POR SOCORRO VENEGAS
Marguerite Yourcenar. Fuente: wikicommons.

Se llama Homero, es mi médico desde hace más de veinte años. Voy a verlo porque ha vuelto la arritimia que me había curado. O al menos la curó por todo este tiempo. En cualquier caso, no tengo queja, he vivido bien y mi corazón ha resistido cada cosa.

Tenemos un diálogo más de sobreentendidos. Conoce muy bien la narrativa de mi cuerpo, toca un punto en mi espalda y eso le dice más de mí que cualquier cosa que yo pueda describir como síntoma. Después de graduarse en la universidad se fue a China a nutrirse de otros saberes ancestrales y así ha seguido, aprendiendo lo que necesita para su trabajo. En su práctica es fundamental recibir otros conocimientos e integrarlos, experimentar a fondo lo que aprende, así construye su sabiduría y la posibilidad de sanar a sus pacientes.

¿No es en China donde, desde la antigüedad, el entrenamiento para los jóvenes que aspiran a convertirse en artistas plásticos implica primero el plagio, la copia más minuciosa de grandes obras, y su graduación es justo ese momento en que se puede dudar de si la obra es original o no? Existe un pueblo, Dafen, famoso por la perfección de las réplicas que logran, pero también porque de ese ejercicio han surgido verdaderos artistas.

Sé que Homero planea otro de sus viajes al Oriente a principios de 2026. Como siempre que anuncia que se irá un tiempo me pregunto egoístamente qué haré si lo llego a necesitar.

Después de ciertos eventos en su vida se ha vuelto más impaciente y silencioso, prefiere la conversación directamente con los cuerpos. Me pide que me coloque de pie, bien derecha. Pone una mano sobre mi cabeza, luego me envía a recostarme «sin aretes, anillos o pulseras». Lo que sigue no me lo esperaba. Coloca ambas manos y presiona sobre mi pecho, la fuerza es creciente, siento que me va a romper y al mismo tiempo que no debo resistirme. Escucho algo pero no sé si solo yo lo he percibido. Es como un crack. Me hace girar de costado y sigue con otras maniobras. Mi cuerpo es una extensión del suyo, hace lo que él le pide.

Dejarse tocar por el otro, saberse intervenida y aceptar esa energía que viene de afuera, incorporarla= hacerla entrar en el cuerpo, así es como mi médico me ha ayudado.

Esa noche no se presenta la arrítmia.

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No tengo la ansiedad de la influencia. De la misma manera en que me dejo llevar en la consulta con mi médico, permito que las obras que me apasionan me habiten, que me digan lo que necesito aprender. No tomo distancia, todo lo contrario. Más que intentar imitar, me interesa el lugar irremplazable de la mirada. Lo inimitable de los procesos. Ese momento en que Sharon Olds rompe el silencio tras los años en que pactó con sus hijos no escribir sobre su padre, sobre la infidelidad que terminó con su matrimonio. ¿Cómo va decantando el trauma para escribirlo? ¿Hay una venganza ahí? ¿Queda resentimiento? Antes de la ruptura, ella le daba a leer a su marido todo lo que escribía. Años después, por cierto, en una entrevista, le preguntan si ha continuado con esa práctica. Su respuesta es deliciosa: Ya no merezco ese privilegio. Amo esa voz, que no es la mía, tampoco es mi experiencia, pero resuena con toda su inteligencia dentro de mí.

Quizás conservo algo de la adolescente que fui, cuando memorizaba con devoción los poemas que descubría en los libros de texto, por ejemplo los de Manuel Gutiérrez Nájera:

Morir cuando la luz, triste, retira
sus áureas redes de la onda verde,
y ser como ese sol que lento expira:
algo muy luminoso que se pierde.

