Dani Zelko
Oreja madre. Mi cuestión judía
Caja Negra
256 páginas
POR AGUS MORALES

«Me destruye sentir que entiendo a los que asesinaron a mi primo». Escasean los gestos de comprensión radical en nuestros días: por eso es tan conmovedor el último libro de Dani Zelko (Buenos Aires, 1990). Lo que conmueve no es tanto el ejercicio de ponerse en lugar del otro, la empatía más elemental, el significado concreto de la frase que abre esta reseña. Lo que conmueve es cómo el autor asume un instante histórico, cómo se hace cargo de la situación, cómo describe ese proceso casi violento de comprensión total.

A mucha gente le ha costado —le cuesta— procesar, desde las emociones o las ideas, el genocidio perpetrado por Israel en Gaza después de los ataques terroristas de Hamás del 7 de octubre de 2023. La conciencia acostumbra a llegar con el tiempo: los capítulos más terribles de la historia nos lo han demostrado. Desde uno de los lugares más difíciles, el de familiar de víctimas de aquellos atentados, comprobamos que Zelko lo comprendió todo. Y lo hizo muy rápido. Quizá demasiado.

En Oreja madre. Mi cuestión judía, Zelko escucha, pero sobre todo piensa, habla e incluso se responsabiliza —«responsabilidad» es una palabra importante y a la vez injusta para el caso que nos ocupa—. Escucha las voces judías a su alrededor, en las que reverberan tanto la cultura como la violencia. Habla de sus sentimientos, sus experimentos y sus contradicciones, que en realidad no son tantas. Se responsabiliza de demasiadas cosas, quizá porque el momento histórico lo exige. Tiene razón un historiador israelí que aparece en esta suerte de diario de recuerdos y reflexiones partido por la tragedia: «Lxs judíxs del mundo vamos a sufrir las consecuencias del accionar de Israel, que solo va a cuidar a los judíos que estén de acuerdo con el genocidio».

Traidor valiente, para el autor es imposible encerrarse en su dolor y en el de su familia para ignorar el del pueblo palestino. «¿Que cuántos palestinos acuchilló mi tío? Por su forma de inclinar la frente y levantar las cejas supongo que bastantes». Un editor le dijo a Zelko que escribía como un francotirador —aunque luego fue cambiando su forma de disparar—, y en muchos pasajes de esta obra, repletos de fogonazos, comprobamos que ese editor dio en el clavo.

El alto el fuego se negocia a partir de retirada de tropas, intercambio de prisioneros o establecimiento de líneas territoriales. Pero la paz, esa palabra tan desgastada y dúctil, se construye yendo a la raíz y apoyándose en gestos como el de Zelko (aunque él no esté dentro de Israel). Compasión con el más débil, exigencia con el más fuerte. «¿Cuándo duele tanto dónde queda la crítica, dónde la ética, dónde el pensamiento?». El autor embiste contra la ceguera colectiva que ya no solo afecta a la extrema derecha sionista, sino a amplias capas de la sociedad israelí, y también a los colectivos judíos del mundo. Audaz, Zelko se lo quiere transmitir a su familia en una carta recogida en el libro, y que escribió tan solo cuatro días después de los ataques de Hamás. La oreja que más escucha, la de su madre, le pide que espere un poco para contar su verdad. Es una oreja paciente, muy paciente; pero la verdad, a menudo, es un río impaciente por llegar al mar.

La escritura como respuesta

El sionismo «en sus inicios reunió tendencias tan diversas como la izquierda marxista y la derecha fascista, y hoy parece sinónimo de imperialismo y destierro del pueblo palestino». Cuidado: este no es un libro para entender el genocidio en Gaza, el conflicto de fondo en el corazón de Oriente Medio o la historia del pueblo judío. Para eso ya hay otros libros; demasiados, de hecho. Pero las lecturas que alimentan a Zelko —Ilan Pappé, Rashid Khalidi, Ghassan Kanafani, Hannah Arendt— son una buena guía para acercarse a algunos de esos temas.

Ghassan Kanafani: uno de los grandes escritores palestinos, a quien, descubrimos, el tío abuelo del autor asesinó en un atentado con coche bomba.

