Reflexionar sobre el estado del cuento reciente escrito en español no deja de ser una aventura tan desafiante como delicada y compleja, al carecer de directrices o mapas que nos sirvan de guía por su intrincado territorio. Podemos convenir que en nuestro actual mundo pandémico y de plataformas audiovisuales no predomina ninguna estética hegemónica ni etiquetas que sirvan de síntesis global para este género vivo, insurgente, en perpetua mutación.
Da la impresión de que el Aleph se ha hecho añicos y que sus trozos se han fragmentado en nuevos trozos, hasta formar diversas constelaciones, sin demasiadas conexiones entre sí. Hace unos años aventuré la opinión de que «al cuento literario le han estallado las costuras». Nada, desde entonces, ha desmentido mi afirmación. Caminamos hacia un cuento desinhibido e híbrido, mezcla de narración, poesía, ensayo, fábula, apólogo, guía de viajes… Todo relato breve digno de perdurar es relato limítrofe.
Desheredados del centro, / la única herencia que nos queda / está en lo descentrado, escribió Roberto Juarroz. Desde esa herencia descentrada, sin jerarquías ni centros de poder, tal vez sea posible detectar puntos de contacto en un cierto clima espiritual que nos inclina a todos –autores y lectores– hacia el extrañamiento, la orfandad, el vuelo onírico, la familia como teatro de todas las disfunciones, la exploración del mal en sus aspectos más sórdidos hasta asomarse a lo monstruoso o grotesco.
La foto de grupo, inevitablemente, saldrá movida.1
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La pandemia de coronavirus ha dejado al mundo con el alma contrahecha; más aún. Que todo es susceptible de empeorar, queda claro tras la lectura de los cuentos de Mariana Enríquez (Las cosas que perdimos en el fuego), donde la descomposición social es otro nombre del terror; los mundos enrarecidos de Samanta Schweblin en Siete casas vacías; la visceralidad cruda de María Fernanda Ampuero en Pelea de gallos y Sacrificios humanos; la herida nombrada con delicadeza de Socorro Venegas en La memoria donde ardía o de Laura Ferrero en La gente no existe; la pulsión neogótica del mito revisado desde la sensibilidad de una mujer moderna en Las voladoras de Mónica Ojeda; la exploración de pulsiones elementales que se aproximan a lo que la estudiosa Carmen Alemany ha bautizado como «narrativa de lo inusual», en Al final del miedo de Cecilia Eudave, Geografía de la oscuridad de Katya Adaui, Esbirros de Antonio Ortuño o las diferentes caras de la desgracia mostradas por Marcelo Luján en La claridad.
Todos, de una manera o de otra, apuntan hacia el lugar de la grieta, la disconformidad y el trauma. Y si algo caracteriza a cuentistas tan diversos, es su voluntad de mantenerse fieles al propósito artesanal de «contar una historia», respeto hacia los moldes clásicos de representación y una depurada arquitectura del sentido.
Para buscar un planteamiento alternativo, más acorde con el espíritu transgresor de las vanguardias artísticas y su vocación de vértigo, debemos mirar en dirección a la obra de Patricio Pron, que en Trayéndolo todo de regreso a casa reúne sus cuentos escritos durante las tres últimas décadas, a través de los cuales experimenta con inteligencia y humor metanarrativo un discurso muy alejado del propósito de «contar una historia», sino que más bien se decanta por problematizar el género y, por decirlo así, deconstruirlo con desparpajo, recuperando aquella noción de «artefacto» duchampiano, tan bien representado en piezas antológicas como «Incomprensión de la máquina» y «Este es el futuro que tanto temías en el pasado», entre otras.
Cuestión de galones
La obra de Patricio Pron, que en Trayéndolo todo de regreso a casa reúne sus cuentos escritos durante las tres últimas décadas, a través de los cuales experimenta con inteligencia y humor metanarrativo un discurso muy alejado del propósito de “contar una historia”, sino que más bien se decanta por problematizar el género y, por decirlo así, deconstruirlo con desparpajo, recuperando aquella noción de “artefacto” duchampiano
Entre los autores que han afianzado su maestría en el género breve, despuntan la solidez de veteranos en plena forma como Clara Obligado (La biblioteca de agua), Gonzalo Calcedo (Como ánades), Pedro Ugarte (Antes del Paraíso), Ernesto Calabuig (La playa y el tiempo, Frágiles humanos), Javier Morales (La moneda de Carver), Pepe Cervera (Azufre), Jon Bilbao (Estrómboli, El silencio y los crujidos), Miguel Ángel Muñoz (Entre malvados), Juan Carlos Méndez Guédez (La diosa de agua) y Nicolás Melini (Talón). Todos ellos, cada cual a su manera, parecen haber conquistado un espacio de madurez reflexiva digno de admiración.
