«El amor vuelve y ensancha el mundo, incluso geográficamente»Por Beatriz García Ríos

Álvaro García (Málaga, 1965). Doctor en Teoría Literaria, es poeta, ensayista y traductor español. Ha traducido obras de, entre otros, Edward Lear, T. S. Eliot, W. H. Auden, Philip Larkin, D. M. Thomas y Margaret Atwood. Como ensayista ha publicado Poesía sin estatua. Ser y no ser en poética (Pre-Textos, 2005). Es autor de los libros de poemas La noche junto al álbum (Premio Hiperión, 1989); Intemperie (Pre-Textos, 1995); Para lo que no existe, finalista del Premio Nacional de Poesía (Pre-Textos, 1999); Caída (Pre-Textos, 2002); El río de agua (Pre-Textos, 2005); Canción en Blanco, Premio Internacional de Poesía Loewe en su edición xxiv (Visor, 2012), Ser sin sitio (Fundación José Manuel Lara, 2014) y El ciclo de la evaporación (Pre-Textos, 2016). Su obra ha aparecido en diversas antologías como La nueva poesía, La lógica de Orfeo, 10 menos 30 y Poesía española.

¿Dónde está el origen de su vocación poética? Hay unos versos de Caída (2002) en los cuales tal vez rememora esa sensibilidad y ese momento en el que es fácil desembocar en la poesía: «La reinvención constante de las cosas / por el sencillo hecho de mirarlas / hace mágico lo real, real lo mágico».

Al decirme Caída y preguntarme por esto del origen de la vocación, he pensado de pronto en otros de ese libro: «De pequeño al rezar yo sostenía en mí cada quimera, lo invisible, al margen de que nada sucediese. Y qué importa si ahora rezo a nada en un puro creer intransitivo». Esos dos momentos del poema aluden a la disposición a orar, hacer oraciones, textos inútiles en la vida práctica pero que apelan al misterio y quizá también lo hacen desde cierto misterio de palabras que se ajustan así a su interlocución a ciegas. Ya me pasaba en esto del simple mirar más de lo necesario, tan propio de la infancia (el mirar durante horas la grúa de Ser sin sitio, que al parecer es una que había frente a nuestra casa del paseo Salvador Rueda en Málaga, en mi primer año de vida). Hay otros versos anteriores, en Para lo que no existe, del 99, que dicen que «el canto es la certeza. Se obstina igual que un viento o que una fe». Con lo de equilibrar con misterio la apelación a más misterio me estoy acordando sin duda del contacto bíblico inexplicable y de ritmo arrollador: «Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado…». Yo en misa no entendía esto, que sigo sin entender, pero estoy seguro de que a los cuatro o cinco años me pareció fascinante en el fondo y en la forma. Me encanta una cosa que dice un estudioso de la literatura infantil, subgénero que él mismo llama «aberración»: una de las pocas pervivencias de la igualdad social de niños y adultos es la misa, igual de medieval hoy que en la Edad Media, cuando los niños no iban con auriculares a las reuniones de gente de distintas edades.

¿Cómo se produjo su relación con la literatura inglesa y qué ha encontrado especialmente para usted?

Bueno, así en general seguro que hay rasgos, desde Shakespeare como mínimo: vitalidad verbal, se hable de lo que se hable. La famosa «amenidad» de la literatura inglesa viene de lo que en mis talleres suelo llamar «acuñación», que quizá es de origen clásico. La poesía latina tiende a ceñir la imagen literaria como en la acuñación de las monedas, como en la concisión del derecho o en la exactitud de los puentes, que no tenían cemento ni nada y a veces, en las ciudades como, no sé, Tarragona, se siguen usando excepcionalmente cuando está cerrada por reparación la autovía de hace veinte años. Es decir, la literatura puede ser todo menos sólo expresión de gente que tenga muchas cosas que decir y no se detenga a distribuir las fuerzas, a acuñar y dar una cara y una cruz a lo suyo, a dejarnos pasar por su mundo propio que tantas veces está lejos de una apertura al mundo. En un verso de Shakespeare o de Eliot o de Auden hay siempre ese carácter ceñido, esa acuñación con nitidez de cara y cruz y canto en todos los sentidos de la palabra canto, incluido el de la moneda, por el que rueda y baila si la sabes hacer bailar como cuando la giramos sobre su eje con el pulgar y el índice. Ya le digo, todo menos diluir las cosas en palabras más diluidas todavía en un magma cuyo centro sólo quien las escribe sabe dónde está, dónde está el eje, el centro, y por eso tienen luego que poner frases introductorias de filósofos más crípticos todavía, o ellos sí certeros y acuñadores de pensamiento e imagen.

¿Serían entonces estos poetas que acaba de nombrar –Shakespeare, Eliot, Auden– los más importantes en la formación de su imaginario literario? ¿Qué tradiciones hay en usted como lector?

