POR DENISE DESPEYROUX
Si yo fuera una dramaturga contemporánea, podría empezar este artículo diciendo que lo que me mueve a su escritura es haber recibido un correo de Sergio Colina, a quien no conozco, ofreciéndome participar en un dosier monográfico sobre dramaturgia española contemporánea donde se nos invita a reflexionar sobre nuestra trayectoria como escritores. Inmediatamente dejaría caer, como no dándome ni cuenta, que, según me dicen, es un dosier sobre los autores más interesantes del momento para una revista literaria de prestigio y con proyección en toda América Latina. Incluso podría aprovechar para comparar este reto con otros parecidos, preferiblemente de distintos países. Con este párrafo, que trataría de sonar introductorio e inocente, ya me habría dado, como sin querer, cierta importancia que me permitiría empezar a hablar de mi obra desenfadadamente y sin tapujos.

El caso es que sí soy una dramaturga contemporánea, y por eso sé hasta qué punto están presentes en nuestros días este tipo de trucos, tan útiles en ese género que ha venido a llamarse autoficción y que los autores teatrales hemos descubierto, como siempre, unos treinta años más tarde que los escritores de novela. No tengo pelea con el género y disfruto algunos autores que lo transitan. Como principal exponente estaría el uruguayo afincado en París Sergio Blanco; en España hemos visto recientemente un díptico de Borja Ortiz de Gondra sobre los Gondra; e incluso un autor como Pablo Remón, ajeno al revuelo de la autoficción, la ha practicado de forma brillante en su peculiar versión de Doña Rosita la soltera.

La reflexión acerca de qué demonios es el «yo» y cómo se entromete o no en nuestras creaciones me ha interesado siempre. Por eso, a la par que me atrevo a afirmar que no tengo reticencias con la autoficción, sí es verdad que me suscita muchos interrogantes, y la mayoría de ellos no se resuelven con las disertaciones de los propios autores de autoficción. Por ejemplo, no estaría de acuerdo con Sergio Blanco en que todo emprendimiento autoficcional sea un examen del yo. Escribir sobre el yo y desde el yo no es necesariamente lo mismo que explorarlo, ni tiene por qué ser un ejercicio de honestidad introspectiva. Creo que muchas veces se puede escribir (sobre el yo o sobre cualquier otra fantasía) para cualquier cosa antes que conocerse. Dicho de otra manera, la escritura puede ser una estrategia útil para «un yo que huye de sí». Como contrapartida, creo en el poder que la obra tiene para delatar a su autor sin que éste se lo proponga, incluso a su pesar. Creo en una verdad que yace en el fondo de la obra y en mis momentos más esperanzados hasta me digo que aspira a ser descubierta, y que ese descubrimiento puede ser fértil.

Por todo esto, cada vez que, como ahora, me piden que reflexione acerca de mi obra y mi trayectoria y evolución como escritora, al tiempo que lo recibo como un halago y una oportunidad, me veo también en un aprieto y me invade una sensación de pudor que roza la vergüenza o quién sabe si el miedo. He presentido, en varias ocasiones, algo que a estas alturas se ha vuelto una certeza: la obra sabe más que su autor. El teatro sabe en el mismo sentido en que el inconsciente sabe. Por eso, interrogarse acerca de la propia escritura, puede ser de lo más comprometido. ¿Sería posible que algo de aquello que escribí para perderme, al ser revisitado, me obligue a encontrarme?

Empecé a escribir porque la escritura me parecía una consecuencia natural de la lectura. De hecho, de niña no entendía cómo era posible que mis padres leyeran tanto y no escribieran nada. Cuando se acababan las historias de mis autores favoritos yo escribía otras nuevas, imitando su estilo lo mejor que podía, para no quedarme sin historias que leer, y para que esos personajes con los que tanto había compartido siguieran vivos. Algo de esto último ha quedado en mi escritura teatral: me resisto a darle a personajes con los que me encariño una única obra. Por eso invento dípticos, trípticos, secuelas o precuelas de todo tipo. Mis personajes pasan a veces de unas piezas y mundos a otros, produciéndose cruces que hasta a mí me sorprenden. ¿Qué hace, por ejemplo, el niño índigo de Carne viva en una comedia histórica de terror romántico como Ternura negra (La pasión de María Estuardo)? Si a esto le sumo que mi escritura ha ido ligada muchas veces al deseo de los actores, en el sentido de escribir algunas obras a medida para ciertos elencos, podemos inferir que esa necesidad de «seguir existiendo» no corresponde solamente a los personajes y que mi sensación de deuda no es sólo con ellos.

