Ariana Harwicz
Trilogía de la pasión
Anagrama
312 páginas
POR FLORENCIA DEL CAMPO

Una a una, como quien tiene tres tiros por ronda, Ariana Harwicz disparó las novelas de lo que luego, diez años después de la primera, del primer dardazo, conformaría un solo libro titulado Trilogía de la pasión. Pero entonces, todavía, se sucedían una a la otra como lanzas a muerte con solo dos años de distancia entre la primera y la segunda, y tan solo uno entre la segunda y la tercera. Una ronda de cuatro años en total para redondear lo que acabaría siendo una trilogía, un triángulo pasional, y dar en el blanco de la escritura.

Primero fue Matate, amor. Año 2012. Es una mujer con un cuchillo. Luego habrá otros elementos, otras armas, que corten y maten. Pero empezamos por el cuchillo. Me pregunto por cuál acabamos. ¿Es la última arma la palabra, o acaso el silencio? Le siguió La débil mental. Año 2014. Es una mujer con su clítoris. Flechazos y escopetazos. Madre e hija. Y llegó Precoz. Año 2015. Es una mujer con el hijo y con el fuego. Arde, una mujer que arde. Desea, enciende y arde.

Yo las leo en sus ediciones individuales e independientes. Las dos primeras en Mardulce, la tercera en Rata. Todavía vinculo cada una con la imagen de portada de esas ediciones, que me quedó prendida al recuerdo. Anagrama las termina juntando bajo el título Trilogía de la pasión. Más allá de las cuestiones editoriales y comerciales, de si prefiero cada edición suelta o me gusta ese libro compilador, me aferro como una loca, una mujer loca, a la palabra «pasión». ¿Están apasionadas estas mujeres? ¿Qué les apasiona? Hipótesis: les apasiona desear. No hay mujeres más vivas y deseantes que estas que están matando y muriendo por algo.

Nos apasiona desear. Desear es que el bebé muera o al menos no llore; desear es la mirada de un ciervo, desear la mirada, ser mirada, cómo no; desear al vecino, desear al marido (Matate, amor). Desear que la hija deje de desear; desear que la madre me deje desear, me deje el teléfono en la mano para decirle que deseo, y que deseo seguir deseándolo; desearle la muerte a la esposa del hombre, o desearle al hombre el cuerpo y la muerte (La débil mental). Desear abarcar al hijo con los brazos y que el hijo se exceda de tamaño y que la madre se exceda de retraso hacia la edad mental de las preguntas; desear los excesos, punto, juntos; desear burlarse del orden y desordenar también los roles familiares; desear al hijo y que no sea incesto, que sea incendio (Precoz).

Las tres novelas tuvieron sus adaptaciones teatrales y será porque todas ellas son relatos llenos de escenas vívidas, de imágenes visuales y sonoras. La narradora de Matate, amor está con su bebé, con su marido, con sus preguntas, con su hartazgo, con la mirada del ciervo, con el vecino, y con su extranjería. La novela inserta la condición de extranjera de esta mujer que dice «matate, amor» o que dice «date por muerto» sin explicaciones de geografías, pero soltando esa condición de forastera que la coloca más fuera de lugar que la propia condición de mujer al borde del cuchillo. No hace falta decir que es una hispanohablante viviendo en un campo europeo; hace falta ver cómo la extranjeridad y la extrañeza se toman de la mano para acabar ella también mirando de la misma manera que mira el ciervo: desde un lugar animal, donde el resto de los mortales son absurdos, ridículos, desagradables, y otro tipo de bestias. Este fuera-de-lugar, que también es un fuera-de-sí («estar sacada» decimos en argentino para referirnos a un estado de alteración) no es tanto una característica de la biografía del personaje, sino una posición política de ese mismo personaje, y de la narrativa de Harwicz toda: es la manera de denunciar un problema con la lengua, porque la literatura en sí misma (dentro de sí, en su lugar, en el mejor lugar que le podamos inventar o imaginar) es un problema con la lengua. La literatura en Harwicz es una batalla a cuchillazos con la lengua. Que encima la narradora hable el idioma extranjero, o no lo hable, o lo hable mal, o lo hable para comunicarse, pero solo acabe comunicando su extranjería universal es, quizá, lo de menos.

