POR  JULIO CÉSAR GALÁN

ASCESIS, OTREDAD Y PASADO

Salí del heterónimo y vine al mundo. Ahora dejo el mundo y vuelvo a mí. Vivimos la otredad hasta el extremo. La heteronimia es la subida por la memoria que trasciende el rostro y llegamos al rostro (rompimos con el uno). Hablamos del origen a través de lo que pudo ser. ¡Si el azar no hubiera zarandeado tanto los árboles de nuestro camino!, pero nos vimos solos en el otero, contemplando el horizonte cuando atardece, y así subimos por la anatomía de cada evocación, es decir, la real ausencia de lo porvenir que nunca vino, aunque vivimos enteros en la alegría de saber irnos a tiempo de nosotros mismos (esa luz que acoge y en la que siempre se duerme arriba).

Perderse en la simplicidad de la nostalgia: nos limpiaremos en la otredad y saldremos con la máscara nueva, listos para mirar las cosas tal como son. Fuimos afines a aquello que no fuimos o que pudimos ser: un tú y un yo que se relacionan por la ficción («Y si me perdonase a mí mismo», me dije). Nunca estamos preparados para lo que esperamos hasta que no somos otro. La desnudez de los nombres. Cerremos los ojos para vernos de otra manera, lo haremos en silencio, casi en secreto, casi en los límites de la palabra. Me invocaré bajo nombres tan diversos: una nueva manera de morir siendo. La conmoción de la realidad. ¿Estará el verdadero yo en la ficción? ¿Es cierto que la yoidad no es más  que un nodo de ilusión? Con la heteronimia elogiamos el desapego en mitad de la liza. Ser otro representa entrar en otro tiempo: olvidar aquello que nos ensucia, trabajar la muerte para recordar el olvido, integrar todas las experiencias en una sola. Dejemos la ignorancia y aniquilemos lo individual. Debemos concatenar las posibilidades. Reintegrarse significa ficcionalizarse. Purificarse del spleen, del vacío, de la nada. Revivirse en aquello que se pudo andar. La narración de las posibilidades se convierte en ascesis. Desligarse y empezar. Para empezar todo de nuevo. Despertar y huir de las limitaciones e insignificancias. La locura de pertenecer a la dialéctica de todo lo que fuimos y de todo lo que somos. Nuestra inmortalidad es la inmortalidad del instante. Pero no olvidemos el lenguaje, el cual supone el primer recipiente para disolver el yo. Muramos poco a poco. «Me negaré a mí mismo con la alegría de mis otros», dijo el ortónimo. Estaremos vivos en el nosotros. Crucificaremos la rutina y sus efectos. Nos extraviaremos por las desviaciones que ensoñamos. Fantaseemos. Pensar que existimos sin llegar a realizarnos. Manipular al otro y recuperar la parte que llevas dentro. Y me insinué: «Ahora que soy yo, ya no necesito la inmortalidad o la trascendencia de esos cuentos mal contados». Ahora estoy en la alegría, voy adquiriendo el sentido del yo, aquel espíritu subjetivo en el tú, en él, en ellos. Ya no me opongo. Puedo ser reconocido, por eso puedo amar y ser amado. Nuestra contemplación hacia aquellos nombres que se van. Necesitamos la religión de la otredad, saber ser otros, ese nosotros que se expande, que a cada paso surge y que evitamos para sortear la paradoja, la contradicción (y ser la paradoja, la contradicción…). Sin piedad contra el tropiezo de estar siempre en el mismo rostro. Nuestro cantar de los cantares. Agrandamos lo diverso en el uno. Os llevamos la contraria. Cuando se hable de horizonte, nosotros veremos cercanías; cuando nosotros veamos tinieblas, en realidad, veremos lluvia de luz. Alguien nos dice: «Por fin, el hombre mirará al hombre. Saldrá fuera de sí y conocerá el éxtasis». Para llegar aquí tendrá que desaprender todas las normas sociales. La unión consigo mismo a través de los otros le reunificará, tendrá la dicha de ganarse un alma (su esencia).

Nuestra jerarquía terrestre en los nombres que no son el nombre y con este peso en la conciencia todo será un ir hacia el anonimato. Una vez conseguida la otredad, debemos ser anónimos. Lo nuestro será un glosar un nombre tras otro hasta desaparecer, definiendo largamente y de este modo la escritura. Esta tensión se resuelve en la tiniebla atravesada por el rayo, ese que se hunde en la oscuridad total y ese que sale un día de primavera con llovizna (gotitas de un sol antiguo). Nuestro dios siempre estuvo en la escritura. Transformamos las letras que nos nombran para despistar a los extraños, aquellos que nunca llegarán a la otra edad del alma (el hacerse a sí mismo). El problema del nombre impuesto. La eternidad será alcanzar nuestro nombre, ir del hombre viejo al nuevo. Nunca estaremos solos, ya nunca podremos estar solos, la escritura fue un aprendizaje para no estar solos. Serán los nombres de los otros y así, explicándonos a nosotros mismos, pasaremos por el éxodo, por el desierto, por el Sinaí. El encuentro con la nube y con su oscuridad. Saber mirar a través de otras identidades indomesticables en grado sumo. Sin pertenecer ni a mí ni a nadie, como los hijos del viento. Renunciando a todo conocimiento tristón, seco o blando, quedaremos unidos a lo más noble de nuestro ser, la ficción.

