Ese maldito yo. Eso decía el lomo de aquel libro: Ese maldito yo. ¿Quién puede titular así y qué es lo que aglutina bajo semejantes palabras? Cuidadosamente, pero ya con hambre de esas páginas, apoyé el dedo índice sobre la parte superior e hice balanza, atraje el libro y lo abrí. Necesitaba saber qué decía. «Pienso en C., para quien beber café era la única razón de existir. Un día que le hablaba de los méritos del budismo, me respondió: “El Nirvana, de acuerdo, pero con café”. Todos tenemos alguna manía que nos impide aceptar incondicionalmente la dicha suprema». Junto a ese breve texto (¿frase, anotación, pensamiento?), y separados por un asterisco cada vez, descubrí otros tantos textos (¿consignas, ideas, acaso proverbios?) de la misma naturaleza. «Para neutralizar a los envidiosos, deberíamos salir a la calle con muletas. Únicamente el espectáculo de nuestra degradación humaniza algo a nuestros amigos y a nuestros enemigos», el igual de tremendo «Solo me entran ganas de trabajar cuando tengo que ir a una cita. Voy siempre a ella con la certeza de dejar escapar una ocasión única de superarme» e incluso el irrefutable «Lo que sé arruina lo que deseo». El disfrute había comenzado, aunque algo se me escapaba por completo: si no parecía una novela ni un poemario, y mucho menos lo que entendía por ensayo, ¿qué era ese libro, qué naturaleza tenía su escritura?
Esta anécdota me resulta fundacional, y el encuentro entre una joven y el libro adecuado tiene, leído desde hoy —pero ya incluso entonces— el carácter de lo inevitable. Completo la escena añadiéndole contexto: esa tarde de sábado de diciembre había ido in extremis, casi a la hora de cierre, a una de las bibliotecas públicas de mi ciudad para tomar prestado un libro. Me hacía falta para algún trabajo de la facultad, en la que apenas llevaba un trimestre estudiando. Pero incluso en la prisa me dejé llevar por la golosa curiosidad del excedente, y así di con aquel título, con aquel libro. Ni siquiera recuerdo ya cuál había ido a buscar. Guardé Ese maldito yo en el bolso y acudí a la cita que tenía, porque esa noche, por supuesto, el plan era salir. «No sabéis el libro rarísimo que he encontrado», les dije a mis amigos. No les extrañó demasiado porque, como estudiantes de Filosofía, conocían vagamente a Cioran; la mayoría lo despreciaba desde esa falsa altura intelectual que dan los primeros años de estudios: autor sin obra sistemática, quizá poco ambicioso como filósofo, demasiado cercano a la literatura, creo que pensarían si hubieran tenido que articularlo más allá de la mueca de desdén. Confieso que a mí tampoco me extrañó tanto, en el fondo, aquel libro, porque para entonces no era la primera vez que había leído algo a lo que solo sabía llamar «citas» y que no sabía muy bien hasta qué punto ganaban su autonomía o se relacionaban entre sí dentro del libro. No tenía herramientas, lecturas, apuntes ni conversaciones para nombrar con precisión. No había llegado a una de las palabras que lo problematiza, tampoco a las sutilezas a las que más horas dedicaría en un futuro no demasiado lejano: qué es un aforismo, en qué se distingue de un fragmento. Y más allá, cuál es su historia, cómo se escribe, por qué tiene sentido publicarlo. Digo que no me tomaba por sorpresa porque antes de eso ya había leído y posteriormente repasado una y otra vez —con las anotaciones a lápiz, los subrayados, los asteriscos en el margen como forma de entusiasmo— un libro de citas que estaba en casa, a veces en el mueble del salón y a veces sobre la mesa. Mi madre lo había pedido al Círculo de Lectores para que yo le echase un vistazo y ella misma se había enganchado. Un tomo grueso pero amable, legible también para una alguien de catorce años. Estaba lleno de «frases» y durante unas semanas me lo llevé a todas partes. Parecía un oráculo —siguiendo aquel mandato de la bibliomancia: abre el libro por una página al azar, lee una de sus líneas (en este caso bien cerradas) y eso te dará respuestas—; era en realidad una forma de extraer artificialmente pensamientos de numerosos autores/as y compendiarlos por orden alfabético; y para mí, finalmente, significó el primer contacto con una literatura intermitente, disruptiva, en ese caso seguramente a su pesar.