O pienso también en los versos de Xavier Villaurrutia, que descubrí en una revista de rock, y aun cuando no los comprendía cabalmente algo en ellos me hacía saber que la poesía era otro idioma, y que para mí resultaba indispensable aprenderlo:

nada, nada podrá ser más amargo
que el mar que llevo dentro, solo y ciego,
el mar antiguo Edipo que me recorre a tientas
desde todos los siglos,
cuando mi sangre aún no era mi sangre,
cuando mi piel crecía en la piel de otro cuerpo,
cuando alguien respiraba por mí que aún no nacía.

Cada palabra la hice entrar en mí. Muchos años después los versos de Xavier Villaurrutia seguían resonando cuando escribí mi cuento «El nadador infinito», un cuento sobre una mujer que no comprende su maternidad, que lleva en las entrañas un huésped que solo la hace sentir una extraña, un parásito en el mundo. Ese mar oscuro y amargo.

A los 16 años intentaba escribir poemas hasta el día en que sentí que necesitaba contar historias. Lo que pesó en este viraje vocacional fue que descubrí a Marguerite Yourcenar. Creo que a esa edad más que una ansiedad por la influencia, algo demasiado sofisticado, lo que se siente es una necesidad enorme de pertenecer a algo. Todo es influencia. Soñaba con ser como esa escritora que creció en un castillo, formada por tutores que le dieron una educación exquisita: le enseñaron latín y griego; a los diez años leía a Aristófanes y Racine.

Si hubo un libro fundamental en mis inicios como lectora, ese fue Alexis o el tratado del inútil combate, la primera novela de una jovencísima Yourcenar. Biografía y ficción para construir una obra que tal vez hoy sería catalogada como autoficción. Un libro pionero sobre la homosexualidad, tema prohibido en la época en que se publicó, alrededor de 1929. Y ya que estamos hablando de influencias, en un prólogo que la autora preparó para una nueva edición en 1964, cuenta que Alexis, el nombre del protagonista, fue tomado de la Segunda Égloga de Virgilio, mientras que el subtítulo es una variación de El tratado del inútil deseo, de André Gide. Miramos hacia los clásicos en nuestro apetito de eternidad. El humanista venezolano Andrés Bello escribió «La égloga II de Virgilio» que subititula como una imitación.

Vuelvo al Alexis de Yourcenar, que leí y releí. En esa breve novela encontré una manera hermosa de revelar una verdad con mucho potencial catastrófico. Ahí estaban el dolor y la gloria de reconocerse distinto, el escrutinio de la derrota. Se podía traicionar, pero no mentir. Alexis encuentra la manera de pedir perdón por lo esencial, no por haberse engañado tanto tiempo ni por mentirle a su mujer, la destinataria de la larga carta que es la novela. Pide perdón «lo más humildemente posible, no por marcharme, sino por haberme quedado tanto tiempo». Me sigue emocionando cada palabra.

Qué alegría sentí al ver en la lista de libros que la escritora María Negroni recomienda en su reciente Colección permanente, el Alexis o el tratado del inútil combate; lo usual es que se ponderen las obras de madurez como Memorias de Adriano, Opus nigrum o los Cuentos orientales.

Tuve un maestro que me recomendaba no usar epígrafes, le parecía de mal gusto revelar el origen de alguna idea inspiradora: «Deje que la emocionen y luego elimínelos». Al ejecutar el consejo me quedaba la sensación de haber borrado las huellas de un crimen.

Pienso en otro consejo del «Decálogo del perfecto cuentista» concebido por Horacio Quiroga, así es como lo recuerdo: deja que la emoción te domine, pero no escribas desde allí, aléjate, y entonces escribe. Creo que se refería a la emoción de la experiencia vital, escribir desde la inmediatez podría dar como resultado un texto ilegible, pero tal vez la máxima funcione para quien teme a la influencia: habría que dejar que se decante eso que nos ha avasallado, entonces interrogarlo, comprenderlo. Y transformarlo en aquello que necesitamos.

