La sombra de la dictadura no sólo fue la causa del exilio de los muchos hombres letrados, sino que también nubló y sembró angustias y tristezas en la vida de muchos artistas dominicanos y caribeños de valía. En este tenor de ideas está la novela Las estatuas derribadas (2014), de Diógenes Valdez. Este texto retrata la vida de la notable escritora puertorriqueña Julia de Burgos, quien en sus luchas se tropieza con la figura infame y los esbirros de Trujillo. En suma, como puede verse e inferirse, el trujillato sigue siendo uno de los temas más taquilleros, el preferido de muchos escritores que todavía, a día de hoy, no logran exorcizar los demonios y los huéspedes infames que permean su conciencia y su visión del mundo circundante. Es paradójico, pero sólo cincuenta años después de la dictadura es cuando ha comenzado a narrarse el trujillismo tomando cierta distancia, sin improperios y sin histeria, tal como lo subraya Giovanni di Pietro (2018).

Algunos escritores, aunque pocos, han tomado distancia al narrar las secuelas siniestras y los hechos asociados con el trujillato y sus dominios siniestros, es el caso, por ejemplo, de la novela No les guardo rencor, papá, de René Rodríguez Soriano (2017). Un texto que destaca no sólo por la fuerza de su cronotopo, sino también por la sobriedad y la belleza de su trama, como veremos en páginas sucesivas.

El conjunto de males sociopolíticos que han azotado al país en las últimas décadas han sido retratos, en su complejidad y perplejidad, en varias novelas producidas por escritores experimentados, por ejemplo, el trasiego de drogas y la irrupción del narcotráfico forma parte de la trama de la novela Al este de Broadway (1999), de José de Moya; de El clan de los bólidos pesados (2009), de Pedro Peix; El turno de los malos (2016), de Fernando Berroa, entre otras. Algunos novelistas narran los hechos y los atropellos cometidos durante el período de los doce años del expresidente de la República Dominicana, Joaquín Balaguer, como acontece en la novela Tú siempre crees que viene una guagua (2011), de Miguel Ángel Fornerín; en ese mismo tenor está Rumor de río (2016), de Luis Martín Gómez. La lista de textos que tienen como eje la corrupción y la descomposición es extensa y variopinta, pero podríamos mencionarse algunos casos representativos, como Vórtice (2009) y Enigma (2014), de Armando Almánzar Rodríguez, en la última se describe la descomposición moral y la complicidad de la clase media-alta de la sociedad dominicana. En esa lista también cabe mencionar las novelas de Marcallé Abreu: Las siempre insólitas cartas del destino (1999); No verán mis ojos esta horrible ciudad (2009) y Las calles enemigas (Premio UCE de novela, 2012). En esta misma línea, se inscriben las novelas Dioses de cuellos blancos (2011), de Edwin Disla; Carrusel de duendes, difuntos y olvidados (2015), del dramaturgo Giovanny Cruz. En este texto el autor apela a una serie de cuadros teatrales y diversas situaciones, el fratricidio, la violencia mezclada con creencias religiosas del vudú y el asesinato. La novela Bacá (2007), de Manuel García-Cartagena, muestra la corrupción, la desigualdad y la descomposición social de la sociedad dominicana. El mundo de las pandillas y la realidad marginal de los barrios se retrata bastante bien en la novela Cóctel con frenesí (2003) de Emilia Pereyra; pero también en la novela Palomos (2008), de Pedro Antonio Valdez; y en Princesa de Capotillo (2009), de Luis R. Santos. El tema de la violencia de género e intrafamiliar sale a relucir en El caso número cien (2019) de Avelino Stanley.

El mundo del crimen y los gestos de crueldad cifran el trasfondo de algunas novelas de escritores claves y que son parte de la diáspora, tal es el caso de Candela (2007) y Los gestos inútiles, ambos textos son de la autoría de Rey Andújar; y La multitud (2011) de José Acosta, aunque este texto tiene una visible atmósfera existencialista y quizás una excesiva valoración del enciclopedismo.