Si tengo que responder a la pregunta que yo misma lancé, aquel otro libro, Ese maldito yo, era un hombre pensando. Quizás entrecortadamente, de ahí que a mis compañeros —incapaces de asimilar otros sistemas— les pareciese menos sistemático, mostrando con eso la poca fe que se tiene en general en la potencia del fragmento. Más tarde supe que el título original, Aveux et anathèmes, se traducía literalmente por algo así como Confesiones y anatemas. El nihilista pero vitalistamente polémico Émil Michel Cioran lo había publicado en 1979 en París, más de cuatro décadas después de abandonar su Rumanía natal. Desde entonces seguí esa estela entre la brevedad y lo fragmentario.
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Los libros de aforismos fueron durante un tiempo algo difícil de encontrar, una suerte de tesoros escondidos en las estanterías más inesperadas de bibliotecas, librerías y casas. Se infiltraban en esos espacios, a través del tiempo y también en la bibliografía de sus autores/as. Pocos son los que en su momento dedicaron toda su escritura a este género, algunos más quienes son recordados por una destreza especial en su decir conciso —los moralistas franceses, Blaise Pascal, Ramón Gómez de la Serna con sus greguerías—, y varios poetas y algún narrador/a se han dejado llevar por la excursión literaria a estos territorios menos celebrados por el público general. Cada vez más. En España, y según los datos aportados por José Ramón González en Pensar por lo breve, durante los años 80 se publicaron 9 libros de aforismos; durante los años 90, 26; de 2000 a 2012, 88. Con ese crecimiento exponencial —a pesar de su modestia—, hace ya unos años que hemos normalizado la difusión de libros de aforismos, que tienen su propia colección dentro de catálogos de algunas editoriales y que, en algunos casos, son las publicaciones principales de esos sellos. Y si siempre es una buena noticia que lo periférico se nutra de vida y llegue a ser accesible para cualquier lector, sería cínico en cambio olvidar que la mayor producción de escrituras disidentes acaba a veces por inaugurar una fórmula. Pero en ese particular tipo de lectura y escritura que busca o encuentra sin querer, algo sigue siendo escurridizo, afortunadamente. Por eso el extrañamiento problemático y feliz que producía el aforismo —que es, a pesar de su aparente fragmentariedad, al fin y al cabo más apresable, autónomo, diríamos— se ha desplazado en estos días a su en ocasiones casi indistinguible compañero: el fragmento. Este sigue siendo salvaje, travieso, libérrimo, se permite crecer en extensión y dilatar su escritura de acuerdo a su deseo. Y sigue marcando parte de la obra de ya clásicos y clásicos contemporáneos, como Walter Benjamin y su fragmentada Infancia en Berlín, Theodor Walter Adorno y sus ciento cincuenta y tres relámpagos en Minima moralia, Georges Perec y sus inagotables y divertidísimas propuestas de Pensar / Clasificar, Roland Barthes y los autoproclamados Fragmentos del discurso amoroso, Carlos Edmundo de Ory y sus aerolitos, Chantal Maillard o La mujer de pie pensando a ráfagas, María Negroni y su peculiar forma de narrar El corazón del daño. Todos ellos/as han tenido que pasar por autores normales —sea lo que sea eso— para justificar la publicación y permanencia de algunas obras brillantemente inclasificables, preciosos artes de retales bien cosidos. Pero está presente, por supuesto, en nuevas, más arriesgadas aún y anglosajonas formas de escritura contemporánea —no del todo asimiladas en otras concepciones históricas de la literatura—, como las de la estadounidense Maggie Nelson o el irlandés Brian Dillon: Los argonautas y Bluets, Ensayismo. Y continúa, por supuesto, generando fascinación a unas minorías y, por otra parte, una muy clasificable irritación a un extenso grupo lector que parece disfrutar más de la catalogación purista de los libros en la estantería «adecuada» que de su propuesta literaria.
El fragmento no se deja atrapar, es la mariposa que escapa del cazamariposas. El fragmento es hoy el tímido estandarte de la literatura híbrida.
