María Sonia Cristoff
Derroche
Editorial Random House
256 páginas
POR BEGOÑA MÉNDEZ

Para empezar, una confesión: con frecuencia sueño que prendo hogueras en mi centro de trabajo y elucubro estrategias de rebeldía contra el tedio cotidiano de mi ocupación tan digna y tan bien remunerada; imagino esas cosas porque muchas veces, no siempre, me siento atrapada y banalizada, porque no es extraño que piense que vendo mi tiempo y mi alegría a cambio de un sueldo decente. En Derroche mis inocuas ensoñaciones se hacen carne en los protagonistas; a través de una prosa cruda y demoledora, ácida y resplandeciente que todo lo rasga y lo ilumina, la escritora argentina María Sonia Cristoff (Trelew, 1965) acude en nuestra ayuda para dar salida a la frustración laboral, a la adultez sumisa y adocenada, a las vidas consagradas a llegar a fin de mes o a labrarse una carrera. La tesis (terrible por certera) de esta novela es que no solo los trabajos mal pagados o precarios esclavizan y embrutecen, sino que también los trabajos disfrazados de nobles, serios y respetables son abusivos y extraen de nuestros cuerpos el deseo de estar vivos. En nombre del éxito y del reconocimiento nos dejamos explotar, aceptamos horarios absurdos y extenuantes, nos dejamos abusar por entidades y grupos empresariales que han convertido el trabajo en un averno insufrible: un estilo de vida fundado en la obediencia y la dedicación completa, una estafa, una artimaña para producir tristeza y robarnos la curiosidad y el hambre, las ganas de gritar y de inventar nuevos ritos y nuevos lazos comunes capaces de devolvernos los deseos de amar y de perder el tiempo en amistades y en juegos totalmente improductivos. Por ejemplo, ahí está Lucrecia en su camino hacia el éxito profesional, mírenla en el departamento de comunicación de una universidad de Buenos Aires. Editora. Encadenada a la mesa de su despacho. Horas interminables de trabajo de escritorio. Cumplidora. Agotada. Agobiada. Ella misma convertida en su propia bestia de carga. El mal de Lucre es también el nuestro, eso que la sociedad ha dado en llamar «el malestar contemporáneo», eso que, en palabras de Cristoff, es «un conglomerado de humillaciones que el eufemismo de época llama cansancio». Así se las gasta la escritora argentina, así escribe: con un cuchillo en la boca y líquido inflamable entre las manos. Tras ganar el Ricardo Rojas de novela en 2021 (cuyo premio consiste en un sueldo vitalicio), la autora se animó a redactar su carta de dimisión para la universidad donde impartía clases de escritura. De igual modo Lucrecia, trasunto sin duda de Cristoff, redacta su renuncia laboral tras recibir la herencia de su tía abuela Vita; en su misiva leemos: «Denuncio confabulación para convertir trabajos en infiernos insostenibles», escribe, y también: «Denuncio confabulación para convertir vidas en dedicaciones a tiempo completo. Denuncio extractivismo vital. Denuncio cosificación, estandarización, estupidización, banalización».

Derroche es exactamente lo que parece: una alucinación libertaria, una utopía anarquista corrosiva y embarrada que mitiga el sufrimiento de las almas y los cuerpos consagrados al trabajo, esa máquina asesina a la que nos entregamos a cambio de un dinero que permita sustentarnos. María Sonia Cristoff, que nada tiene de ingenua ni de optimista, sabe que el sueño de una renuncia laboral masiva y universal no va a producirse nunca: esa rebeldía exige un colchón económico que muchos ni siquiera podemos imaginar. Por eso, para hacer más liviana la paradoja insalvable de dinero y libertad, inventa para nosotros esta fábula alegato contra el mito del trabajo y en favor de la vida como despilfarro; esa es su utopía: cuerpos, como los nuestros, que están exhaustos y dicen basta. La novela, escrita desde la furia y la ironía, es molesta y escuece como un sarpullido. Sin embargo, pese a la mala baba, la autora también convoca la ternura y el amor, la compasión y los lazos comunitarios porque Derroche es una sátira incómoda y perversa sobre el mundo laboral, sí, pero es, sobre todo, una defensa encendida de las vidas que se alzan en rabia y en desconsuelo, que desisten y que huyen hacia otros modos de vida; una dimisión pequeña «que no por ínfima será inocua, que no por acotada será solitaria, que no por extraña será improbable» y que Cristoff se encarga de hacer visible.

