POR PABLO SILVA OLAZÁBAL
@ Patricio Salinas

El año pasado me picó un alacrán. Era muy tarde y estaba escribiendo cuando, por debajo de la mesa, sentí un dolor punzante. Tenía el bicho sobre el pie, y en el breve lapso en el que terminé con él y averigüé que los alacranes españoles difícilmente matan, me preparé a pasar uno de los peores ratos de mi vida. Así, pues, en la noche febril, mientras las agujas del veneno me subían hasta los labios, recordé dos historias. La primera, «A la deriva», de Horacio Quiroga, un cuento que empieza con un hombre picado por una yarará y que va muriendo a lo largo del texto. La segunda, «Muerte por alacrán», también de una autora uruguaya, Armonía Somers, y en este caso el bicho elige a su víctima a lo largo de todo el relato. Es difícil pensar que ambos no están relacionados, en todo gran texto resuenan otros textos y el tono de «Cuentos de amor, de locura y de muerte» ha teñido de rojo la literatura latinoamericana. 

Pienso en el alacrán y que, en nuestro continente, la naturaleza es un personaje más. Es madre protectora o jardín, pero también, y básicamente, un espacio desmesurado donde el ser humano se enfrenta con el peligro. Naturaleza y alacranes. Literatura uruguaya. En la oscuridad larga de mi pie lacerado volví a la literatura y pensé que, si bien Quiroga es un autor abundantemente leído, Armonía Somers nos resulta casi ignota. 

Siempre pienso que Uruguay es a la Argentina lo que Portugal es a España. Hay algo en esos paisitos próximos y queridos de lo que carecemos en nuestro orgullo de ciudades grandes, alguna delicadeza de su literatura que nosotros no tenemos. Así se fueron creando cadenas de imágenes: la noche, la naturaleza, los alacranes y los cuentos de Armonía Somers que incluso, en su propio país, me costó mucho encontrar

Conocí a Armonía Somers gracias a una amiga escritora. Estaba yo de viaje en Buenos Aires y me insistió tanto en que la leyera que busqué sus libros y, como no los encontré en las librerías porteñas, crucé las aguas marrones del Río de la Plata para buscarlos en Montevideo. Siempre pienso que Uruguay es a la Argentina lo que Portugal es a España. Hay algo en esos paisitos próximos y queridos de lo que carecemos en nuestro orgullo de ciudades grandes, alguna delicadeza de su literatura que nosotros no tenemos. Así se fueron creando cadenas de imágenes: la noche, la naturaleza, los alacranes y los cuentos de Armonía Somers que incluso, en su propio país, me costó mucho encontrar. 

Pienso en la autora, y pienso también que el crítico Ángel Rama la integró en la lista de los «raros». Giro sobre el concepto. ¿Qué significa ser raro? ¿Es una crítica o un elogio? En todo caso, la rareza no puede entenderse si no es confrontada con algo que llamaremos «normalidad». ¿Y qué es esto, en literatura? ¿El canon? El canon normaliza, es verdad, y actúa, en general, como un sistema regulador, un filtro. Al fin y al cabo resulta, pienso, una cartografía dibujada estratégicamente a partir de pautas económicas, raciales, históricas, políticas, de género. Es cierto que el canon facilita la difusión de una obra. La comercializa. Prestigia y desprestigia con un mismo trazo. Quedar en la ambigua zona de «los raros» me recuerda a un comentario de un amigo escritor que una vez me dijo: «yo quería ser un escritor famoso pero, lamentablemente, me he convertido en un escritor de culto». Condenado al margen. El comentario es pertinente, porque bajo la apariencia del prestigio subyace, muchas veces, el veneno de la exclusión. El canon, y el boom que, ocupando el primer plano absoluto, no solo ocultó a grandes escritores sino que también arrasó con la escritura de las mujeres. 

Vayamos también a las características de una autora que no estaba dispuesta a simplificar sus textos. Una vez le preguntaron si explicaría sus cuentos, y ella respondió: 

¡Jamás! El cuento, y también la novela, deben llegar vírgenes al lector. A quien no capte hay que dejarlo en su penumbra mental. 

Libros que provocan escozor, y son puestos de lado porque transitarlos es pasar por zonas olvidadas, oscuras, por una noche febril. 

