Patricio Pron
El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia
Anagrama
240 páginas
El narrador vuela desde Alemania hacia Argentina. Llega a su ciudad natal. Atraviesa el pasillo de un hospital, se sienta frente a su padre, que quizás muera. «Un tiempo antes había intentado hacer una lista de las cosas que recordaba de mí mismo y de mis padres como una manera de que la memoria, que había comenzado ya a perder, no me impidiese recordar un par de cosas que quería conservar para que yo no fuera alguien que huye de él mismo y al mismo tiempo un desconocido», escribe al comienzo de El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia. En esa frase, que intenta ser quirúrgica pero en la cual habita el temblor de lo indecible, emerge la necesidad de hacer lo único que el narrador puede hacer entonces: escribir. No tanto para exponer el yo –este es un libro donde el «yo» camina hacia el abismo, se repliega, transita cierto pudor imposible– sino para indagar el «nosotros» que subyace en el protagonista y en sus padres como experiencia personal y política. Esa indagación es la que articula este libro.
Publicado por primera vez en 2011, la reedición de El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, a cargo de Anagrama, no hace otra cosa que darle mayor espesura a los interrogantes planteados en aquel momento inicial. En un país desgarrado por la dictadura en los años setenta, los padres de quien narra debieron, en tanto militantes, atravesar la desaparición y el asesinato de muchos de sus compañeros y amigos. El hijo, por su parte, tuvo que asumir el desencanto y el cinismo generacional que vinieron después. Ninguno de los miembros de esta familia encontró el modo de desandar el camino para tender puentes. Pero lo han intentado. En consecuencia, este libro no es un puente, exactamente: es su imposibilidad. También por eso resulta inquietante y hermoso de una manera dolorosa. Y sobre todo, verdadero. Con el tipo de verdad opaca donde la literatura no pretende parecerse a la vida sino a sí misma.
Patricio Pron nació en Rosario, Argentina, en 1975 (en el libro la ciudad aparece mencionada como «*osario», un poco en chiste, un poco como balbuceo o como alegoría de aquellos huesos enterrados que la escritura exhuma). Dueño de un talento precoz, comenzó a publicar a fines de los noventa. A partir de entonces, su trabajo fue premiado en diversas oportunidades (recibió el Juan Rulfo de relato en 2004, por ejemplo). Pron dejó Argentina cuando era muy joven, se mudó a Alemania, obtuvo un doctorado en Filología Románica por la Universidad Georg-August de Götingen, se mudó a Madrid, donde vive actualmente. A lo largo de su obra, es posible advertir una meticulosa construcción de la lengua, que va modulando una voz en apariencia muy sobria, pero habitada por la presencia fantasmática de sus diversas vidas y geografías. En ella late aún, casi imperceptible, cierto rastro de origen que en este libro encuentra su cauce. Es decir, el barrio Tablada, en la zona sur de Rosario (un barrio popular, de raigambre peronista, como parte de una ciudad enclavada en el corazón de la pampa gringa, al igual que El Trébol, un pueblo distante a unos 150 kilómetros de Rosario y otro de los epicentros del libro).
Él mismo mencionó estos datos en una entrevista que le hicieron en Rosario en 2023, cuando se celebró la Semana del Autor, que en esa edición fue en su honor. Allí estuvieron sus padres, Graciela «Yaya» Hinny y Rubén «Chacho» Pron. Cualquier periodista que haya transitado las redacciones de los diarios que nacieron y murieron o sobreviven en Rosario en los últimos treinta años, seguramente se encontró con Yaya y Chacho, los tuvo como referencia o mentores. Y es que ambos son parte de la historia del periodismo gráfico de la ciudad, como también cuenta el libro. A lo largo del tiempo, el escritor ha logrado tener un vínculo más templado con ese origen. Para eso, realizó un tránsito paciente a través de sus propias perplejidades. Sabe, sin embargo, que la escritura no necesariamente consiste en un ejercicio de honestidad brutal sino en la construcción de una filigrana mucho más sutil, como la que trazan las gotas de lluvia contra los vidrios. «Lo que yo vengo a contar fue verdadero pero no necesariamente verosímil. Se ha dicho que en literatura lo bello es verdadero pero lo verdadero en la literatura es sólo lo verosímil, y entre lo verosímil y lo verdadero hay una distancia enorme», advierte Pron en un tramo de esta novela (así la califica él) que ha sido considerada por otros como «autoficción», «novela de no ficción» e incluso más recientemente, «true crime».