En La débil mental, la hija es la amante de un hombre casado, y ese asunto, que se juega en mensajes que llegan y que no llegan al móvil, es también un asunto de la madre, porque en esta novela madre e hija se empastan, se estragan, se estrangulan, se tragan. Entre el cuerpo de una y el cuerpo de la otra parece no haber un corte que pueda salvarlas; al contrario: ese corte las desangra. Es a muerte esta batalla que podría pensarse que es con el tercero en disputa (el hombre), pero que es entre ellas. Batalla madre-hija. Si en esta novela hay un triángulo amoroso, no es entre los dos amantes y la esposa del hombre, sino entre madre e hija, y un hombre que aparece para desaparecer.

El hombre. Con esto entro en Precoz. Aparece el sujeto masculino, el varón, en la posición del hijo; y las mismas posiciones simbólicas que se combinaban en La débil mental se reproducen ahora en esta novela. También ese otro hombre, el maldito hombre que no sabe enviar los mensajes que se desean, que nunca llegan. Pero el deseo y el cuerpo es el de las mujeres. Vuelven las mismas preguntas: ¿dónde termina el cuerpo del hijo (o de la hija) y dónde comienza el de la madre (¿o la pregunta tiene que ser necesariamente al revés?) ¿Qué tecla de qué órgano toca el deseo de tocarse entre madre e hijo (¿o hija?) ¿Qué es lo que traga la madre estragante, la madre cocodrilo, cuando logró la presa en la boca, y la cierra? Tanto La débil mental como Precoz representan a la familia en una partida de dos jugadores donde uno de ellos es necesariamente rehén del otro, y donde el deseo que siente (o padece) el deseante por alguien externo a la familia es propiedad o asunto del núcleo (dúo) familiar y no del cuerpo individual como si tal cosa fuera posible. En ambas novelas desea hasta quien no desea porque, como mínimo, desea que la deseante deje de desear así son dos los que no desean, o así puede convertirse él o ella misma en el objeto de deseo. En cualquier caso, nadie, nada, destruye al vínculo. Aunque entre en escena un tercero a triangular, la dupla no tiene salvación.

Hay palabras que son importantes porque hay que preguntarse qué son: incesto, amor, masculinidad, locura, deseo, pasión. En las tres obras esto desborda. Desborda desde el lenguaje, no solamente desde las peripecias por las que los personajes pasan. Todo en esta trilogía es un tema de la lengua. La prosa de Ariana Harwicz es ese cuchillo de la primera escena de Matate, amor, es ese clítoris de la primera escena de La débil mental, es ese fuego de la primera escena de Precoz. Fuego que también está en la primera escena de las otras dos. Caliente. Calientes. ¿Están todos calientes en estas novelas? En argentino decimos «estoy recaliente» para una calentura sexual, y también para manifestar enojo, enfado. Querer coger, follar, e incluso hacer el amor, ¿es similar a querer matar, aniquilar? ¿El sexo y el espanto? ¿Masturbarse mucho más que invocando una imagen cachonda, pensando en quien se detesta o en aquello que nos daña realmente? ¿Arde el cuerpo porque se enciende cuál pasión?

Harwicz escribe con una lengua que rompe, daña y acuchilla o escopetea a la lengua normativa. Harwicz revienta, hace explotar por los aires, cualquier tipo de norma en su literatura porque la pregunta formal en su obra es qué es lo normal, y la apuesta política es por degenerar lo que estaba generado como ley. Si en la primera novela tenemos al marido y al bebé como aquellos seres que se suponen dignos de cariño, amor, deseo y cuidado, ya desde el título mandará eso a la hoguera. Si en la segunda tenemos el vínculo madre-hija como aquel que supone los mismos principios que se aplican a cualquier cosa en un mundo hipócrita, la novela lo vuelca en una caída libre al abismo, al vacío (no es spoiler, es el fin). Si Precoz es un tema de tiempo, de anticipación o retardo, esta novela hace detonar ya mismo, con urgencia, los cuerpos –desadaptados, degenerados– en una lucha animal donde se pierde la cabeza. Como si fuera la cabeza de un ciervo que cuelga en un restaurante, donde las familias, felices, comen debajo de eso y se relamen de placer.