Entre los problemas sociales hay que incluir el fenómeno de la inmigración en sus diversos aspectos e implicaciones socioculturales. El caribeño migra con facilidad; por eso, la condición de isleño del dominicano cifra los límites de su subjetividad flotante, por lo que busca furtivamente la posibilidad de emigrar, de viajar. Los problemas de inmigración desde y hacia República Dominicana es el tema principal, aunque de refilón, de un corpus de novela que aborda el conflicto y la convivencia con los haitianos. Este tema tiene otro enfoque cuando se trata de los avatares del dominicano según lo que puede apreciarse en la novela De cómo las muchachas García perdieron el acento (1994), de Julia Álvarez; la alteridad cultural y la presencia de los cocolos en Santo Domingo se recoge en la novela Tiempo muerto (1996), de Avelino Stanley; Perdidos en Babilonia (2005), de José Acosta, muestra los viajes en yola en su aspecto más cruel y desconocido: el negocio de los «caza mojaítos». En la novela La tormenta está afuera (2016), el mismo autor aborda el fenómeno de la emigración de los dominicanos hacia Estados Unidos, las experiencias de los personajes en el Bronx, la angustia de los personajes en el tránsito entre Nueva York y Santiago de los Caballeros.

Los avatares de la emigración como fenómeno que altera el modo de vida de los hombres y las mujeres también está presente en la novela El sueño americano (2019) de Franklin Gutiérrez. Este tema adquiere dimensiones míticas y simbólicas, como veremos en las próximas páginas, en La breve y maravillosa vida de Óscar Wao, de Junot Díaz (2008).

 

CONFIGURACIÓN DE LA SUBJETIVIDAD (INDIVIDUAL Y COLECTIVA) DE LA DOMINICANIDAD

Un texto literario, desde la perspectiva de la semiótica literaria (Barthes, Bremond, Greimas) no es un montón de palabras hermosas, sino una isotopía discursiva, es decir, «un conjunto jerárquico de significaciones y de redundancias» (Gómez Redondo, 1996, p. 329). Por lo que el texto literario producido por un autor no sólo representa su singular discurso artístico —objeto material con una intención concreta—, sino su modo de comprender y leer el mundo social y cultural en el que vive o ha vivido. De ahí que, en la obra de arte, no sólo esté presente la subjetividad de quien enuncia (el sujeto individual), sino también las ideas, los valores y las imágenes de la subjetividad colectiva. Esta idea es sumamente relevante para analizar y aproximarse al universo de los textos literarios, pues, de acuerdo con Jan Mukarovsky (1975), el texto literario —como objeto estético— no tiene significado en sí mismo, sino en cuanto articulación de este objeto con la cultura como un todo. Se comprende, pues, que el valor estético de una obra no recae en su valor sígnico o estructural, sino contextual. El lingüista ruso Mijaíl Bajtín (1999) afirmaba que lo importante en una obra literaria no es la materialidad del lenguaje, sino la arquitectura de las relaciones internas y externas de dicha obra. Dicho de otro modo: el texto está articulado indisolublemente a los valores artísticos del autor, pero también a los problemas sociales, éticos, religiosos o ideológicos de la sociedad en la que vive.

El lector, según sostiene la teoría de la recepción estética surgida en Alemania en la década de los años sesenta del siglo xx, es quien activa el universo de las significaciones posibles de un texto literario. Y lo hace porque, en cierto modo, reconoce valores y elementos simbólicos y semióticos que rebasan el ámbito del autor de un texto, ya que la obra literaria se presenta como un proceso de comunicación que conjuga lo textual, lo contextual y diversos elementos extratextuales.

En suma, en un texto literario puede rastrearse la configuración de la cosmovisión ideológica de un autor y las redes que la subjetividad de un sujeto, pero también pueden mostrarse las huellas de la subjetividad colectiva y sus derroteros según las construcciones semióticas, sociales y espirituales patentes en el texto literario. En la configuración o constitución de la subjetividad en el texto literario salen a relucir los miedos, los traumas, los prejuicios, las frustraciones y sueños tanto del individuo como de la colectividad. Esta dimensión temática, tan importante para la recepción, ha sido ignorada en nuestro suelo, aunque, en su estudio sobre el perfil de la novela, Avelino Stanley subraya, de soslayo, que la búsqueda y configuración de la identidad —primer elemento nodal de la subjetividad— es un elemento «común y en boga en estos momentos, sobre todo en la literatura que se hace en los Estados Unidos, América Latina y en Europa» (2010, p. 133). En el magnífico ensayo «Ciudades revisadas: la literatura pos-insular dominicana (1998-2011)», Miguel de Mena (2013) subraya que nuestra literatura siempre estuvo volcada hacia el afuera, lo histórico y lo público, mientras renegaba la subjetividad del sujeto que, como es natural, se manifestará de modo tardío en la narrativa, específicamente a partir de 1998. Argumenta De Mena:

