«La literatura no produce una verdad, sino una relación posible con las posibilidades de una lengua»Por Carmen de Eusebio

Eduardo Lalo (Cuba, 1960) vive desde los dos años en San Juan, la capital de Puerto Rico. Es narrador, ensayista, artista plástico y fotógrafo. Profesor en el campus de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, colabora como articulista y crítico en diversas revistas literarias. Ha recibido el premio Ciutat de València Juan Gil-Albert 2006 por el ensayo Los países invisibles (Editorial Tal Cual, 2008; Ediciones Corregidor, 2014 y Fórcola, 2016) y el premio Rómulo Gallegos 2013 por la novela Simone (Ediciones Corregidor, 2012 y Fórcola/Ficciones, 2016). Otras obras suyas son Los pies de san Juan (2002), un ensayo fotográfico; La inutilidad (2004), una novela, y El deseo del lápiz: castigo, urbanismo, escritura (2010), un ensayo.

Es difícil no comenzar esta entrevista por los temas que más le interesan y que son más recurrentes en su obra: la invisibilidad y la visibilidad. Me gustaría abordarlos desde el punto de vista que, creo, está redefiniendo nuestras vidas en el presente y en el futuro: la riqueza, un elemento invisible que está cambiando nuestra trayectoria social, cultural y educacional. ¿Qué piensa al respecto?

La invisibilidad es un concepto que rebasa el asunto de la riqueza de las sociedades. He tratado esta condición en diversos libros, pero nunca con la amplitud con que lo hago en Los países invisibles. En este texto, el concepto se define dinámicamente. El término pretende ser operativo, es decir, ayudarnos a pensar, a redefinir lo conocido. Mi concepto parte de la ausencia de países como el mío en los procesos hegemónicos globales. La invisibilidad constituye un déficit de soberanía, ciudadanía y capacidad de autorrepresentación de poblaciones y territorios en un contexto planetario. Las imágenes de un país pueden figurar en muchas bibliotecas, pantallas mediáticas y portafolios financieros, pero, a la vez, un país puede permanecer en la invisibilidad en la medida que no logre intervenir, ajustando o contradiciendo esas imágenes.

La invisibilidad no se entiende en Los países invisibles en su acepción común. En ningún momento digo que ésta equivale a la inexistencia o a una no percepción. La invisibilidad (y, su contrario, la visibilidad) son mecanismos sofisticados de dominación. Las imágenes (como las palabras y las ideas) no circulan libremente ni tampoco surgen y se difunden entre iguales. Usualmente, un poder –sea éste el de un Estado, una cultura, un idioma o una institución– afirma un discurso, una versión de los hechos históricos. Si ese  poder es efectivo, por prestigio y por repetición, hará «natural» la aceptación de sus concepciones.

Resulta fácil ver estos mecanismos en relación a los Estados. En las Naciones Unidas, las Olimpiadas, el Parlamento Europeo, está Inglaterra o España pero no Escocia o Cataluña. La capacidad de representación de estas últimas sociedades queda, por tanto, limitada e impactada por la supercapacidad de otras. Un autor banal o mediocre, lo mismo que uno de indudable valía, proveniente de Estados Unidos, Francia o Alemania será más conocido que un español, y un español tendrá más poder de representación que un marroquí.

Como he dicho en más de una ocasión, los enunciados filósofo francés y filósofo puertorriqueño (o venezolano, boliviano, libio o tailandés) son lingüísticamente idénticos y, a la misma vez, marcadamente diferenciados. El primero, aparte de ofrecer la ilusión de lo «natural», brinda el realce de una denominación de origen, mientras que el segundo puede interpretarse como un chiste.

No basta aludir al prestigio de la tradición francesa porque, independientemente de cuál sea su valor, las tradiciones de los demás permanecen invisibles. Por tanto, no hay que leerlas. La invisibilidad es, también, una política de circulación de textos. Nos lleva a esforzarnos en una dirección y no en otra. Nuestra comprensión y energía se manifiestan poderosamente hacia las visibilidades y pueden prescindir sin resquemores de lo invisible. De esta manera se construye la curiosidad y se determina el prestigio.

Hay zonas enteras del mundo cultural y geográfico que el discurso hegemónico de lo visible considera mudas. No se supone que produzcan arte o pensamiento o, si lo hicieran, no se imagina que ese arte o pensamiento enfrente, desdiga o reubique lo establecido en la visibilidad. Una concentración de visibilidad hace desaparecer la riqueza del mundo.

Contrario a lo que se supone comúnmente, la condición invisible es la condición humana más generalizada. No tenemos que remitirnos a lo exótico desde la perspectiva occidental. No hay que referirse a asiáticos, caribeños o africanos. Pongamos el caso de un escritor español. Fuera de Barcelona y Madrid, un asturiano, valenciano, leonés o canario ¿qué posibilidades tiene? Desde los dos centros de poder cultural español, ¿quién ve y lee a un cántabro?

Entre el cambio y la continuidad existe una colisión tanto en las sociedades como en nuestro interior cuyos resultados son difíciles de analizar. ¿Podría darnos su opinión sobre sus efectos?
El Caribe resulta un buen ejemplo. Sus imágenes preponderantes siguen siendo, en internet, las mismas. La misma subalternidad, las mismas actitudes discriminantes, los mismo tópicos: playa, mulata, pobreza, revolución

El conflicto entre el cambio y la continuidad es una condición perenne. Equivale a vivir en la historia, y no se vive nunca fuera de ella. El asunto es quién maneja e impone los cambios. La respuesta es evidente. Un reducidísimo grupo humano tiene la capacidad material, financiera y tecnológica de provocarlos. Además, el cambio nunca es neutral o «democrático»; por tanto, beneficia y amenaza asimétricamente a las sociedades y a sectores dentro de ellas.