Me pregunto cuáles son los sentidos que podemos darle a hablar de influencia en tiempos donde la IA puede hacer alquimia y devolvernos siglos de pensamiento humano en un resumen escolar, en artículos científicos, ilustrando portadas de libros… Antes de la IA, el discurso posmoderno clasificaba distintas formas de apropiación textual: la metaficción, la intertextualidad, el pastiche, y en esas estrategias intertextuales era posible detectar el origen de los discursos en juego. El problema es que hoy las autorías quedan vulnerables ante los usos globales de una inteligencia que parece depredadora.

Cristina Rivera-Garza ha reflexionado sobre la desapropiación de esta manera:

«Se trataba y se trata de renunciar críticamente a lo que la Literatura (con L mayúscula) hace y ha hecho: apropiarse de las experiencias y voces de otros en beneficio de ella misma y sus propias jerarquías de influencia.»

En su libro El invencible verano de Liliana se desplaza de su lugar como autora y deja ese sitio a su hermana, víctima de feminicidio hace treinta y cinco años. Es una dignificación. El libro recupera la voz de la hermana a través de sus poemas, de sus cartas, se niega a ser definida por el crimen: nos habla desde su vida.

En esas páginas, donde hay exploración archivística y emocional, memoria y manifiesto, me muevo como lectora entre distintas voces a las que Rivera Garza convoca en el libro, una polifonía que le da cuerpo y voz a una entrañable Liliana. En cada página se abren «horizontes de futuro donde las escrituras se encuentren con la asamblea y puedan participar y contribuir al bien común», como ha dicho Rivera-Garza.

El invencible verano de Liliana, título tomado de un ensayo de Albert Camus, revela un complejo y aterrador entramado social: el que permite que las mujeres sean asesinadas sin que se nombre con precisión ese crimen de odio. Muchas veces al hablar sobre por qué leer escritoras (una pregunta que me hacen con frecuencia, como autora y como editora), comienzo por decir que las mujeres son seres humanos. No es una obviedad. Si esto se comprendiera en mi país, México, tal vez no se cometerían 11 feminicidios cada día. Cada día.

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La escritora mexicana Elena Garro. Fuente: wikicommons.

¿Cuáles son las autoras con las que dialogan las estudiantes de literatura en las aulas universitarias? ¿Cuáles son las plumas que configuran el canon de las escritoras latinoamericanas? Si el canon occidental está configurado plenamente y casi exclusivamente por autores, ¿qué idea trasladamos a las y los jóvenes que aspiran a convertirse en escritores? El juego está hecho para ellos. Nuestras ancestras literarias, escasamente leídas y publicadas, ninguneadas, nos han sido inaccesibles. No han tenido la oportunidad de influirnos. Esto tiene un nombre, ha dicho la escritora Pilar Quintana, que dirige en Colombia el proyecto Biblioteca de las Escritoras Colombianas, esto se llama patriarcado.

La Biblioteca se dio a conocer en 2022, cuando se presentó una primera entrega de 18 títulos. Quintana ha explicado que el sentido del proyecto es «revisar la historia de nuestra literatura, desmontar los prejuicios que segregaron a las escritoras y moldearon nuestra visión respecto de sus trabajos y proponer una mirada renovada que permita acercarnos a ellas con justicia».

En Argentina es otra escritora, María Teresa Andruetto, la que codirige Narradoras Argentinas, un proyecto de recuperación de obra de autoras que publicaron entre los años cincuenta y los noventa, ahora reeditadas en la Editorial Universitaria Villa María (Eduvim). La colección, leemos en la contraportada de cada obra traída de nuevo a la vida editorial, «se propone rescatar y difundir obras de escritoras relevantes que permanecían inéditas, olvidadas o perdidas. Acompañadas por estudios a cargo de importantes investigadores, intenta mostrar la fecunda diversidad de voces, posturas y estéticas de las escritoras del país».