El imaginario viene ante todo, y digo viene, no que se quede ahí, de las imágenes mismas de la realidad, distorsionada por ese mirar más de lo necesario y que convierte lo real en mágico, o en raro, lo propio en extraño, esa transfiguración obsesiva de la que hemos empezado hablando, ese mirar demasiado y que en efecto convierte también lo oficialmente extraño en parte de la acuñación, o aleación si se quiere. Si uno tiene esa disposición a mirar más de la cuenta, la literatura lo que hace es ayudar y animar a seguir por ese lado, a seguir con esa obsesión. Mirar dentro y mirar fuera y poner en danza de moneda en pie sus imágenes de un modo sostenido, lo más inagotable posible, como las palabras que en esos tres poetas que hemos nombrado, y que podrían ser cien más, no terminan nunca de agotar lo que dicen y cómo lo dicen, sin inmediatez. Curiosamente, tanto Eliot como Auden como Wallace Stevens han dicho, cada uno a su manera, que lo real es la base, pero sólo la base. También Shakespeare lo habría dicho si en su época los poetas nos hubieran mostrado su laboratorio tanto como ahora. De muy joven publiqué mi traducción de dos libros de Philip Larkin, al que le pasa como a algún buen poeta español de su generación (la de posguerra mundial o española, más o menos): que son tan nítidos de dicción, de acuñación, que parecen simples de fondo. Un fondo en el que caen los imitadores como en un foso desde cuyo fondo los oímos pedir a voces que los saquen de ahí y, más aún, que les abran el castillo. Pues bueno, iba a decir de Larkin que aún creía que el aprendizaje mediante la lectura, el metabolizar lo que uno lee, es mejor confiarlo al instinto y confiar desde luego en el instinto del lector. Para mí, que he hecho crítica, como todos, y que hice mi tesis doctoral sobre cómo se transfigura lo vivido en lo poetizado, para mí no se trata tanto de deslindar en qué instante este alimento que he tomado llegó a tal célula de mi cuerpo, sino de vivir y leer y alimentarme de un modo consciente, sí, pero abierto. Con lo de abierto estaríamos, a lo mejor, saliendo un poco de la literatura inglesa para volver a la poesía popular en todas las lenguas, por un lado, y a lo mucho que aprendió de esa soltura el Romanticismo, y así hasta Rilke, que ya en lo mayor miraba «lo abierto» con miedo a perderlo más que nada. Mis poetas y novelistas preferidos tienen lo abierto, la soltura, el toque, en un punto en que la poesía coindice con el humor y con la música y con la danza y con el amor: combinación imprevista, contrapunto, salida del lenguaje práctico hasta dar con lo feliz de una autonomía arrolladora de lo que se hace. Poesía es hacer, no es ponernos a un acta de lo que nos pasa o no nos pasa.

Acaba de mencionar sus traducciones juveniles de Larkin, un poeta mordido por la ironía, algo seco en muchas ocasiones, cercano a una visión muy realista de la vida. Pero usted ha traducido también, entre otros poetas, a uno que ha mencionado: W. H. Auden, un poeta difícil por varias razones, una de ellas su ausencia de énfasis, incluso de metáforas. ¿Los ve así?

Mis poetas y novelistas preferidos tienen lo abierto, la soltura, el toque, en un punto en el que la poesía coincide con el humor y con la música y con la danza y con el amor

Creo que los he mencionado por lo mismo que me animó a seguir traduciéndolos (de Auden traduje un libro bastante largo y variado, quizá el mejor suyo para mi gusto, Otro tiempo, de 1940). Ninguno de los dos tiene mucho que ver con lo que yo quería escribir, que en cambio se amparaba peligrosamente en el contrapunto más cubista y equilibrista de Rilke y Eliot y Pound, porque así como he dicho que me gusta la imagen bien cifrada, la materia mineral de la vida bien convertida en valor de cambio con el misterio –para intentar comprar al barquero del río de la muerte–, también diré que lo consecutivo argumental y hasta mental me cansa, y tanto Larkin como Auden son bastante consecutivos en su admirable exposición de imágenes mentales y morales. Mucho más que esa exposición que por supuesto no es nunca tan lineal, insisto, como en sus imitadores del foso de las pirañas, me gusta la yuxtaposición. Creo que es una cuestión de temperamento y puede que hasta de hábito de vida: al no haber tenido mucha conversación con nadie, desde pequeño, sin el mundo oficial al otro lado de lo que leo, hago y escribo, me he sentido siempre y cada vez más liberado de la necesidad de contar o que me cuenten paso a paso unas cosas de la vida. Me atrapa más leer o escribir los textos que, con piezas que se bastan a sí mismas y pueden resultar potentes en sí mismas, giran sobre su centro de un modo radical y negándose a conceder un argumento reductible. Claro que hay un argumento, una base que yo conozco en lo que escribo y que halaga alguna deuda con lo real en lo que leo, pero si quiero linealidad argumental consecuente no la quiero en los poemas ni en las novelas ni en las películas, la quiero en todo caso en la política o en el periodismo.

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