POR MARISA SOTELO VÁZQUEZ
Eduardo Mendoza, premio Cervantes 2016 por su original y fecunda trayectoria narrativa, ha hecho de su ciudad, Barcelona, su cuartel general y de la ironía, el humor y la sátira, sus mejores armas. Mendoza inaugura, a juicio de la crítica especializada (Knutson, 1999; Herráez, 1997; Giménez Mico, 2000; Moix, 2006), la posmodernidad en la literatura de la Transición española, la escritura en libertad y el gusto por contar historias. El novelista barcelonés, en una nota biográfica para la edición de La verdad sobre el caso Savolta (Seix Barral, 2003), escribió lo siguiente: «Nací, crecí y me eduqué en un país caracterizado por la paz, el orden y la garantía de que casi todo lo que podía suceder era previsible. Desde luego, todos sabíamos que esta placidez reposaba sobre una violencia inaudita, cuyos orígenes eran complejos y se remontaban a lo largo del pasado; pero en la calle un velo de discreción parecía cubrir este pasado y los libros de historia sólo suministraban al respecto datos fríos del rigor académico. Quiero decir que no disponíamos de una narración que nos permitiera reconstruir este pasado como algo vivo y, en consecuencia, reconocernos en él». Las palabras transcritas contienen uno de los móviles de la obra narrativa del autor barcelonés: escribir novelas que reconstruyeran el pasado histórico y, a la vez, permitieran que cualquier lector, independientemente de su estatus, pudiera reconocerse de alguna manera en ellas. Éste, entre otros factores, explica el interés despertado por las novelas de Eduardo Mendoza no sólo entre los críticos, sino también el extraordinario éxito de público que se inicia con La verdad sobre el caso Savolta (1975), Premio de la Crítica 1976, en competencia con El otoño del patriarca, de García Márquez, y se consolida con su obra maestra La ciudad de los prodigios (1986), Premio Ciudad de Barcelona.

La poética narrativa de Mendoza —como la de Galdós— se nutre eminentemente de los hechos históricos del periodo en que ambienta sus obras, pero nunca con frialdad académica, sino insuflando a los sucesos históricos un pálpito de vida a través de un abigarrado mundo de personajes y de historias secundarias que van conformando el relato, que discurre siempre sin respetar la linealidad temporal. Si en las novelas históricas galdosianas los acontecimientos históricos eran el cañamazo sobre el que se tejía la ficción narrativa con dos ingredientes fundamentales, el costumbrismo de herencia romántica y la estructura de la novela de folletín, en las de Mendoza, los hechos históricos están a merced de un relato poliédrico que conforma una original mistura de géneros, siempre, como en Galdós, subordinados al objetivo principal de contar una historia. De ahí que, al reseñar La verdad sobre el caso Savolta, un no crítico inteligente y agudo, Juan García Hortelano, que había cultivado el realismo social transgrediéndolo, fue uno de los que dieron el aviso ya en 1976: «Prepárense ustedes porque pueden volver a la ficción» (en Marías, 2015).

Este ingrediente —la documentación sobre la realidad histórica—, que juzgo fundamental en su poética narrativa, se sitúa en una estructura compleja, «como quien arma un puzle» (Mendoza, 2003), fruto del juego combinatorio y, sobre todo, transgresor de diferentes géneros tanto de la literatura popular y la cultura de masas como de la mejor tradición literaria culta. En el primer caso, sobresalen el relato policiaco y detectivesco, que sirve de marco a la mayoría de sus novelas; la novela de folletín, de la que, sin duda, a través de su confesada afición barojiana, ha tomado esa facilidad para insertar, interrumpir y derivar historias secundarias que se entrecruzan y se dilatan como si se tratara de una materia elástica, al modo de los folletines, las novelas por entregas decimonónicas o los culebrones televisivos actuales. Y, además de esos dos elementos, Mendoza conoce bien, porque en su juventud fue un lector voraz —«Los libros fueron mi salvación en una época tediosa y nada estimulante»—, la morfología de las novelas de aventuras: Julio Verne, Emilio Salgari o Rider Haggard. En cuanto a las fuentes cultas, hay que mencionar a Cervantes, la novela picaresca y la gran novela realista decimonónica, Galdós, Dickens, Balzac, el Tolstói de Guerra y paz, y, en especial, una influencia quizás más difusa pero muy presente en todas sus novelas: la ironía, la parodia y la sátira, junto con el humor absurdo de raigambre valleinclanesca, derivados tanto de la farsa como del esperpento propiamente. Con todos estos mimbres y un gran dominio del lenguaje, que se ajusta a la perfección a los diferentes registros, desde el habla y la jerga popular al lenguaje jurídico-administrativo, con el que Eduardo Mendoza se había familiarizado durante los primeros años de su experiencia profesional como abogado, el autor construye un universo narrativo rico y polifónico. En este sentido, un rasgo muy particular en las novelas de Mendoza es la mezcla de catalán y castellano, tanto a nivel sintáctico como léxico. También es preciso tener en cuenta aquí sus años de traductor en la ONU, que, indudablemente, fueron muy fecundos desde el punto de vista lingüístico. Félix de Azúa ha destacado la habilidad del autor, tal como hacía Galdós, añado yo, «para definir el perfil social de sus personajes, mediante distintas maneras de hablar, jergas o particularidades lingüísticas (Moix, 2006, p. 70).