Más jóvenes, pero también excelentes, sobresalen los últimos títulos de Patricia Esteban Erlés, que en Ni aquí ni en ningún otro lugar recicla el material antiguo de los cuentos clásicos para subvertirlos y desplazarlos hasta otro lugar de contemporaneidad y desasosiego.
En La isla de los conejos, Elvira Navarro desborda su territorio de caza natural hasta desestabilizar su cuadro naturalista, de fondos sociales, con brochazos de fantástico que lo enriquecen.
Un autor reconocido que no cesa de abrir caminos es Andrés Neuman, cuya Anatomía sensible ha vuelto a sorprendernos gracias a la versatilidad de su organismo transgénero (en ambos sentidos: género sexual y género literario) en torno al cuerpo, de tanta belleza plástica como intencionalidad política. Da la impresión de que Neuman reactiva la noción de álbum, empeñado en una pelea consigo mismo, libro tras libro, propio de quien no se conforma con lo ya hecho, sino que siempre avista algo nuevo, asombroso y único.
Rescates necesarios
En el capítulo de los rescates, cabe destacar la justa reivindicación de autores (y sobre todo, de autoras) ninguneadas por un canon restrictivamente masculino y excluyente. Ahora, por el contrario, los vientos soplan a favor de rehabilitar voces silenciadas como las que recuperan las antologías Vindictas, Cuando ellas cuentan, Trece cuentos de Luisa Carnés o los Cuentos completos de Armonía Somers, quien muestra su vitalidad más allá de su celebradísimo «Muerte por alacrán».
Otro rescate oportuno ha sido el de Rey de gatos de Concha Alós, gracias a La Navaja Suiza, que con excelente puntería ha recuperado este título descatalogado desde su publicación remota, allá por los años setenta. Rey de gatos es un libro de cuentos feroces, de enorme fuerza y libertad expresiva, en que Alós aborda con total franqueza temas tabú como el aborto o el deseo sexual femenino, en un puente que la une con las escritoras feministas actuales.
También constituye un rescate feliz Cien centavos de César Martín Ortiz, quien demuestra ser un narrador formidable y secreto que escogió la discreción y la sombra para pasar por la vida, durante la cual apenas publicó nada, y que solo la labor encomiable y titánica de una editorial modesta, como es Baile del Sol, nos está brindando la oportunidad y el placer de acercarnos a una empresa ambiciosa y única compuesta por cuentos y novelas. Será cuestión de tiempo que Martín Ortiz reciba el reconocimiento que sin duda su figura excéntrica y necesaria merece.
Más cercano a nosotros, la reunión en un solo volumen de los Cuentos de Carlos Castán, inhallables desde hace años, supone la justa reivindicación de un autor imprescindible, de aureola mítica y nostalgia callejera, cuya calidad no es noticia para quienes llevamos décadas pregonando su excelencia, pero que puede servir de campamento base para nuevas expediciones de lectores y escritores jóvenes hacia las cimas del cuento.
Estrenos y confirmaciones
Merece destacarse el debut de Nerea Pallares en Los ritos mudos, a través de un conjunto de relatos físicos hechos de barro, de carne, de vino, de viento. Un libro duro y tierno, con olor a sangre y destellos poéticos, empujado por todas esas niñas enfadadas (y con razón), que antes de arder nos regalan sus cuadernos calcinados.
Tras una larga experiencia como docente, Ángeles Lorenzo Vime apuesta en su primer libro de relatos, Las aguas ciegas, por una depurada caligrafía de atmósferas opresivas y aire onettiano.
Ventanas cerca de Mireia de Carlos Rodríguez Crespo constituye una revisión ácida, por momentos inmisericorde, de la «fea burguesía» (Miguel Espinosa dixit) madrileña de las últimas décadas, articulada mediante oraciones largas y apasionadas, con ecos del timbre moral de Benet o Marías. Un libro incómodo, fustigador, deslenguado.
Castro Lago ofrece en Cobardes una sugestiva galería de personajes que sacan lo peor del ser humano, caracterizado por el egoísmo, la falta de escrúpulos, la bajeza moral… y los insectos palo.
