POR AMELIA PÉREZ VILLAR

La casa, esa palabra que encierra tanto con tan pocas letras: hogar, edificio, refugio, propiedad familiar y de ahí, familia en sí misma, estirpe. Lo afirma así el gran Edgar Allan Poe en su famoso relato «La caída de la Casa de Usher» cuando habla de «la transmisión constante de padre a hijo del patrimonio junto con el nombre» y la identificación de ambos, que se funden en el título originario del dominio en esa denominación «que parecía incluir la familia y la mansión familiar». Muchas veces, al concepto de casa como realidad concreta, como ente físico o arquitectónico, con presencia objetiva y mensurable, se añade otra idea que la complementa y la llena, que sustenta la casa no de manera vertical, como los cimientos, uniéndola a la tierra, sino de manera transversal, que hace que perdure a lo largo del tiempo: la estirpe, la familia. La casa familiar ya estaba cuando llegamos, y seguirá ahí cuando nos marchemos de este mundo. Nos sobrevive y nos trasciende. Y de ahí procede y bebe la literatura gótica inglesa, pero también gran parte de la literatura en general. Y de ahí, también, que los conceptos de casa y familia vayan muchas veces acompañados de otro, no tan sencillo de comprender ni de abarcar: la fatalidad, el destino. El destino que fue maldición o profecía en el castillo de Otranto y que en historias contemporáneas habla de incluso del hijo descarriado que hace peligrar la hacienda y hasta el apellido, porque queda en entredicho su capacidad para transmitir la propiedad y evitar que salga de la familia, y hasta la posibilidad de aportar un heredero como Dios manda.

El castillo de Otranto es la novela fundacional del género gótico. Su nombre viene de la segunda edición de la obra: la primera nos la ofreció Horace Walpole como la traducción, de la pluma de un tal William Marshall, de un manuscrito en italiano de Onuphrio Muralto, pero en la segunda decide desenmascararse y se revela como autor de la novela que subtitulará «Un relato gótico». Había hecho falta que la obra se asentara, se diera a conocer como una historia que sucede fuera, en otro país, uno de los conceptos clave del gótico además de los castillos. El libro comienza el día de la boda del Conrad, hijo del señor del castillo —un joven enfermizo y débil— con la princesa Isabella. Poco antes del enlace, Conrad muere aplastado por un pesado casco que inexplicablemente le cae encima. Su padre, Manfred, el dueño del castillo, teme que se haga realidad una antigua profecía: «El castillo y el señorío de Otranto pasarán a otra familia cuando el auténtico propietario se haya hecho demasiado grande para habitarlo». Quizás la muerte de Conrad marca el principio del fin de su línea de sucesión: ha de tomar medidas, rápidas y expeditivas. Se casará él mismo con Isabella aunque para ello tenga que divorciarse de su esposa Hippolita, que se ha revelado incapaz de cumplir su obligación dándole un heredero adecuado.

El castillo como propiedad familiar, como morada, como refugio, como prisión, y en épocas posteriores transmutado en mansión o casona solariega, es símbolo y esencia de la literatura gótica desde sus orígenes. Es el elemento imprescindible en cualquier escenario gótico que se precie: se recorta sobre las montañas fantasmagóricas o en medio de un páramo desolado, acompañado por la luna llena y aderezado con truenos y relámpagos, con resplandores amarillos sobre el negro, el azul o el cárdeno y salpicado con gotas de lluvia o barrido por una ventisca infernal: las puertas se cierran de golpe, las ventanas crujen, no encajan bien y se abren impulsadas por el empuje incontrolable de la naturaleza, que intenta invadir ese reducto de protección —dudosa, a veces— que es, o debería ser, algo que a veces se designa también con el nombre de «fortaleza».