La literatura que surge en 1998 ya no será trans, sino pos-insular: la relación pasado-presente se salva a favor de una contemporaneidad donde las relaciones son más horizontales y menos trazadas por las voluntades de ejercer una fuerza; las imágenes tradicionales de la isla —el mar como límite, lo interno o interior del país a partir de sus contrastes con la capital— son sustituidos por concepción de la fluidez en el espacio urbano; se rompe la vieja centralidad y las periferias de las ciudades se transforman en nuevos centros […]. En lo pos-insular todo es complementario, sea alguna zona de Haina o de Washington Heights. La tendencia es crear más un espacio virtual que físico, donde lo importante es la intensidad de las relaciones humanas (2013, p. 354).

Por lo tanto, lo pos-insular funciona como una poética enfocada en el desguañangue del sujeto y su talante ético. Es una visión del mundo que valora la subjetividad y los avatares cotidianos de los sujetos, la epifanía del yo consistente, del ser antes que el deber ser, lo urbano y lo marginal, el performance narrativo, pero también el fenómeno de la criminalización y la migración. La escritura pos-insular está representada por poetas y narradores, entre los que destacan Juan Dicent, Homero Pumarol, Rita Indiana Hernández, Rey Andújar, Aurora Arias, Martha Rivera y Junot Díaz.

En la novela dominicana de los últimos veinte y cinco años es posible rastrear y comentar al menos tres configuraciones relacionadas con la subjetividad según lo que puede leerse y apreciarse en diversos textos: a) lo periférico y residual como identidad narrativa (individual y social), la dispersión y fragmentación de la memoria; b) la lectura como desmitificación y comprensión de la historia nacional; y c) la subversión (de voces y discursos) como configuración de utopía rota (de carácter social) tejida y esculpida en el territorio de la ficción.

La novela dominicana de las últimas dos décadas no tiene asideros comunes, ni punto de comparación en lo que se refiere a formas, temas o estilos de los textos literarios. Es un corpus variopinto, extenso y complejo, que es difícil de clasificar y de tipificar, pues, como subraya Miguel de Mena, en esta constelación puede apreciarse la imagen borrosa de la dominicanidad y sus gestos, sus pretensiones y sus derrotas históricas y personales, que son muchas. No es una novela del desencanto, ni espejo de la vida social en sus diversas esferas, sino más bien, ante una búsqueda de la configuración de la subjetividad (individual y colectiva) que se forja en y desde la periferia y en los espacios de las relaciones humanas.

El corpus novelístico en torno a la configuración de la subjetividad (individual y colectiva) es muy extenso: contiene más de cuarenta novelas, pero aquí tan sólo abordaré los textos que, a mi parecer, son más ilustrativos de esta dimensión temática.

En 1998, Pedro Antonio Valdez publica su novela Bachata del ángel caído, texto con el cual obtuvo el Premio Nacional de Novela. El relato se caracteriza por un tono irónico, satírico y metaficcional. El narrador no sólo arremete contra la formalidad de las relaciones humanas, del lenguaje y los límites rancios de la burocracia que entorpece hasta los ritos fúnebres. La historia se ambienta en un barrio llamado el Riito. El barrio, el descalabro de los personajes y las formas marginales se constituyen en el cronotopo del relato, por lo que el autor implícito parece renunciar a las marcas burocráticas de la escritura misma para acoger las voces y el lenguaje del barrio como formas fundantes de la subjetividad que, si bien es auténtica, también resulta descarnada y cruel. El narrador expresa:

Ese diccionario de dominicanismos de Pedro Henríquez Ureña me ha sido de importante ayuda para comprender la jerga de esta gente, doctor. Pero el lenguaje de la calle crece más libre y veloz que los registros académicos, por lo que existen cientos de palabras recientes no incluidas en esa interesante obra. Le decía que, por no conocer mejor el lenguaje del barrio, ayer tuve una pequeña confusión. Iba cruzando el canal, cuando un mozalbete se me acercó y me dijo: «Hi, yo, ¿quieres perico? Y yo, que he simpatizado con el santo de Asís desde que analizáramos su biografía en la Logia, ¿recuerda?, le dije que sí; él me condujo a una pieza donde había un muchacho bailando heavy metal y un homosexual —a quien supe que le llaman Mecedora, porque como que se mece caminando, doctor—, el cual deshojaba una flor mientras movía su lengua teñida por el licor de menta. Mi anfitrión sacó algo del bolsillo del Mecedora; me extrañé de que un perico cupiera en una pequeña caja de fósforos. El mozalbete abrió la cajita próximo a mi nariz y pronto supe que el tal «perico» era cocaína.