Armonía Somers (1914-1994) era hija de una mujer católica y de un anarquista. La poeta uruguaya Marosa di Giorgio la describe así: 

En la vida cotidiana, aparente, y también importante, fue Armonía Etchepare de Henestrosa, educacionista y autora de libros de pedagogía. En 1950 salta a la notoriedad y al desconcierto público con su relato «La mujer desnuda». Luego comienzan a aparecer otros cuentos y novelas, que la colocan en un sillón alto y seguro, dentro de nuestras letras y las del mundo. Muchas veces ha sido estudiada, investigada en países extranjeros, sobre todo, en Francia, en La Sorbona y otras universidades. En 1996, Ángel Rama, su fervoroso admirador, la ubica en Cien años de raros, con un cuento, «El desvío», y dice de ella entre otras cosas: sorprende por la audacia de sus temas, el extraño lirismo de su ambiente y la riqueza de la escritura (…) Se abre a nuestro conocimiento una planicie insólita y erizada, donde todo crepita, provoca, es cruel, sexual, doloroso y desconocido. Hay un correrse de velos que dejan a la luz desvíos y torturas, contracciones y abismo insondables del cielo y de la tierra (…) Rara vez aparece en público. La oímos decir que cree que un escritor debe guardar su enigma, vivir en los libros, solo en los libros, para sus lectores».

Habría que añadir que no pertenece ni al realismo, ni a la literatura fantástica, pero vivió en la patria del Conde de Lautréamont o de Jules Supervielle. Según sus propias palabras, siempre escribió sin intentos parricidas, a menos desde el plano consciente. Resuena en su obra cierto reflujo gótico, si de algo estoy segura es de que los recuerdos habitan las casas… o voces como la de Henry James, cuando utiliza el multiperspectivismo o describe la estructura de un texto y señala: Es como enhebrar collares sin que se anude el hilo o se caigan las cuentas.(…) exige atención al hilo y a las cuentas, un comentario muy próximo a «El dibujo sobre la alfombra», en el que James habla de la estructura de sus textos y los compara con el envés de un tejido, con el hilo que sujeta las perlas de un collar. 

Escuchemos lo que dice la autora de su proceso creativo: Siempre pienso y digo que no inventamos la ficción en su sentido absoluto, sino que esa faena delirante depende algo así como del Demiurgo de los platónicos o neoplatónicos, y nosotros apenas si somos sus obedientes escribas. 

El alacrán de Armonía Somers es un asesino caprichoso que se esconde tras un relato. Fue publicado en 1963 en «La calle del viento norte, y otros cuentos» y republicado en la colección «Muerte por alacrán», en 1978. Podría leerse en clave policíaca; hay un asesino potencial y un detective, el mayordomo. Hay varias víctimas posibles. Hay culpables. Una torsión del género, que normalmente exhibe al muerto y esconde al asesino. Arrastrado por las páginas de un relato envolvente, quien lee espera que el veneno del bicho imparta justicia y ponga en orden el universo. Que, como tiene que ser, muera el malo. Porque de orden y caos también se trata. De descifrar un enigma. Para mí organizar la narración y echarla a andar acabada es como llevar la armonía al caos donde comienza el Génesis. 

Los personajes son pocos: dos camioneros que llevan leña a casa de unos burgueses ricos, y en la carga de leña va escondido un alacrán. Luego se suman las piezas del juego: una familia burguesa, la cocinera, el mayordomo. Algunas pinceladas develan estamentos sociales. El mayordomo, por supuesto, es el mediador y actúa como detective. 

Dice la autora: Yo pienso que detrás de cada cosa, de cada acto, de cada intención hay un símbolo oculto.

Los camioneros con toda la inteligencia de sus kilómetros de vida, conocen su carga siniestra y saben que podrían morir y si el bicho nos encaja con su podrido veneno, paciencia. Se revienta de eso, y no de otra peste cualquiera. Costumbre zonza la de andar eligiendo la forma de estirar la pata. Así y todo, se liberan de la madera ponzoñosa sin que eso altere su conciencia. 

Hay algo de cuento tradicional en esta llegada de los emisarios de la muerte, sin duda Vladimir Propp lo hubiera anotado: …desde que se pronuncia su nombre es un conjunto de pinzas, patas, cola, estilete ponzoñoso, era lo que habían arrojado cobardemente las malas bestias, como el vaticinio de una bruja. Antes de partir, han alertado al mayordomo sobre la existencia del alacrán. El alacrán que habían traído con los leños estaba allí de visita, en una palabra. Un embajador de alta potencia sin haber presentado sus credenciales. Solo el nombre y la hora. Y el desafío de todos lados, y de ninguno. 