Nunca me imaginé como escritora. De niña, la escritura era una actividad lúdica entre otras; de adolescente y de joven pasó a ser una vía de desahogo, la principal herramienta con la que enfrentar el dolor existencial. En cuanto al teatro, llegó mucho antes que la escritura de teatro. Empecé a practicarlo a los doce años, sabiendo con certeza que quería dedicarme a esa profesión, pero hasta los veintisiete ni siquiera se me pasó por la cabeza la posibilidad de escribir teatro. Estudié filosofía y me formé en interpretación, daba clases e incluso dirigía, pero no había autores de teatro a mi alrededor y por eso ni se me ocurrió la posibilidad de escribir obras hasta que un día me hicieron falta escenas de mujeres. Tan pronto como los necesité acudieron a mi mente los primeros personajes: Alejandra (psicoanalista) y Hortensia (una actriz que se resiste al psicoanálisis). Esos dos pronto se sumaron a otros tres para armar una nueva obra. Efectivamente, Terapia y Amateurs, mis dos primeros textos y montajes, autodirigidos, autoproducidos e incluso interpretados (me reservé en ellos un personaje), compartían dos de sus criaturas. De hecho, he de decir que escribí Terapia porque no conseguía terminar Amateurs, que era una obra más compleja, y me apretaba la necesidad de estrenar. Del mismo modo que años más tarde escribí La Realidad, que partió del deseo de escribir Los dramáticos orígenes de las galaxias espirales, porque era más fácil producir una obra con dos gemelas y una sola actriz que esa otra con una familia más amplia. «Esta obra nació de otra obra que todavía no existe», escribí en el prólogo de la primera edición de La Realidad (edición de autora, en 2012).

Con aquellas primeras piezas descubrí que la psicología, en su dimensión terapéutica, me llevaba a imaginar situaciones que me resultaban teatralmente muy estimulantes. En mi tercera obra, Bienvenido a Girasol, pasé de la terapia individual a la terapia de grupo, imaginando un centro de desintoxicación muy peculiar para personas que sufrían adicciones de lo más diversas. A veces pienso que de alguna manera el inconsciente trata de reescribir una y otra vez la misma obra, de volver a las propias obsesiones para ver si puede llegar a expresarse esta vez un poco mejor. Mi último texto terminado a fecha de hoy habla también de una comunidad (Autores Anónimos) donde la protagonista, que se propone superar la adicción a la escritura, queda atrapada. Y es que una y otra vez descubro, repasando mis obras, ese juego de espejos. Esa especie de condición de las creaciones que responden a las dos propiedades inevitables de las geometrías fractales de la naturaleza: autosimilitud e infinito detalle.[1] No sólo en cada una de las obras las distintas partes se parecen entre sí, en distintas escalas, sino que en unas obras con respecto a otras todo es distinto pero a la vez se parece.

La vida no lo es todo y La muerte es lo de menos me sirvieron para perder el miedo a los espíritus. Comprobando que estos sufrían tanto como los vivos y que también tenían que lidiar con la pérdida, comprendí que, para unos y otros, la vida (y lo que sea que esté al otro lado de la vida) consiste fundamentalmente en lo que somos capaces de hacer con lo que nos queda. Estamos en 2008; más tarde, en 2013, este «Díptico del Más Allá» se convertiría en un tríptico al aparecer Por un infierno con fronteras, donde una nueva psicoanalista, Graciela, es acosada por una «no del todo expaciente» suicida. Cordelia, al igual que los otros desafortunados fantasmas del Díptico, comprueba que por culpa del Vaticano, que en 2007 cometió la insensatez de abolir el Limbo, no tiene literalmente ni donde caerse muerta. Ante semejante disgusto, lo mejor que se le ocurre es convencer a Graciela de orquestar una campaña a favor de la recuperación del Limbo, en la que se empeña en implicar al mismísimo papa Francisco. Por su parte, Graciela está convencida de que si Cordelia se le continúa apareciendo después de muerta es por una transferencia mal resuelta que ahora deben solucionar con sesiones de psicoanálisis retrospectivas. Sesiones tan imposibles como las de aquella primera obra, sí, quizá todavía más complejas en tanto que los recuerdos de la terapeuta y la terapeutada no coinciden.

Después de estas obras que se ocupaban de las relaciones entre el más allá y el más acá y se preguntaban cómo sobrevivir a la pérdida y, sobre todo, qué hacer con lo que queda, llegaron otras dos obras con muy distinto origen. De un lado, la que sería mi experiencia argentina: El más querido. (Una catástrofe navideña). De otro lado, El corazón es extraño.

De la primera podría decirse que es una obra escrita «a pie de escena» o a la medida de los actores. El proyecto surge del encuentro con un actor y dos actrices argentinas que no hallan textos que se acomoden a sus edades (él rondando los cuarenta, ellas cerca de los sesenta). Les planteo unas sesiones de trabajo para conocerlos y de ahí sale esta obra de dos mujeres que mantienen una amistad tensa al tiempo que se enamoran de su seductor y peculiar entrenador de tenis. En realidad, ésta sería una manera muy torpe de describir el complejo triángulo que establecen esos tres personajes heridos. Lo que quiero destacar es que quizá en esta catástrofe navideña llega a su punto álgido una tensión que ya asomaba en obras anteriores pero con menos contundencia: la tensión entre comicidad y tragedia. Es decir, la sucesión de momentos hilarantes que acaban conduciendo a un giro que impone un final dramático e inesperado y que, sin darme yo ni cuenta, se ha ido convirtiendo en uno de los sellos de mi dramaturgia.

El corazón es extraño tal vez marca un punto de inflexión, en el sentido de que plantea abiertamente una pregunta que obras posteriores se proponen contestar, con mayor o menor empeño: ¿cómo se aprende a amar sin esperanza? Pues parece que ensayando con los vivos el mismo amor que se tiene a los muertos, de quienes no nos está permitido esperar nada. Lo descubrirá Andrómeda, protagonista de la siguiente obra: La Realidad.