En síntesis, las novelas de Mendoza, que asimilaron, asimismo, la influencia de la mejor narrativa hispanoamericana del boom, que se editaba por aquellos años en Barcelona, «se alimentan de una observación atenta y en el fondo cordial del mundo, de un interés incondicional por los seres humanos: un interés inevitablemente irónico, y algunas veces furioso, pero nunca arrogante. Es la actitud de Cervantes y de Dickens, y también de Joyce, la de Virginia Woolf o Alice Munro» (Muñoz Molina, 2015). Y precisamente esta actitud distingue a Eduardo Mendoza de gran parte de los escritores españoles de entonces, porque «Mendoza no escribía para someter a examen las facultades intelectuales del lector, ni para mostrarle sus conocimientos sobre el nouveau roman francés o el monólogo interior o las oscuridades más difíciles de William Faulkner; tampoco para adoctrinarlo políticamente o para jactarse ante él de sus audacias sintácticas o sexuales […], [sino] que busca la manera de contar con la mayor eficacia una historia» (Muñoz Molina, 2015, p. 6).

Con la excepción de La isla inaudita (1989), cuya acción transcurre en Venecia; Riña de gatos (2010), ambientada en el Madrid trágico y convulso de 1936, y El asombroso viaje de Pomponio Flato (2008), en la que el detective protagonista de simbólico y humorístico nombre, Pomponio Flato, viaja por el Imperio romano hasta Nazaret, en la mayoría de novelas de Eduardo Mendoza la ciudad de Barcelona es el marco espacial elegido para ambientar la ficción narrativa, desde finales del siglo xix, con La verdad sobre el caso Savolta (1975), a las últimas décadas del siglo xx, con El secreto de la modelo extraviada (2015). A estos títulos hay que añadir el ensayo escrito en colaboración con su hermana Cristina, Barcelona, modernista (1989), perteneciente a una colección de retratos de ciudades en los momentos más brillantes y significativos de su historia reciente. Su ambiente, sus personajes, su vida cotidiana, sus mitos, anécdotas y, en el caso de Barcelona, la extraordinaria transformación urbana que se produjo desde la Exposición Universal de 1888 a la Primera Guerra Mundial, etapa que coincide en gran medida con la acción de La ciudad de los prodigios. Estas obras transmiten una potente sensación de vida, de actividad constante y dinámica, de manera que la ciudad no es sólo el espacio urbano o marco de la acción, sino también la atmósfera que respiran los personajes, el pálpito de sus habitantes en los diferentes periodos históricos, con sus peculiaridades y su discurrir por los diversos lugares y ambientes urbanos representativos de las clases sociales barcelonesas, los habitados por las clases elevadas de Pedralbes, Sarriá o la Bonanova, pasando por el Ensanche burgués, hasta los ambientes canallescos y tabernarios del Raval.

Centraremos el análisis de Barcelona en las dos novelas que tienen entre sí el rasgo común del espacio urbano en que se desarrolla la acción, así como una correlación histórica evidente. Me refiero a La ciudad de los prodigios (1886) y a La verdad sobre el caso Savolta (1975), escritas en orden inverso al del tiempo histórico que describen. En el caso de La ciudad de los prodigios, la acción transcurre entre las dos exposiciones universales que tuvieron como escenario privilegiado Barcelona, la de 1888 y la de 1929, con todo lo que éstas supusieron en los aspectos económico, político y social para el desarrollo de la ciudad desde el punto de vista histórico y urbanístico, pero, sobre todo, porque reflejan la intrahistoria viva de multitud de personajes anónimos que conforman el paisaje y el paisanaje urbano. En cambio, en La verdad sobre el caso Savolta, ambientada entre 1917 y 1919, es decir, el periodo posterior a la Primera Guerra Mundial, Mendoza recrea magníficamente la tensión revolucionaria y social entre burgueses y obreros que se vivía en Barcelona en aquellos años cruciales, con episodios constantes de pistolerismo, huelgas y un creciente desarrollo del anarquismo.

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