No he podido evitar las citas de este cuento impresionante. El alacrán que me picó en la noche mientras escribía estaba escondido bajo la mesa, como si la realidad tuviera dos estratos, uno evidente, luminoso y frontal, y un submundo que se arrastra a nuestros pies; así también fluye el texto, bajo la mesa el mayordomo del cuento descubre que las piernas de la señora de la casa se frotan contra los muslos de un invitado

El mayordomo, desesperado, revuelve las habitaciones, pierde la compostura, con el pretexto de la búsqueda del escorpión inicia un movimiento violatorio de la intimidad de la familia y descubre, mientras revuelve sábanas buscando al asesino, la sensualidad de la madre, el cuarto de la gran Teresa…con aquél despliegue de perfumes infernales que le salían del escote…En realidad eso de deshacer y no volver nada a su antiguo estado era mantener las cosas en su verdadero estado, murmuró olfateando como un perro de caza el dulce ambiente de la cama… La mujer lo llevaba encima, era una portadora de alcoba deshecha como otros lo son de la tifoidea. Desentraña, también, los deseos sexuales de la niña, a la que vio nacer, y de pronto, desde la gaveta abierta de la cómoda, una prenda rosada más parecida a una nube. Así comprende los tejemanejes de la familia, pero también se descubre a sí mismo, su deseo, sus pasiones, el mundo de las mujeres entretejido con la ropa íntima, …debajo de otras nubes, de otras medusas, de otras tantas especies infernales de lo femenino, las agendas que parecen escorpiones, y también los papeles del dueño de la casa, contaminados por el delito. A partir de estratos superpuestos y fulgurantes, el texto se convierte en un retrato social y el cosmos estático y perfecto de la casa burguesa cobra dinamismo para convertirse en un caos. Solo se salva del siniestro repaso de personalidades la cocinera, la mujer vacuna, último baluarte de humanidad que quedaba en la casa.

No he podido evitar las citas de este cuento impresionante. El alacrán que me picó en la noche mientras escribía estaba escondido bajo la mesa, como si la realidad tuviera dos estratos, uno evidente, luminoso y frontal, y un submundo que se arrastra a nuestros pies; así también fluye el texto, bajo la mesa el mayordomo del cuento descubre que las piernas de la señora de la casa se frotan contra los muslos de un invitado. El invitado morirá, y hay un culpable. Pero eso es ya prehistoria. ¿Qué pasará ahora? ¿Será el dueño de la casa, el gran culpable, la víctima del aguijón? ¿A quién le tocará morir? ¿Sobre quién recaerá el castigo de esa fuerza natural que flota sobre los humanos?

No voy a develar el final. En cambio citaré lo que la propia Armonía dice de él: De repente, por lo general en los finales, salta el resorte provocativo, una especie de posesión diabólica y ya no puedo escribir para los santos, sino para los torturados hombres.

Han pasado años desde que crucé el río ancho y marrón que separa Buenos Aires de Montevideo para buscar los libros de Armonía Somers. Desde entonces, la autora más secreta ha ido, poco a poco, encontrando el lugar que le correspondía, ciertos ajustes en el canon y el reconocimiento de la misoginia que sufrieron las escritoras está, por fin, rompiendo el cerco de fuego. La buena literatura es siempre, de alguna manera, un sistema de citas y es evidente que muchas autoras de la nueva generación latinoamericana han conocido su obra y, sin ella no habrían llegado a algunas de sus conclusiones. 

Para leer sus cuentos recurro ahora a la magnífica edición de Cuentos completos que acaba de publicar Páginas de Espuma, con un prólogo de María Cristina Dalmagro. Allí pueden encontrarse imágenes de los manuscritos corregidos y el guion que la propia autora esbozó para que el cuento fuera trasladado al cine; allí, también, se recogen una serie de ideas muy interesantes sobre las relaciones entre el texto literario y su traducción a imágenes, y la interpretación que la propia Armonía hace de su texto. Porque el alacrán era, sin duda alguna para un sector adiestrado en el desentrañamiento, la Amenaza, configuraba una especie de pleito metafísico.

Termina la noche y sus venenos: el de la lectura, el que late sobre mi pie. Por la mañana decido acercarme al ambulatorio. El médico me regaña, dice que tengo demasiada resistencia para el dolor. Intenta tocarme. Le digo que no, que no lo haga, las agujas que me punzan arden. Le ofrezco, a cambio, contarle exactamente lo que pasó. Le muestro la foto del escorpión asesinado. Le hablo de «Muerte por escorpión» El médico aparta sus manos, un poco atónito me escucha. No conoce mis lecturas, tampoco me voy a acercarme a un ambulatorio con bibliografía. Me oye y dice, un poco asombrado: pero qué bien cuenta usted. Es que soy escritora, le contesto. Y, mientras repaso las palabras de «Muerte por escorpión» pienso en la envidia que me produce el texto y me consuelo pensando que toda repetición es, al fin y al cabo, una forma de homenaje.