En la política se alude al cambio constantemente, pero en este contexto el término se ha vaciado de sentido. El cambio no transforma las estructuras, sino que, en el mejor de los casos, las resiste temporalmente. Pienso que hoy los ciudadanos no pueden trastocar nada fundamental pero, con un esfuerzo considerable, son capaces de abrir hábitats de convivencia alternativos que estarán siempre bajo amenaza. La lucha política pretende ganar tiempo: unos años o una generación.

Con respecto a esto, debo añadir algo: los poderosos tienden a ser torpes, a sobreestimar sus capacidades. Su proclividad al error permite la pervivencia de usos y maneras que se salen de su radar. Sus faltas, fallos y disparates promueven la libertad. El desliz del poderoso abre brevemente el espacio de una oposición efectiva. Sólo en ese momento la resistencia tiene oportunidad.

En este gran cambio mundial, existe un agente que lo ha propiciado, internet. La comunicación con los demás toma un papel relevante creando nuevos paradigmas. ¿La idea que, hasta ahora, tenemos de invisibilidad no estará cambiando a favor de las minorías? ¿No es cierto que muchos países y culturas ignorados y ninguneados estén adquiriendo, aunque de una forma efímera, alguna notoriedad?

Si la notoriedad de países y culturas ignorados y ninguneados es efímera, ¿existe algún cambio? Además, como antes dijera, la invisibilidad tiene en mis textos un sentido técnico y no debe entenderse según el sentido habitual del diccionario. Internet es un medio reciente que reproduce en lo fundamental las estructuras de los medios anteriores. Es tan dominadora como los grandes conglomerados de prensa y de editoriales. Es cierto que en la red podemos tener inmediato acceso a una revista, pongamos por caso, puertorriqueña, pero esto no significa que su posición y consumo en el discurso internacional haya cambiado. El acceso al instante de nada sirve si su contenido permanece invisible. Sencillamente, continuará en el limbo de una nube cibernética.

De igual manera, la notoriedad transitoria de una cultura o sociedad permanece contaminada por la mirada del centro de poder. El Caribe resulta un buen ejemplo. Sus imágenes preponderantes siguen siendo, en internet, las mismas. La misma subalternidad, las mismas actitudes discriminantes, los mismos tópicos: playa, mulata, pobreza, revolución. Algunos de mis libros han sido rechazados en editoriales francesas y alemanas «porque no parecen lo suficientemente caribeños». El contenido colonialista de la aseveración es escandaloso, pero innumerables intelectuales europeos no lo perciben. Poseen lo que he llamado en Los países invisibles un ojo maculado. Aunque tengan el fenómeno ante sí, no lo pueden ver porque no se adapta a sus concepciones.

A esto debo añadir que internet no provee una «solución» al problema de la comunicación. Cabe preguntar en qué ilusión de comunicabilidad nos adentramos cuando sin salir de nuestra pantalla pensamos que conocemos. El usuario de las redes sociales está acompañado por sus prejuicios y los puede expresar más fácilmente en el relativo anonimato de los nuevos medios tecnológicos. Sólo hace falta ver los comentarios de los lectores a una columna publicada en un diario. Si no se posee sofisticación lectora, internet no es más que un juguete, otra caja boba, como la televisión de nuestros días.

Dicho esto, resulta patente la agilidad que concede esta tecnología. Lo mismo en una campaña política, que en la publicidad, que en la creación de una opinión. No obstante, internet no sustituye a la escuela ni a la cultura del ciudadano. Lo último determina el uso y el potencial transformador de la tecnología. Sin esto, simplemente se acelera e inmediatiza la circulación de la ignorancia.

Si buscamos en la Wikipedia la definición de globalización, nos dice: «La globalización es un proceso económico, tecnológico, político y cultural a escala planetaria que consiste en la creciente comunicación e interdependencia entre los distintos países del mundo, uniendo sus mercados, sociedades y culturas…». Hay muchas y divergentes opiniones sobre las consecuencias e intenciones de este flujo. En el caso de la cultura, ¿la desaparición de la cultura culta sería la parte más visible y nociva de esta unión?

El deseo del lector que soy choca contra las mesas de novedades y contra los estantes en los que se almacena el catálogo

Hace años ya que la visita a la mayor parte de las librerías se tiñe para mí de decepción. El deseo del lector que soy choca contra las mesas de novedades y contra los estantes en los que se almacena el catálogo. Si, como miembro de un jurado de un premio literario, se tienen que evaluar 200 títulos, acontece el descubrimiento de la desolación del panorama. La misma novela se repite hasta el asco y la extenuación. Hace un tiempo, me contaron de un editor español que buscaba a un escritor del Cono Sur, con entre 30 y 40 años, preferiblemente de buen ver, con novela de extensión estándar –es decir, no más de 300 páginas–. Una parte sustancial de la oferta literaria actual responde a estrategias como ésta. La búsqueda de un hombre blanco, asimilable por Europa y Estados Unidos, que nos relate sus encuentros con jóvenes tatuadas. Como la realidad irrumpe, no puede ser de otra manera, es más fácil encontrar esto en Escandinavia que en Pakistán. Los holdings editoriales «descubrirán» la literatura del extremo Ártico y se la propondrán al mundo en 30 traducciones. Un noruego resulta mejor que un sirio. Un islandés es un isleño más vistoso que un haitiano o un puertorriqueño. Wikipedia no dice esto en su consideración de la globalización. Quizá sería provechoso proponerle este añadido.