Entre la ternura y el desconsuelo se mueven también otros debuts notables como son Andar sin ruido de Carlos Frontera, Hace tiempo que vengo al taller y no sé a lo que vengo de Jorge de Cascante, Habitaciones con monstruos de Ángeles Sánchez Portero, De repente, siempre es tarde de Inés Montes y Quitamiedos de Trifón Abad, mientras que en De puro meteoro Antonio Rómar emplea la dislocación de la prosa como arma sutil para descifrar las imposturas del mundo.
Francisco Javier Guerrero, en La vida anticipada, hace confluir poesía y ciencia, rigor y magia, a través de una prosa contundente, cincelada con elegancia, imaginación eléctrica, musicalidad y riesgo. Lo más destacable de Guerrero es esa sensación de extrañeza ambigua que irradian sus ficciones, su aire de ciencia ficción torcida, rara, tan marciana y tan poética a la vez, irrigada por esas frases sentenciosas suyas (¿como epigramas?), que casi parecen cinceladas.
La vocación itinerante del género y su afán de nomadismo tienen algunas de sus mejores representaciones en La nieta de Pushkin de Ronaldo Menéndez, Relatos monocromáticos de María Jesús Mena y Selección natural de Adrián Gualdoni, quien mira de reojo hacia la literatura realista norteamericana («Descuartizar cadáveres cansa» es la primera frase de un cuento), añadiendo, en ocasiones, el grano de pimienta de un giro fantástico. Insular del bonaerense afincado en Barcelona Franco Chiaravalloti, se abre con el cuento «Veinte mil», en el que se escucha el clin de un microondas, mientras que el último, «Stella Polaris» se cierra con un grito desgarrado procedente de una garganta humana. Entre estos dos sonidos antitéticos, pero a la vez tan complementarios, se despliega este mapamundi literario, tan tumultuoso y libre, tan admirable.
¿No será –pregunto– el clasicismo la nueva vanguardia? Nuestra herencia descentrada
Como ya hizo en su memorable debut con Manual de jardinería (para gente sin jardín), Daniel Monedero ensancha en Volar a casa su peculiar indagación basada en la potencia metafórica del lenguaje, el brillo lírico de las imágenes y la sensualidad del símbolo. Todos los cuentos de Monedero están escritos bajo una especie de furia delicada, pero a la vez llena de matices: «La ficción es una de las formas del consuelo», afirma. Monedero es de esos autores que escriben a favor: a favor de los personajes, sin duda, pero también a favor de la mitomanía literaria y del propio lector, envuelto en un halo de calidez salingeriana.
Si La condición animal de Valeria Correa Fiz supuso la irrupción de una narradora poderosa y alucinada, en Hubo un jardín ahonda en su búsqueda exquisita de la belleza herida: «El mundo era terrible y también bello. Y la belleza dolía tanto, tanto, pero no alcanzaba tampoco para llorar».
Tras Escamas en la piel, Emma Prieto ha ratificado sus virtudes en Mecánica terrestre, donde deslumbra su peculiar elenco de mujeres desbordadas, a medio camino entre el humor, la compasión y el susto. Igual que la niña de uno de sus mejores cuentos, que de mayor desearía ser papel burbuja, da la impresión de que a Prieto la narrativa también le sirve para envolver algo frágil; para amortiguar golpes y resguardar lo delicado; para protegerlo y evitar que se quiebre, en un espacio de cuidado y protección, lo cual no deja de ser un propósito literario bello y noble.
Escribir es siempre un acto positivo. Consiste en negarse a la negación, oponerse al no. Crear es asentir, multiplicar la vida. Habrá futuro para el género breve –esa criatura mitológica, tan moderna y tan atávica– mientras haya escritores con el compromiso del joven narrador argentino Santiago Craig, cuyos tres libros de cuentos Las tormentas, 27 maneras de enamorarse y Animales conforman un universo propio de infrecuente solidez, gracias a su prosa dúctil, bullente de imágenes e ideas, de tanta elegancia como profundidad, obtenida mediante una aleación infrecuente de resultado feliz: mitad biblioteca y mitad calle.
¿No será –pregunto– el clasicismo la nueva vanguardia? Nuestra herencia descentrada.
1. Para evitar repeticiones de nombres y referencias, remito al lector curioso a mi artículo «Metamorfosis del cuento», recogido en Herido leve. Treinta años de memoria lectora. Madrid, Páginas de Espuma, 2019, pp. 589-599.