POR JUAN CARLOS CHIRINOS
En uno de sus relatos, al lector se le coloca frente a la vida, no sólo pública del personaje, sino su vida oculta; la parte que nadie ve. Ese relato se llama «Sunflowers love the sun, but what do they do at night?» Los girasoles como metáfora de lo luminoso pero también como posibilidad de lo otro, de ese territorio que no se muestra pero que también forma parte de la configuración del ser, y que brilla frente a nosotros aunque no nos percatemos de ello. El lado oscuro de la luna que la complementa. Este cuento de Balza, que entonces leí en la primera edición del volumen La mujer de espaldas (1986), puede considerarse una especie de muestra sobresaliente del tipo de mirada del autor sobre el mundo. En ese volumen, a diferencia de sus otros textos narrativos, se especifica que contiene ejercicios holográficos, como homenaje al artista venezolano Rubén Núñez, célebre por sus trabajos pioneros con la holografía y el holocinetismo, pero también como metáfora de la búsqueda balziana: la multiplicidad de dimensiones que conforman al personaje, sus luces y sus sombras, nunca reveladas del todo, pero allí presentes: la noción de que hay un «más allá» que, sin embargo, está ahí para quien lo quiera ver. En palabras de Juan Carlos Méndez Guédez en «El cuento que llegó del río», el prólogo al volumen Caligrafías (2004), el esplendor de la narrativa de José Balza consiste en «un incesante movimiento, como el del río que intenta una y otra vez igualar al mar con la transparencia y el vigor de sus aguas, pero que, sin lograrlo, crea otra forma de la belleza, otro modo de la plenitud».

En ese sentido, las lecturas de José Balza sobre los textos de otros autores, su mirada (inevitablemente) crítica sobre lo que lee, es otra manera de acercarse a su estilo y mucho más: es una manera de seguir el proceso de pensamiento que lo ha llevado a sus particulares conclusiones y a elegir a ciertos autores como sus referentes —Cervantes el primero, desde luego—. Leyendo la ensayística balziana podemos emular el proceso de observación que, en Los crímenes de la calle Morgue, C. Auguste Dupin ejecuta ante los ojos de su estupefacto compañero de aventuras cuando le explica qué está pensando, por qué lo hace y cómo ha llegado hasta allí.

 

FANTASMAS ANTE SUS OJOS

Si la multiplicidad psíquica es la característica fundamental de los personajes en las narraciones balzianas —el Juan Estable que cambia de color en «Después Caracas» (1995); el anónimo narrador que rejuvenece al regresar a su ciudad natal y recupera su pasado como si rebotara en su propia piel, en «Percusión» (1982); los personajes, Aníbal y Logzano, que bien pueden ser dobles en su primera novela, Marzo anterior (1965), por ejemplo—, la multiplicidad de miradas sobre numerosos y diversos autores, cercanos y lejanos, podría erigirse como característica esencial para entender no sólo las filias y las fobias del autor, sino su propia construcción intelectual, como si las casi seis décadas de vida literaria fueran un gran ejercicio paralelo a sus (por él denominados) ejercicios narrativos, una muestra de modestia, quizá, pero sobre todo de consciencia de que en el arte, siempre, todo está por hacer, y que el punto final no tiene lugar ni siquiera tras la desaparición física del autor: tras ésta, vendrán los especialistas, los investigadores, los críticos, los curiosos y los entusiastas a tratar de corregir, o de fijar, o de revelar la verdadera forma, la verdadera prosa, lo que de verdad quiso decir el autor. Y puede que algunas de las claves se escondan en la siempre eléctrica relación del autor con los fantasmas que se han ido plantando ante sus ojos de lector. Porque un autor, también, es el otro que lee, el otro que lo atrae o le causa repulsa. Un autor es el universo menos él mismo.

En «Fantasmas ante los ojos», un breve pero significativo texto incluido en uno de los volúmenes, a mi modo de ver, más importantes en la ensayística balziana, El fiero y (dulce) instinto terrestre (1988), el autor glosa la idea de Baltasar Gracián según la cual «la vida del individuo posee tres estaciones: empleamos la primera en hablar con los muertos, la segunda con los vivos y la tercera con nosotros mismos». Y como leer es leer lo que otro ha escrito en el pasado, extrae un corolario de finísimas consecuencias: «la máxima expresión de nuestra vida, el idioma, viene a ser un sonido de otro tiempo», con lo cual comprendemos que cuando leemos, leemos fantasmas, porque la lectura es el acto para hablar con los muertos. «Porque esto es leer —escribe Balza—, recibir la palabra exacta de quien la pensó, descubrir su huella oral, sus preferencias sonoras y significativas; compartir o rechazar sus ideas; realizar nuestro más profundo diálogo con la muerte».

