POR MANUEL ARIAS MALDONADO
Es bien conocido que cuando Darwin, a bordo del Beagle, desembarcó en las Islas Galápagos y se dio de bruces con su fauna formidable, su teoría sobre el origen común de las especies comenzó a tomar forma. Allí estaban los pinzones, posteriormente bautizados en su honor como «pinzones de Darwin», y las tortugas gigantes: especies divididas a su vez en subespecies cuya morfología se adaptaba en cada isla del archipiélago a los matices de cada hábitat. Pues bien, ¿por qué no podríamos, contemplando al ser humano como especie biológica sujeta a las mismas reglas de adaptación selectiva, observar sus sociedades e instituciones como Darwin observara a pinzones y tortugas?

No sería tan extravagante. Desde que el naturalista inglés propusiera –al mismo tiempo que Alfred Russell Wallace– la teoría de la selección natural, se nos han acumulado las preguntas sobre sus implicaciones para la vida moral y política de los seres humanos. Se trata de un tema incómodo, que procuramos quitarnos de encima cuanto antes debido a sus siniestras asociaciones: en el plano conceptual, el determinismo biológico; en el ideológico, doctrinas como el darwinismo social y el nazismo; en el histórico, prácticas como la eugenesia y la discriminación racial. De ahí que los practicantes del humanismo suelan reaccionar con alarma ante cualquier intento por buscar en el evolucionismo y la genética causas que permitan explicar o aclarar determinados fenómenos humanos y sociales. ¡Preferiría no hacerlo!

Se da así la paradójica circunstancia de que el descrédito científico del viejo dualismo que separaba a la humanidad del resto de la naturaleza –así como el alma del cuerpo en su versión cartesiana– no se ha transmitido a la imaginación social: seguimos siendo, en realidad, dualistas. Por eso dice Peter Bowler, en su historia de la evolución, que la fase cultural de la revolución iniciada por Darwin está lejos de haberse cumplido: seguimos prefiriendo creer que hay aspectos de la conducta humana que no pueden explicarse en términos biológicos. A su juicio, incluso nuestros sentimientos morales deben verse como una extensión de los instintos animales producidos por las leyes de la evolución natural[1]. Es, aproximadamente, la vía que persiguen autores como Jonathan Haidt y Joshua Greene, leídos con más atención desde que Steven Pinker derribara el muro del constructivismo con su fundada negativa a aceptar que el ser humano nazca como una tabla rasa sobre la que educación y entorno pueden escribir cualquier cosa[2].

En este contexto, el debate académico y la conversación pública se ven perjudicados por nuestra inclinación a presentar versiones tajantes de los argumentos que defendemos. Así como parece irrazonable desdeñar la información que nos proporcionan la teoría evolucionista, la neurociencia y la psicología social, por inconvenientes que parezcan las noticias que nos traen, también es prematuro descartar que la dimensión lingüística y social de la vida humana carezcan de toda autonomía respecto de su programación biológica. Salvo que optemos por el trazo grueso, claro está, diciendo que también los significados sociales y las representaciones culturales son un producto de la biología. En última instancia, lo son; pero eso no quiere decir lo que se quiere que diga. Y ello porque la relación entre las dimensiones natural y social de la vida humana –separadas en la práctica sólo en la medida en que epistemológicamente nos conviene distinguirlas– se caracterizan justamente por su complejidad. Pero, de nuevo, tampoco vale lo contrario: la reflexión humanística no puede contentarse con celebrar la capacidad autocreadora del ser humano sin atender a sus condicionantes biológicos.