Preparativos para la experiencia de la otredad mediante la ficción de sí mismo, con su consiguiente esfuerzo ascético hacia quien uno fue y hacia la actividad teúrgica en la práctica de la otra escritura. Esa palabra como frontera. La interpretación del pasado y, con ello, la indagación en sus significados ocultos (subir, subir, subir por los oscuros; recordemos que la acepción original de mística se encuadra en lo arcano o lo cerrado) se presentan como un elemento fundamental de la vida heteronímica. Purifiquémonos en la negación del ego y de aquello que nos dijeron que éramos. Damanhur, ir de nuevo a esta palabra, es decir, usar el potencial dentro de cada uno, dentro de cada heterónimo para saber de nuestra identidad. Allanaremos el camino con ascensos apocalípticos y también vitalistas (para que los extremos se toquen), como en las formas más antiguas de la mística judía. Para participar en la liturgia ficcional, ascenderemos por otros sentimientos flotantes, por otros pensamientos aéreos y por otras emociones ardientes. Formemos de nuevo, con los rostros de los heterónimos (Pablo Gaudet, Luis Yarza, Horacio y Jimena Alba, Óscar de la Torre y Rafael Fuentes[1]) y sus obras, una frontera que divida esa experiencia social de negarnos y esa vivencia real de sentirnos de verdad en nosotros mismos, siendo otros. Astronautas en los arrabales, ¿tras aquella enfermedad tuviste que recoger todos los fragmentos e intentar pegarlos?

Destruimos el lenguaje para construir otros lenguajes, otras memorias. Hay otro recuerdo velado en el recuerdo que contemplamos. Bajar y subir por sus significados. Una canción nos llevó a otra, unos muertos nos llevaron a otros y quisimos juntar todas las limaduras y hacer un bonito Frankenstein. Quisimos reunir toda una vida, quisimos elevarnos de nosotros mismos y gatear por esa melodía. Siempre para morir mejor, para no golpearnos en soledad, para mirarnos –sin arrepentirnos– en los abismos de la conciencia. Hacemos coincidir el ritmo de la memoria con el ritmo de la vida.

 

AUTOINDUCIRTE: EL TARAB Y LOS ECOS DE LAS AVENIDAS

 Y suena la música y pensamos en el tratado de lejanía que es la heteronimia. En muchas ocasiones, para que surja algún heterónimo, pongamos por caso a Jimena Alba, se necesita del estímulo de la música; para llegar a ella necesito sentimientos como la rabia, el escepticismo, la transgresión de algunas normas morales y sociales, la crítica a uno mismo, el desencanto por haber caído en aquello que hace todo el mundo a cierta edad o el desvelo tontorrón de las mentiras literarias. Estas cuestiones solicitan una salida y el primer escalón toma su base en la música, en concreto, el rock. Nos obsesionamos con un grupo, con un disco, con una canción: Nirvana, Pearl Jam, Ramones, Extremoduro, Barricada, Eskorbuto, Patti Smith, The Doors… Y con su poder evocador experimentamos una edad lejana, con sus sacudidas y séquitos. Nos envolvemos en sus giros derviches y empieza a anularse nuestro rostro para ser aquel rostro, el que ya no podemos ser, al que revivimos, al que solicitamos amparo contra el olvido. Geometría, música, luz. Para los místicos sufíes, la música y la danza integraban la senda hacia la trascendencia o la consumación del éxtasis espiritual. Con esa trabazón de música y heteronimia se expande un modo de delimitar el distanciamiento. Escrutamos nuestros horizontes y sacamos de ese escrutinio el gesto antiguo. Esta relación de la música con la formación de los heterónimos la tenemos en todos. Por ejemplo, para entrar en Luis Yarza, escuchamos música andalusí, música sacra moderna o música clásica, y así llegamos a sensaciones de serenidad, sosiego, bonanza, orden, confianza o placidez (y a otra edad y a otra posibilidad), pues los heterónimos, en mi caso, empiezan por las sensaciones. Como los demás, Yarza personifica el derecho al horizonte, el derecho a ese teatro de las estrellas melodiosas por donde tiene que salir nuestro desvío (intentar llegar a otro estilo). Si buscamos nuestro propio alfabeto en la polifonía, fue por amor y curiosidad. Herimos el tiempo presente y hacemos surgir la especulación viva de aquel allá en que lo probable consigue forma y cadencia, y se extiende la representación de lo que nunca se experimentará, pero que, sin embargo, tiene su vida anterior. Ahondemos en ello de la mano del tarab, ese ascético ejercicio musical, y después hagamos algunas (auto)biografías.

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