Uno de los aforismos de José Balza pertenece también a Gracián: «Tener amigos. Es el segundo ser». No se trata exactamente, pues, de un aforismo o una sentencia producto del pensamiento balziano, sino de un apunte, de una anotación con la que se ha identificado; ¿o quizá es el intento de transmutar la cita en parte de la materia aforística? No sería extraño; también Cortázar convierte los epígrafes y las citas en partes del mecanismo de su Rayuela (1963), esa materia que conocemos como las «morellianas», abundantes en los «capítulos prescindibles» y que conforman textos esenciales de la tercera parte titulada «De otros lados». De hecho, el capítulo 60 es un epígrafe de Morelli —trasunto teórico de Cortázar— «retrasado» o una página de agradecimientos «fuera de lugar» o unas «referencias bibliográficas» colocadas donde no les corresponde: «Morelli había pensado una lista de acknowledgments que nunca llegó a incorporar a su obra publicada. Dejó varios nombres: Jelly Roll Morton, Robert Musil, Dasetz Teitaro Suzuki, Raymond Roussel, Kurt Schwitters, Vieira da Silva, Akutagawa, Anton Webern, Greta Garbo, José Lezama Lima, Buñuel, Louis Armstrong, Borges, Michaux, Dino Buzzati, Max Ernst, Pevsner, Gilgamesh (?), Garcilaso, Arcimboldo, René Clair, Piero di Cosimo, Wallace Stevens, Izak Dinesen. Los nombres de Rimbaud, Picasso, Chaplin, Alban Berg y otros habían sido tachados con un trazo muy fino, como si fueran demasiado obvios para citarlos. Pero todos debían serlo al fin y al cabo, porque Morelli no se decidió a incluir la lista en ninguno de los volúmenes». Citar sin citar, censurar sin censurar, mostrar sin mostrar, así es el arte en la contemporaneidad.

En el pensamiento balziano podríamos identificar a ese otro autor que ha ido junto al novelista, al cuentista, al ensayista que despliega teorías y análisis sobre la literatura y el mundo, sobre todo, el mundo hispánico: se trata de aquel que, casi desde sus inicios como escritor, ha acompañado a los otros autores para destacarlos, para entenderlos, para que los demás los entendamos. No se trata de un gesto baladí: Balza ha leído el mundo en sus obras, y ha leído a —y buscado en— autores del pasado sus secretas conexiones, pero también ha glosado a sus contemporáneos con una línea de comentarios que podrían trazar a ese otro José Balza, ese autor que se convierte en el otro para sumirse en él y en sus palabras; para, comprendiéndolo, absorberlo. Quizá este hábito haya nacido de su pasión por la pintura y la música, artes ambas sobre las que ha escrito y a las que regresa siempre (de hecho, se confiesa músico frustrado, pero no así artista plástico: también ha incursionado en el mundo de las formas dibujadas e incluso ha llegado a exponer su trabajo de artista: es una afición en la que se siente seguro).

El autor confiesa su condición anfibia, esa que lo coloca entre la ficción y la no ficción (y uso esta última expresión bajo protesta porque sospecho que es una manera foránea impulsada por la moda de lo fatuo para designar lo que desde tiempos ya remotos se ha denominado ensayo, hermosa y dubitativa palabra que Montaigne nos ha dejado en herencia). Hay que advertir que el autor está plenamente consciente de que, aun siendo tan distintos, al aforismo y al ensayo los hermanan tres elementos radicales: «El aforismo y el ensayo son elaboraciones verbales autónomas, diferentes y excluyentes. Sin embargo, creo que por lo menos tres raíces o soportes visibles los hacen unirse, y una variada gama de recursos expresivos circula en sus cuerpos de manera natural. Entre esas raíces estaría la milenaria antigüedad de ambos que, con frecuencia, pasa desapercibida; la utilización de procedimientos o figuras retóricas y, por último, su constantes psicológicas más notables: la ironía y la persuasión». («Aforismo y ensayo: vínculos invisibles». Conferencia leída en la Capilla Alfonsina de Ciudad de México, el 28 de abril, 2015). En sus Observaciones y aforismos (2005) hallamos la explicación para el impulso que lo ha llevado durante más de cincuenta años a hurgar en el otro (sea artista, escritor, músico o político) la esencia de sí mismo:

Cuando a los diecinueve años redacté la primera narración que decidiría conservar —Marzo anterior— establecí la oposición de un personaje consigo mismo —niño y adulto a la vez— mediante lo que llamé entonces una tónica conceptual: percepciones, proposiciones, conceptos que podían contradecirse, casi simultáneamente. Éstos iban sembrados dentro de las imágenes y acciones como un secreto. Desde entonces no he dejado de admirar el pensamiento enérgico, conciso, que puede alterar o confirmar lo cotidiano en pocas palabras. Leo con fruición a cualquier genio —Platón, Shakespeare, Gracián, Proust, Wittgenstein— hasta encontrar en ellos las respuestas que la vida, tan cambiante, necesita para su tránsito.