Ahí está Vita, mírenla, es la tía lejana y casi imposible con la que todos soñamos. La vieja soltera que vive perdida en un pueblo de La Pampa, la mujer generosa que al morir le deja a Lucre una fortuna porque quiere liberarla de la servidumbre del trabajo asalariado. Hija de anarquistas militantes, Vita, desde muy chica comprende que no quiere convertirse en una proletaria quejosa ni ofrecer su vida a ninguna causa, como hicieron sus padres. Ellos, que apostaron sus vidas íntegras por la lucha de ideales e hicieron del trabajo fuerza motora del cambio, son cada vez más pobres y miserables; cada vez más solos y perseguidos, fracasan en el intento de ofrecerle a su hija un mundo mejor. Los padres de Vita, editores de una publicación libertaria, pasan de la euforia al desencuentro con otras corrientes anarquistas, hasta que el conflicto intelectual da paso al enfrentamiento armado, bombas, traiciones y atentados adentro del movimiento. Y un día su padre no vuelve ya más a casa. Todo eso vive Vita; entonces, no es extraño que reniegue de las vidas sacrificadas y ejemplares. Lo que ella quiere es dinero, el dinero suficiente para conservar las ganas de mantenerse con vida. «Hedonismo constitutivo contra el orden establecido», sentenciaron sus padres, una vitalidad que casi pierde en sus años de trabajo en una correduría. Entonces, a punto de enfermar de artrosis por rabia, de entumecimiento por rabia, Vita se planta: «basta de cucarachaje» anota en sus diarios. Y así es como inicia su particular venganza. Contra el asco y la pobreza, contra el insomnio y los jefes babosos, el negocio de la extorsión. Prácticas ilegales de chantaje emocional que le permiten ver dentro de las almas humanas, que rasgan el velo de las vidas admirables y descubre bajo ellas un inmenso desconsuelo, una enorme flaqueza. De esas actividades turbias contra ricos poderosos procede el dinero de Lucre. Una herencia que tendrá que desenterrar con un pico y una pala siguiendo las instrucciones que Vita ha dejado encriptadas en su ordenador. En su vuelta a La Pampa, la sobrina aletargada poco a poco se despierta, se quita la mansedumbre, aprende a caminar, a gozar del cielo abierto, a asumir imprevistos, a retozar en el barro, a tumbarse sobre el pasto, a salirse de las normas del orden de lo correcto, a divertirse, a extraviarse. Y lo hace, sobre todo, de la mano de «Más Chancho Serás Vos», un grupo de rock pampeano anarquista y multiespecie, y de Bardo, un jabalí gordo y feliz que le enseña las delicias de la mugre y de los bosques, del sonido y del fulgor de un árbol en la noche. En las cartas y diarios que su tía le dejó, Lucrecia descubre el poder del amor como vínculo secreto y operación de riesgo, más allá de los yugos tradicionales: la familia, el marido, correveidiles y chismes, el moralismo pacato de la clase burguesa. El amor en la novela es un lazo invisible que nos liga a los otros, un rito comunitario que restituye alaridos libertarios y ancestrales, la ternura que no puede banalizarse en un like, las caricias imposibles de ser espectacularizadas.

Derroche es una enmienda a la totalidad contra el imperio del dinero y del trabajo, una utopía salvífica y llena de mala baba, una novela cuyo eje y sustento es una furia feliz que invita al vagabundeo, que alerta contra el peligro de ser mercantilizados, que defiende sin vergüenza la pereza y el ocio, ese tiempo improductivo, ese jardín de delicias sin dioses jefes ni amos. Así deberían ser nuestras vidas porque lo otro es la muerte, un magma de humillación, injusticia y sometimiento. Mujeres, soldados, profesionales del emprendimiento o del crecimiento personal: nadie se sustrae de la explotación, nadie se salva del hurto del mundo como encantamiento. No en vano, en la novela, un minero decide morir sepultado entre escombros: «pongamos entonces que quiero morir enterrado vivo. Y acá no hay épica, sino réplica». Eso es Derroche: una respuesta bruta contra todos los abusos que aboga por celebrar la vida y despilfarrarla. Como caminadora compulsiva que es, Cristoff nos propone salir de nuestras tumbas doradas, deambular a la deriva, tomar desvíos, no ir nunca a ningún sitio, divertirse porque sí. Así es como se debilita al enemigo: con vitalidad salvaje. Así es como está construida esta novela, a través de un tránsito constante de géneros literarios y de personajes. Diario, crónica, canción pop o alegato; monólogo interior, narración omnisciente, mail o mensaje de voz. Todo rezuma esa increíble alegría de quien se entrega al camino. No seremos místicos ni bufones, tampoco chanchos salvajes, no presentaremos nuestra acta de dimisión ante nuestros superiores, pero leemos Derroche con una dicha esencial arrancada del adentro de esa mina devastada que son nuestros cuerpos y nuestras almas.