«Israel no viene después del nazismo, ambos son hijos del colonialismo». Tesis que sostienen, entre otros, Khalidi. Y que le sirve a Zelko para conectar el sufrimiento palestino con el de otros pueblos, algunos cercanos, como el mapuche. Indagación que se torna lingüística cuando reivindica, sin esencialismos, el espíritu libre del nostálgico idish —es la ortografía elegida por el autor— frente al aparato estatal que defiende al hebreo. Es poeta y le interesa el lenguaje, la conciencia del lenguaje. Su prosa suena a veces sentenciosa, pero siempre delicada. «La respuesta judía a la destrucción siempre fue la escritura». En eso Zelko no fue un traidor.

Hay pasajes desiguales. Las páginas negras que parten el libro en dos —Kadish, Allen Ginsberg—, donde se narra el asesinato de su prima, su marido y sus dos hijas en el ataque de Hamás contra un kibutz del sur de Israel, son secas y honestas, verdad destilada. «Los encontraron. En la casa. El ejército pudo ingresar al kibutz y los encontró». Pero algunas divagaciones —quizá no hacía falta escribirle una carta a Goebbels— contribuyen a una sensación de caos que nunca se acaba de desatar. No tiene que ser fácil dominar ese torbellino de emociones y pensamientos.

Resuena en el desarrollo, y quizá tampoco era del todo imprescindible, Reunión, un procedimiento de escucha, transcripción, corrección y edición que Zelko lleva a cabo desde 2015 en sus viajes. En Reunión la autoría es colectiva, en Oreja madre es ferozmente individual, pero esa individualidad está construida de colectividades, de voces enfrentadas y recuerdos, y esa es una de las tesis principales que el autor nos regala.

Zelko es artista, editor y músico. Ya hemos dicho que también es poeta. Con Reunión publicó más de diez libros traducidos a varias lenguas. Dicta clases y talleres de arte y escritura. Ha publicado también los libros de poemas Y las fuerzas del desorden, Selección sudamericana por la muerte y Post-natural. Para esta confesión tan necesaria ha elegido como casa editorial Caja Negra, que ha hecho una extraordinaria labor de edición. Un libro que se toca y se huele, como la prosa de Zelko. El generoso epílogo de María Moreno ayuda a situar la obra y el autor con su habitual destreza: «Veloz, como agitada, la mano hacendosa de Dani presiona con la antigua fuerza del lápiz en contra del roce tecnológico —presión tenue, casi ociosa que exige la computadora o el celular—, convierte la escritura en un oficio manual y permite ver que el pensamiento siempre va más rápido que su transcripción».

Un grito para quien quiera escuchar

A caballo entre el diario, el ensayo y la crónica, el hilo narrativo del libro se sostiene sobre la búsqueda. Casi detectivesca y familiar: la búsqueda de los rastros de su tatarabuelo, traductor de Tolstoi al hebreo sumergido en el Movimiento Iluminista. Se llamaba Yosef Eliyahu Trivush, y por eso «Trivush» es el nombre de la primera parte del libro. La otra búsqueda —pero todas van juntas— es la espiritual y la política, que desemboca en la cuestión judía, en su cuestión judía, y por supuesto en ese grito valiente contra el genocidio. Hay que preguntarse si algunos de los desvíos —como el de la segunda parte, bajo el marbete «Jurbn», palabra idish reivindicada por Zelko y que usaban los judíos para referirse al exterminio nazi, en lugar de las más manoseadas «Holocausto» o «Shoá»— nos apartan del estruendoso ruido de la verdad. La más estricta teoría literaria nos diría que no, porque sin esas búsquedas la llegada a Ítaca no tendría sentido. Pero es tan hondo el centro de Oreja madre, pesan tanto esas páginas negras que parten el libro en dos como —la analogía es inevitable— Moisés partió el mar Rojo, que lo demás se convierte más bien en un vehículo para poder leerlas bien. Quizá ese era su bello propósito.

No es lo mismo entender que comprender. Como su tatarabuelo iluminista, Zelko comprende y no acepta atajos para llegar hasta el dolor de esa comprensión. Planea sobre el texto, aunque no sea su propósito principal, una crítica al consumo digital de la información y las imágenes. Es verdad: Instagram o TikTok no son el lugar adecuado para consumir imágenes del genocidio en Gaza, entre reels de gatos o anuncios de hamburguesas. Mientras desciframos este desastre cognitivo —¿y qué hacemos? ¿que las redes sociales callen ante el horror?—, nos unimos a Zelko en su reivindicación del poema, el canto, la crónica o el ensayo que huele y duele, que se puede tocar porque alguien lo esculpió, sean comunidades o personas. Es lo único que nos queda, aunque a veces signifique hacer mucho ruido sin que nadie escuche.