Tomemos un ejemplo: la hipótesis según la cual la soledad humana es una poderosa fuerza evolutiva[3]. Así lo indicarían las investigaciones lideradas por John Cacioppo, Director del Centro para la Neurociencia Cognitiva y Social de la Universidad de Chicago. En realidad, la potencia evolutiva de la soledad radica en su contrario: en la necesidad de compañía que provoca el dolor que nos provoca. Para mitigarlo, buscamos a los demás, y la socialidad resultante es beneficiosa para la especie (o para las poblaciones, unidad de medida más adecuada en el lenguaje evolucionista) al poner en marcha mecanismos de cooperación y protección colectiva. La soledad sería así un estado aversivo que cualquier ser humano trata de evitar o resolver, mejorando así sus posibilidades de supervivencia a largo plazo. Y es posible que un estudio[4] reciente haya localizado –al menos en ratones– unas neuronas, situadas en el llamado núcleo dorsal del rafe, «encargadas» de activar el dolor asociado a la soledad. De este modo, una estructura cerebral concreta estaría relacionada con una conducta social específica y, por ese camino, con una lógica cooperativa que nos permite explicar el tipo de sociedad en que vivimos. En un trabajo publicado el año pasado, el biólogo Erle Ellis ha subrayado precisamente cómo la «ultrasocialidad» que distingue a los seres humanos, en combinación con su excepcional capacidad para la transmisión cultural y la subsiguiente especialización laboral, dota a la especie de una formidable fuerza de aprendizaje compartido[5]. Se trata de rasgos genéticamente enraizados, según empieza a parecer evidente, que han co-evolucionado con la cultura.

Recordemos ahora aquella reflexión de Friedrich Nietzsche sobre cómo la gran deficiencia de nuestra educación humanista es que «nadie aprende, nadie aspira, nadie enseña a soportar la soledad»[6]. Tal sería, pues, la primera tarea de la educación y la principal virtud de la filosofía: enseñarnos a estar solos. Alrededor de esa misma empresa se organiza el principio liberal de la autonomía individual, que demanda de nosotros independencia de juicio para elegir nuestros fines morales, preferencias políticas y gustos estéticos, vacunándonos de paso contra el faccionalismo (en la versión del siglo xviii), la política de masas (actualización en el siglo xx) y el enjambre digital (en la encarnación más reciente de un mismo peligro). Sin duda, es un noble ideal que parece cumplir fines políticos ineludibles: lo que no es soledad, parece poder decirse en determinados momentos históricos, es populismo. Nada que objetar, en principio, a su promoción pública.

Ahora bien, ¿es posible leer el aforismo de Nietzsche del mismo modo tras saber de la tesis evolucionista que vincula de manera plausible el impulso de socialidad beneficioso para la especie con el dolor biológicamente activado por la soledad? ¿No constituye esa información una valiosa advertencia sobre la necesidad humana de comunidad, que acaso aconsejaría centrar nuestros esfuerzos menos en el fomento de una sana soledad y más en la construcción de espacios donde los seres humanos puedan estar juntos sin ser por ello peligrosos para los demás? O, sin necesidad de llegar tan lejos, ¿no hemos de ser más indulgentes con aquellos que fracasan en el intento de convivir con su propia soledad o de realizar su propia autonomía? ¿No entendemos mejor así el éxito de las redes sociales y demás mecanismos conectivos de última hora? Es significativo que el propio filósofo alemán hable de «soportar» la soledad.

Sería precipitado sostener, a partir de aquí, la conveniencia de cancelar el entero programa de la educación humanista. Ahí están las mejoras en autonomía experimentadas por el ser humano en los últimos tres milenios; o el descenso sostenido en el empleo de la violencia, majestuosamente documentado por Steven Pinker[7]. De lo que se trata es de mejorarlo, por la vía inesperada que representan las ciencias naturales, aumentando su reflexividad. O sea, ganando en el conocimiento de nuestros mecanismos biológicos y su relación con las representaciones, significados y símbolos generados por la cultura.

Es difícil exagerar la importancia de estos asuntos en el marco de una acelerada transformación social donde conviven los avances tecnológicos con la sospecha de que nunca hemos sido tan racionales como creíamos. Eso que en otro lugar he llamado el sujeto postsoberano[8] parece moverse a velocidad sostenida hacia un marco poshumano donde la ciencia y la tecnología ofrecerán posibilidades hasta hoy inéditas, sin que hayamos encontrado todavía respuesta a interrogantes políticos y democráticos tan elusivos como el grado de desigualdad tolerable, el contenido de la justicia o el papel que deben jugar los vínculos étnicos en la organización territorial del poder. Cada vez resulta más claro que no hay teoría política sin antropología política, esto es, sin una concepción del ser humano que delimite el campo de sus posibilidades e imposibilidades, así como de sus inclinaciones y antipatías. ¿Estamos ideológicamente determinados desde el nacimiento? ¿Somos susceptibles de persuasión racional o nuestras razones son meras justificaciones post hoc de nuestras creencias?