En esos días de 2008, el forzoso reencuentro con la casa y la vida familiares le permite revisitar ambas cosas (la casa y la vida) como un explorador silencioso que puede andar a sus anchas porque nadie lo está mirando (la familia está ocupada en otras cosas). Así descubre una carpeta y una serie de archivos y advierte que su padre buscaba pistas sobre un hombre asesinado por entonces en El Trébol, el lugar donde el narrador pasó las vacaciones en su infancia, donde vivían sus abuelos paternos, donde el padre escondió a la madre en la época de la dictadura, temeroso de no salir con vida. La víctima se llamaba Alberto Burdisso, habitante sin aspiraciones («un tonto faulkneriano», lo define el narrador) de un pueblo de llanura que de repente es encontrado adentro de un aljibe en un asesinato aberrante que el padre del narrador busca reconstruir con recortes periodísticos, apuntes, mapas, que son como un rompecabezas para su hijo.
El hilo conduce a Alicia Raquel Burdisso, hermana de Alberto, detenida y desaparecida en 1977 por la dictadura militar, muy lejos de El Trébol, en Tucumán, al norte del país. El hijo descubre que su padre y ella eran amigos, que ella también fue periodista y fue quien alentó al padre a militar. La novela deviene, entonces, en una delicada arquitectura de simetrías entre el padre y los Burdisso, entre el hijo y el padre, entre los dos y el silencio y la muerte. «Alguien alguna vez había afirmado que los hijos serían la retaguardia de los jóvenes que en la década de 1970 habían peleado una guerra y la habían perdido y yo pensé también en ese mandato y en cómo ejecutarlo, y pensé que una buena forma era escribiendo algún día acerca de todo lo que nos había sucedido a mis padres y a mí y esperando que alguien se sintiera interpelado y comenzase también sus pesquisas acerca de un tiempo que no parecía haber acabado para algunos de nosotros», se lee en un tramo.
Al modo del Angelus Novus de Walter Benjamin, esas preguntas están impelidas hacia atrás pero la tempestad las empuja, inconteniblemente, hacia el futuro. Esto las actualiza de manera constante y las pone en un diálogo con el presente si bien Pron pensó que una historia demasiado local, deliberadamente descoyuntada en ciertas zonas, no iba a ser bien recibida. Por el contrario, el libro fue traducido a más de diez idiomas y encontró eco en países diversos también atravesados por el horror, como España, Uruguay, Chile o Alemania.
El escritor incluyó un epílogo en la primera edición, ahora corregido y ampliado, donde relata que tras leer la novela, su padre (que no murió) le envió un archivo con varias aclaraciones, disponible en la web. («Escuché decir a alguien que era inventado, parte de la obra», apunta Pron hijo sobre ese archivo. Hay en esa observación una sutil humorada porque cualquiera que lo conozca, sabe que Pron padre ejerce con total dignidad ese lugar común que indica «de tal palo, tal astilla»). En la escritura paterna (didáctica, precisa, obsesiva por los detalles) se advierten rasgos parecidos a esos que Patricio transformó en un estilo propio. El padre admite que le hubiera gustado escribir una novela pero nunca pudo hacerlo. Polemiza con el hijo sobre la lucha armada, sobre sus convicciones, sobre los libros que leyeron ambos: «No puedo –no pude– leer la novela como el producto de una maquinación intelectual. (…) Yo en particular la leí como si todo el texto fuera una larga carta. (…). Y veo que en ella pudiste cruzar un puente que a mí me resulta difícil atravesar», confiesa.
En ese espíritu que sigue subiendo, en la fragilidad de la escritura o la lluvia o ambas cosas, existe un espacio de encuentro donde el padre y el hijo pueden abismarse por el futuro con la vista vuelta hacia el pasado. Cada quien, sin embargo, habita un lugar distinto. El encuentro nunca es posible porque siempre está siendo. En esa herida del gerundio, Pron decide detenerse y escribir, indagar a tientas un presente continuo, donde la historia no es lineal sino cíclica. Todo esto determina que personas de diversas geografías encuentren en este libro, ayer y hoy, un terreno común. También, una intemperie compartida.