POR DAVID MEDINA PORTILLO
La idea de ensayo expuesta en estas páginas está lejos de toda intención conceptual. En este sentido, no pretendo entrar en una definición sobre qué es o no es un ensayo, intentando definir la forma o el género desde una perspectiva teórica o ideológica y, menos, desde la perniciosa interacción de ambas. Algo raro sucede cuando hasta la discusión sobre los géneros literarios se convierte en una oportunidad para la militancia. Me interesa más bien la práctica del ensayo a partir de quienes la realizan en sus diferentes formas y circunstancias y, sobre todo, la destinada a una lectura también heterogénea y múltiple, más allá del gremio o posible filiación de quien escribe. Imposible ocuparse de todos y cada uno de los ensayistas mexicanos que han publicado en las pasadas dos décadas y media. El tema, en realidad, da para un libro, pues el periodo coincide con una de las épocas más significativas en nuestro país y no sólo en él. Tras más de setenta años de un partido de Estado ejerciendo el poder, el cambio de siglo trajo la alternancia política a México. Hay quien puede pensar que ahora la alternancia derivó en una práctica democrática limitada sólo a su carácter procesual, pero que todo siguió igual en términos de desarrollo e igualdad, incluso peor, dados los altísimos índices de violencia e inseguridad producto de la guerra contra y entre el mismo narco. Antes de esto, la década de los noventa fue una de las más convulsas vividas en la historia del México moderno, con los asesinatos políticos, consecuencia de las disputas internas del partido en el Gobierno; el levantamiento armado en 1994 del neozapatismo, encabezado por el subcomandante Marcos; las crisis severas de una economía entre las primeras en experimentar los estragos de la quiebra en un mercado sin restricciones, etcétera. El radicalismo millennial quiere ver en esa década un periodo de distracción cómplice, cuyo consumismo globalizado, en combinación con un escenario cultural anodino, cumpliendo apenas como simple telón de fondo de la hegemonía priista, olvida o sencillamente desconoce los altos costos para alcanzar la alternancia democrática en nuestro país. No, aquí no se experimentó ninguna etapa próspera equivalente a la vivida por un orbe dictado desde la derecha reaganiana y thatcheriana ni desde la posterior, y aún más próspera, marcada por una izquierda globalizada a lo Tony Blair, Bill Clinton o Felipe González. Juzgar esa década en México desde la óptica de quien despierta de aquel sueño próspero es una impostura, acorde con un progresismo biempensante pero extraviado.

Me ocupo apenas de la semblanza rápida de los ensayistas cuya presencia y obra han determinado la práctica del ensayo en este cambio de siglo. Insistiré varias veces en que, al hablar de determinados autores, aludo a ellos como encarnación del ensayo orientado al público. Ahora bien, con frecuencia el ensayo se identifica natural aunque no necesariamente con el ejercicio de la crítica literaria, política, cultural y de historia ideas; por lo mismo, algunos textos o autores que menciono no son del terreno literario en sentido estricto —con intereses limitados a la narrativa, la poesía y la glosa de éstas, por ejemplo—, sino críticos de lo público en este país y con un público. No veo razones para no reconocer que Villoro es uno de nuestros mejores ensayistas en la actualidad, pero tampoco tengo dificultades para leer con el mismo placer las páginas médicas de González Crussí, los ensayos biográficos e intelectuales de Jesús Silva-Herzog Márquez o la Biografía del poder, de Enrique Krauze. A su vez, no puedo con páginas criptohermenéuticas cuyos recursos se asumen y presumen como la única y legítima alternativa crítica del comentario ensayístico. Incluso en una era de evidente crisis y paulatina desaparición de la prensa y demás medios impresos, esa exégesis parece condenada al aula o, en su caso, al portal especializado cuya sola exposición en la red crea la ilusión de una lectura, aunque nunca equivalente —salvo contadísimos ejemplos— a la del escritor no especializado cuya tradición (si se quiere antes que él) ha generado un público. Curiosamente, cuando uno de esos criptohermeneutas quiere opinar, acude al terreno de la opinión pública, impresa, teleauditiva o de la web. En México, el ejercicio ensayístico que me interesa es aquel que interpela a un lector lo más diverso posible y, en esa medida, recibe un número de lectores también amplio. Eso explica por qué la mejor crítica literaria de nuestros días ha sido practicada como una escritura también viva, es decir, como un ejercicio enlazado al ritmo de la realidad inmediata en lugar del confinamiento característico de la cátedra o las privilegiadas reservas de los profesores, siempre armados de teorías y conceptos e inclinados a legitimar sus ideas sobre la base de cualquier sistema en lugar de la simple impresión del crítico y el literato.

