distinguir las dos matrices rectoras de la narrativa argentina del siglo xx: Borges y Arlt. Pero mientras en la de Saer —y hacia allá vamos— las marcas son elusivas y están además afectadas por otras menos evidentes, menos conocidas, que desbalancean positivamente la ecuación, en Piglia la operación muchas veces salta a la vista. Y es probable entonces que aquel eximio restaurador de la cuentística argentina, con los ejemplares de El Aleph, Ficciones y El jorobadito a mano pueda reconstruir los libros de cuentos de Piglia. Pero no contemos demasiado con su pericia y pidámosle al submarinista, por las dudas, que extraiga de las profundidades un ejemplar de Prisión perpetua. No sería justo que si falla el restaurador, los lectores del futuro se pierdan a Steve Ratliff.