 

Los elementos periféricos y residuales configuran y moldean la identidad narrativa (individual y social) de los personajes, actúan en los dominios de la ficción según el modo de asumir la cotidianidad y las estrategias para la supervivencia. En este orden de ideas, entronca una novela brevísima, pero que marca un hito: La estrategia de Chochueca (2000) de Rita Indiana Hernández. Este texto es el paradigma de la escritura pos-insular, según lo que he apuntado en líneas anteriores. Hablamos de un tipo de escritura que no sólo se caracteriza por asimilar y reciclar lo marginal y la intrahistoria, sino también por su carácter testimonial. Lo testimonial, según sostiene Miguel de Mena, es el rasgo más sobresaliente y característico de los escritores pos-insulares, ya que se aprecia el «escribir como acto de rehacerse, la transcripción de la memoria como otra manera de recuperar la felicidad o volcar el dolor, como constancia del proceso en el que el ser se constituye, llamando la atención sobre las temperaturas emocionales por las que ha travesado el sujeto. Para hablarse a sí mismo, el autor dará cuenta de su medio. Los pos-insulares establecen un nuevo sentido de urbanidad, vivido y constituido a escala humana, aunque con la conciencia de haber heredado un espacio restringido» (2013, p. 358).

La narradora de La estrategia de Chochueca es Silvia, una joven que vive un mundo atosigado, espurio, alguien que encarna en su andar el otro sueño de la ciudad y sus habitantes. «Las aventuras de Silvia discurren por una zona gris de la ciudad primada de América, habitada de ravers, cyber-freaks y poetas dedicados a la rola, el sexo, el perico y, en sus límites, a la delincuencia ocasional» (Duchesne Winter, 2008, p. 7). Las vivencias y los recuerdos del personaje nos muestran una topografía de lugares comunes: el barrio Invi, El Conde, la Zona Colonial, todos lugares asociados al devenir y al imaginario de la nación dominicana. Las andanzas y la actuación de los personajes muestran el vínculo, la subjetividad de la narradora y los personajes con los que interactúa y comparte vivencias, según se aprecia en la primera parte del relato, en la que se identifica de modo implícito con la periferia y lo marginal.

El recuerdo y el trance que sacude la conciencia de la narradora muestran su relación con el espacio, con los rincones de una ciudad sinuosa. Sin embargo, no es una ciudad extensa, ni letrada, sino una ciudad fragmentada, caótica. En realidad, ni siquiera tiene los contornos de ciudad, sino de un espacio-mundo-vivencial en el que la memoria se rencuentra con sus redes a través del ron Brugal, o del consumo de hierba (marihuana), o con una canción de Luis Días. Ese espacio es, nos dirá la narradora, «un laberinto de pelusas» (2003, p. 20). En ese espacio opaco y caótico, se manifiesta el vaivén de los personajes, la sinfonía del desencanto, el hastío existencial y las fisuras visibles y semióticas del entramado social. Nadie sueña con el paraíso o con maravillas, pues la ciudad se quema, se fragmenta, «partiéndose a pedacitos», dice la narradora, en la lucha por la supervivencia. El rey del desfile, el único mago es Chochueca (un personaje real, que existió en Santo Domingo), quien no sólo le roba las prendas a los muertos, sino que parece burlarse de la propia muerte y sus gestos milenarios.

La estrategia es una novela que dibuja la cotidianidad como elemento periférico y las bisagras mohosas del imaginario de la ciudad de Santo Domingo. Una ciudad fragmentada y sin espacio para la hilación de sueños o melodramas. Llama la atención que el texto no tiene un hecho como núcleo de la narración, sino que el relato parece un excursus nocturno, un desplazamiento de la mirada entre muros. El relato tiende a rebasar la secuencia de mega-episodios, que es una característica propia de los textos que describen y narran la pavorosa experiencia del hombre en la ciudad y su modo de relacionarse con los espacios urbanos y citadinos que, sin duda alguna, se rigen por la lógica del consumo, el juego y los vicios que corrompen al individuo, como acontece en Memorias de un hombre solo (2001) de Luis R. Santos.