Es esperanzador que la necesidad de visibilizar el trabajo de las escritoras esté cundiendo. Como ha dicho el editor Juan Casamayor, a veces ni siquiera se puede hablar de olvido, pues para eso tendríamos que haberlas leído. Un continente de autoras por ser conocidas es el que está emergiendo en dichas propuestas.

En un número anterior de Cuadernos Hispanoamericanos escribí sobre el proyecto Vindictas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que nació en 2019 de cuestionarnos si de verdad hemos leído ya la mejor literatura de un siglo XX que admitió una escasísima nómina de autoras en la periferia del Boom. Estamos hablando de una infrarrepresentación de la experiencia de las mujeres, y aprendimos y aceptamos que esto era así. Los cuestionamientos posteriores han roto esa apreciación y es fundamental mantener el frente activo, no ceder y seguir señalando las inequidades porque si algo nos enseña nuestro tiempo es que las conquistas de la civilización —el derecho al aborto, a la educación, a una vida libre de violencias— son muy frágiles.

Es muy significativo que sean editoriales institucionales las que están generando este movimiento en la conciencia de lectores, llamando la atención sobre la ausencia, que no inexistencia, de autoras de siglos pasados. Este llamado significa no solo la divulgación de sus obras sino también la protección, el resguardo de una memoria de la que no se tenía plena conciencia.

En el caso de Colombia, las obras recuperadas se destinaron a los acervos de las bibliotecas públicas, pero también, en asociación con editoriales independientes, se han estado publicando para abarcar el mercado editorial. En la época en que yo compré mi ejemplar del Alexis de Marguerite Yourcenar, en la librería Bajo el Volcán de Cuernavaca, tendrían que haber estado también disponibles los libros de Clarice Lispector, Elena Garro, Dulce María Loynaz, Inés Arredondo, Marvel Moreno… Qué emocionante es pensar en las nuevas y nuevos lectores jovencísimos que empiezan a abrir sus primeros libros con curiosidad; en las estanterías de sus bibliotecas y en los escaparates de las librerías se encontrarán con escritoras que pueden cambiarles la vida.

También ocurren cosas en el ecosistema académico, cada vez hay más tesis sobre estas autoras, se las comienza a incluir dentro de los programas de estudio; empiezan a ser leídas o recordadas, se organizan coloquios sobre sus aportaciones literarias. En Chile la investigadora del Instituto de Literatura y Ciencias del Lenguaje (ILCL) de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Damaris Landeros, desarrolla el proyecto «Intercambios y tráficos: Estrategias colaborativas para la auto y co-formación en trayectorias intelectuales femeninas en el campo cultural chileno (1850-1940)». La perspectiva es muy interesante porque no solo pone el foco en la escritura sino también en la formación de mujeres entre los siglos XIX y XX. «En otras palabras, analizaremos el contexto donde las mujeres se educaban, principalmente para ser madres y esposas, cómo ellas lograron establecer herramientas para transformarse en escritoras y agentes dentro del campo literario en formación en un tiempo en el que ni siquiera podían optar a plenos derechos políticos», ha dicho Landeros. El acceso a la educación o a los derechos políticos, todo ello influye en la andadura de una escritora. Cuando Elena Garro y su hermana Devaki entraron a estudiar en la Escuela Nacional Preparatoria, había siete mujeres y tres mil varones. Las condiciones en que las y los escritores han luchado para hacer una carrera literaria han sido muy distintas.

Al hablar de autoras fuera del canon, no podemos referirnos al campo de su influencia. No ha existido plenamente. Aun hay que trabajar contra los estereotipos y prejuicios que las colocan bajo sospecha: si no conquistaron el reconocimiento es porque no son suficientemente buenas.

La extrañeza y belleza que Harold Bloom buscaba en una obra para considerarla canónica, también podría encontrarse en los libros de escritoras. Primero hay que buscarlas, reeditarlas, leerlas. No para que desplacen —como si fuera posible— a los autores a los que amamos y seguiremos amando, pero sí para que nos completen y enriquezcan la constelación de posibilidades de lo humano.