Hace veinticinco años se publicó El centauro en el paisaje, libro con el que Sergio González Rodríguez (1950-2017) fue finalista del Premio Anagrama de Ensayo 1992. Con excepción de Octavio Paz —sin duda el autor más importante en la historia del género en nuestro país y quien por esas fechas publicó también La otra voz y Convergencias— o Carlos Fuentes, los ensayistas más conocidos de aquel entonces pertenecían a la generación de los cincuenta: Gabriel Zaid, Alejandro Rossi, Salvador Elizondo, José de la Colina, José María Pérez Gay, Juan García Ponce, Carlos Monsiváis, Sergio Pitol y Margo Glantz, entre otros. Los de generaciones más jóvenes se repartían escribiendo en alguna de las dos revistas más importantes de la década, Vuelta y Nexos. En la primera colaboraban Enrique Krauze (1947), Guillermo Sheridan (1950), Eduardo Milán (1952), Adolfo Castañón (1952), Fabienne Bradu (1954), Juan Villoro (1956), Christopher Domínguez Michael (1962), etcétera; por su parte, en la segunda escribían Héctor Aguilar Camín (1946), José Joaquín Blanco (1951), Rafael Pérez Gay (1957), Luis Miguel Aguilar (1956) y el mismo Sergio González Rodríguez, por destacar algunos.

No lo sabíamos entonces, pero en los noventa vivimos la última gran época de la cultura impresa, con una intensa actividad cultural y literaria animada aún por la experimentada labor de las editoriales, suplementos y revistas culturales de una república de las letras. En efecto, para muchos de mi generación las editoriales mexicanas e hispanoamericanas fueron nuestra verdadera universidad. En este sentido, leer un título del Fondo de Cultura Económica (FCE) era acceder no sólo a una fuente bibliográfica más, sino entrar en contacto con una realidad viva del pensamiento y la literatura contemporáneos. Era leer un título de Béguin y saber, por ejemplo, que la traducción había sido cotejada por Antonio Alatorre. Más todavía: enterarnos de que en ese viaje de Béguin a nuestro idioma algo tuvo que ver Reyes y, asimismo, que el cuidado editorial pudo estar a cargo de alguien como Juan José Arreola, Alí Chumacero o Tomás Segovia, insólitos «correctores» de la casa a mediados del siglo pasado. Claro, no me tocó vivir aquella época cuando, por los pasillos del Fondo, uno se cruzaba con varios de los hoy clásicos de nuestras letras. Sin embargo, para alguien que como yo arribó a la mayoría de edad en los ochenta, la resonancia acumulada de varias generaciones (de Alfonso Reyes a Antonio Alatorre, Guillermo Sheridan y Christopher Domínguez, por ejemplo) colmaba el aura de esa galaxia de la creación y la reflexión llamada FCE. Sin duda, esta casa editorial es un caso destacado entre otros donde, tras las páginas de un libro, corrían las arterias de una tradición aún viva al inicio de aquella década de los noventa.

Si el FCE había sido un modelo del libro hispanoamericano más allá de toda coyuntura, a comienzos de los años noventa la comunidad de revistas y suplementos culturales aún era también una de las estaciones obligadas de toda vocación literaria y cultural. Junto con las voces universales de rigor, esta comunidad abría sus páginas a los jóvenes de nuestra geografía lo mismo que a las obras en curso de celebridades traídas de otras lenguas. Muchos leímos así no sólo el poema más reciente de Tedi López Mills, sino también un texto inédito de Álvaro Mutis o Salvador Elizondo, otro de Juarroz, más traducciones de Montale, George Steiner o Hugh Kenner. Los cubículos de las redacciones propiciaban una red de lectores y colaboradores naturalmente conectada entre diarios y revistas. De algún modo, la ronda de las generaciones de la que habló Luis González y González (1925-2003) cobraba vida y en la cadena de los relevos y las asociaciones había una línea que, digamos, pasaba por Sur, Plural y La Gaceta del FCE hasta llegar a Vuelta. Otra se entendería de La Cultura en México y la Revista Mexicana de Literatura a los suplementos Diorama de la Cultura, Sábado, de Unomásuno, y La Jornada Semanal. En mayor o menor medida, todas estas publicaciones configuraban una comunidad enlazada con otros países e idiomas por la sencilla razón de que la curiosidad de sus asiduos aún no se veía afectada por los demonios de la especialización.

La creciente influencia del cambio tecnológico de finales de siglo coincidió con el ascenso de una nueva concepción de la cultura que afectaría a todas las esferas del saber y el hacer y donde el arte y la literatura no estaría exentos. Es ilustrativo a este respecto contrastar a las dos publicaciones que sintetizaron el paisaje intelectual de la época. Vuelta, dirigida por Octavio Paz, era la representante destacada de una modernidad tardía, con base en una tradición universalista esencialmente literaria. Por su lado, y como había anunciado desde el editorial de su primer número en enero de 1978, Nexos suscribió un ideario donde la literatura dejaba de ser el centro de la vida cultural en México en favor de una concepción más bien multidisciplinaria y, diríase hoy, horizontal:

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