Así, tras la estela de Otranto, castillo y familia con profecía de destrucción incluida, llegan The Old English Baron, de Clara Reeve (1777-8), que influiría en Mary Shelley y su Frankenstein, y que recurre también al manuscrito encontrado como justificación para su historia y donde se introduce otro elemento interesante en el paso del concepto de casa a estirpe y en la trascendencia del castillo a la morada: introduce el concepto de «el otro» con la figura del hijo del campesino que va a vivir al castillo junto a los hijos de los nobles, algo que veremos medio siglo después en Cumbres Borrascosas y que elevará quizá a su cota máxima Sophia Lee en The Recess, or A Tale of Other Times (1783-5) y novela inaugural de la corriente del «gótico femenino», en el que también se engloba a Emily Brontë: gran paradoja, si pensamos que tuvo que publicar su novela con el pseudónimo de Ellis Bell para que no se notara que era una mujer. La obra de Lee critica los códigos masculinos de representación histórica que rigen la historiografía de las Luces de Hume y, aunque preserva todos elementos góticos plásticos y cosméticos que decoran cualquier novela del género (la acción de desarrolla, en parte, en los subterráneos de una abadía abandonada), también introduce una figura nueva: la de la mujer que participa en intrigas políticas, viajes trasatlánticos o guerras, nos traslada a las colonias y nos pone en contacto con el antagonista: el hombre del sur junto al que crece la protagonista como si fuera su hermana, el escenario cálido, los códigos laxos de comportamiento y la cercanía de ese hermano que no lo es, con la posibilidad de ese incesto que en realidad no lo sería. Otra vez Cumbres Borrascosas. Pero introduce un elemento sorprendentemente moderno: la abducción, que retomará Sarah Waters en 1999 en su novela Afinidad, cuyo escenario es una prisión victoriana para mujeres. Una década después, en 1794, Ann Radcliffe publicará Los misterios de Udolpho, inserta también en la corriente del «gótico femenino» y con profusa dotación de castillos que se caen, paisajes exóticos y escenario extranjero (Francia y norte de Italia) donde nos muestra el castillo como prisión y algo fundamental para la evolución del género: «lo sobrenatural explicado», porque la novela mezcla elementos de terror físico y psicológico, y trata de dar una explicación lógica a cualquier incidente aterrador y aparentemente sobrenatural. Más allá de castillos, criptas y relámpagos, el trasfondo es la historia de un hombre que intenta apoderarse de la fortuna de su mujer, y éste sí que es un auténtico relato de terror: con un tono más amable nos contará hasta la saciedad Jane Austen cómo el pánico a no tener un heredero —varón, siempre varón— condujo a la imposición de leyes por las que las mujeres no podían ser propietarias de las casas y tierras familiares, que tenían que desalojar en favor de algún primo desconocido pero muy varonil al que nadie de la familia conocía, en ocasiones, y que vivía en la otra punta de Inglaterra mientras buscaban acomodo, matrimonio mediante, en cualquier otro lugar. Por desgracia, leyes así han imperado en muchos países civilizados hasta muy, muy entrado el siglo xx, con ligeras variantes.

En El monje («gótico masculino», a la sazón 1796), Matthew Lewis nos introduce en un mundo delirante del que beben muchas de las historias de terror modernas. Curiosa historia que tiene lugar en Madrid y en la que aparece la Inquisición (ahí no tuvo que recurrir a la fantasía) y por la que desfilan todo tipo de elementos desestabilizadores: incesto, necrofilia, canibalismo, matricidio, voyerismo, pacto satánico y hasta un final gore, fue sin embargo muy criticada por su censura de la Biblia. Introduce la figura del exiliado, el forajido, que tendrá también gran peso en la literatura gótica —y no sólo— materializándose años después en «el monstruo» (Frankenstein y Drácula).

Con estas obras se han puesto las bases de la literatura no realista del xix, de la literatura de ciencia ficción y terror del xix y el xx y del cine moderno, como veremos, aunque muchos de sus rasgos salpicarán la creación literaria posterior de un modo u otro. Con la llegada de Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley (1816) se abre la corriente de la ciencia ficción: el interés por los avances médicos y científicos de la época introduce nuevos elementos en la literatura, más filosóficos y reflexivos. ¿Hasta dónde podemos llegar con la ciencia? ¿Es lícito jugar a ser Dios? ¿Es posible crear un ser humano empleando trozos de cadáveres, que cobre vida gracias a una serie de manipulaciones puramente científicas y mecánicas, y dejarlo suelto por ahí, sin responsabilizarnos de él? ¿Qué pasa con el libre albedrío? ¿Él no lo tiene? Si lo tiene, ¿por qué no iba a poder utilizarlo? Aunque la génesis de este relato está precisamente en una casa, Villa Diodati —una mansión a orillas del Lago Leman—, y en una noche en que la tormenta obligaba a quedarse al resguardo, y pesar de las imágenes fantasmagóricas que nos ha dejado el cine (desde El doctor Frankenstein de James Whale en 1931 con Boris Karloff, hasta la parodia de Mel Brooks en 1974, El jovencito Frankenstein, sin olvidar tantas otras que exploran los distintos aspectos del monstruo y de la novela, como La novia de Frankenstein, también de Whale, La maldición de Frankenstein de Terence Fisher, en 1957 y La venganza de Frankenstein un año después, La maldad de Frankenstein de Freddie Francis en 1964, y quizá una de las más fieles a la novela, Frankenstein de Kenneth Branagh en 1994, protagonizada por Robert de Niro) Frankenstein trasciende la casa o, dicho de otro modo, ocupa el mundo, lo que entendemos por mundo, «nuestro» mundo, lo conocido, lo estable, lo acogedor, la casa y la familia. La criatura sale y huye, se libera y con su liberación esclaviza al otro, cambia los papeles, impone el miedo, otra vez el miedo a la venganza, a la profecía, al infortunio, a lo que no podemos controlar ni explicar aunque lo hayamos construido nosotros mismos. En esta línea continuará Drácula, de Bram Stoker (1897) que aunque sea obra maestra de la literatura universal por otros tantos motivos, como obra que bebe del gótico también hace uso de estos dos elementos inevitables, la casa y la estirpe: hasta tal punto que el vampiro (un ser que por su naturaleza no puede alejarse de su entorno inmediato) ha de viajar, cuando lo hace, cargado con la tierra, la tierra física de la que sale y a la que vuelve, la tierra que lo posee y de la que forma parte. Hay, por cierto, dos elementos de la novela que resultan curiosos: que a Bram Stoker se le ocurrió la idea cuando buscaba una casa para pasar las vacaciones familiares y que uno de los personajes sea un administrador de propiedades… en el mundo actual, un agente inmobiliario. Como broma macabra no tiene precio.

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