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Las mejores preguntas nunca se agotan, a pesar de o precisamente por su aparente sencillez: ¿Qué es un fragmento? Una idea de Friedrich Schlegel resulta reveladora en este punto: «Muchas de las obras de los antiguos se han vuelto fragmentos. Muchas obras modernas son fragmentos en cuanto las escriben». Ahí radica toda la complejidad de esta escritura de la que es difícil postular si ha adquirido la categoría de género o permanece en el presunto despiste de la anotación suelta, si es una brevedad paradójicamente autónoma o fue antes un cuerpo literario al que pertenecía. Porque podría tratarse de una astilla de un texto más fornido, como ocurre con gran parte de las obras que hemos recibido de autores y autoras de las antiguas Grecia y Roma. Por eso leemos entrecortadamente a Safo, con la esperanza de reconstruir en la imaginación el corpus completo a partir de las pistas que nos han llegado: «cuando rezo… / esa palabra… / yo quiero…». El fragmento sería en este caso, por definición, una «parte pequeña de alguna cosa quebrada o dividida», una «parte extraída o conservada de una obra artística, literaria o musical». Un género curioso, porque precisaría para su existencia no tanto de su nacimiento como de su ruptura con lo que lo conformó.
Pero si mantenemos la intuición de Schlegel, existiría un segundo tipo de fragmento, el más interesante hoy: el que nace como tal. Aunque no lo parezca, estamos entonces ante un texto muy diferente de los anteriores, porque puede crearse aislado, casi bastándose a sí mismo, o ser quebrado a conciencia de una instancia mayor. Solo a posteriori, en una lectura que lo aglutine junto a otros como él y tributando bajo un mismo título que le dé consistencia al conjunto, da acceso al sentido completo, la unidad superior de un libro al que se adelantó. Hablamos entonces, por fin, de escritura fragmentaria. Sin embargo, esta denominación parece servir a muchos para capturar en parte lo inclasificable, lo híbrido, lo que desordena nuestras bibliotecas. Porque cada vez que alguien habla de «libro híbrido» hay un altísimo porcentaje de probabilidades de estar señalando uno creado con fragmentos, independientemente de la extensión de estos; de uno que exige la participación de quien lee, quizá no más que en otro tipo de libros, pero sí de forma más explícita, proponiendo una reconstrucción a través de los silencios-espacios entre cada fragmento. Como si eso fuese un inconveniente y no la clave de lo literario.
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Cuenta el mencionado Brian Dillon que, desde que empezó a escribir hace más de quince años, siempre guarda sus textos en una carpeta del ordenador llamada «reseñas». No es cierto que toda su escritura se corresponda con esa etiqueta, pero confiesa que prefiere la sensación rutinaria de que todo lo que escribe tiene una modesta ambición: «llenaré el espacio asignado en una página, pasaré al siguiente encargo». Es algo así como la tranquilidad de lo abordable, una falta de expectativas —otros dirán «de ambición», de nuevo, aunque poco tiene que ver— en la propia escritura. Sucede, sin embargo, que este autor se confiesa también adicto a la profusión, no tanto a la producción, y son más de mil ya los textos que pueblan esa carpeta digital, algunos de ellos convertidos en libros, otros tantos no. Le gusta y detesta al mismo tiempo que su vida como escritor sea tan fracturada, porque esa quiebra da la idea de contingencia. Pero también calma su «ansiedad asesina». Y concluye: «Escribir para mí es la producción serial de fragmentos que se podrían redactar en un día o dos». Dillon es un obseso —un enamorado— de los fragmentos, a los que se refiere de mil maneras —ensayos, frases, pequeñas piezas de estilo— y a los que dedica gran parte de su escritura, al mismo tiempo ensayística, fraseada, estilizadísima.
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Después de aquel encuentro en la biblioteca, y entre otros tal vez menos significativos, hubo dos más que dejaron una marca en mi biografía lectora. El primero fue con los Pequeños tratados, de Pascal Quignard. De nuevo en un mes de diciembre empecé a leerlos, en una preciosa edición en dos volúmenes, sentada esta vez en mi lugar de trabajo y llevada por una intuición. Ya en las primeras páginas me dije «He aquí otra epifanía», algo que cada lectora siente cuando un autor o autora que desconocía va directo a su altar. Al compartir la fascinación, la respuesta no fue ahora el desaire hacia Quignard, ni mucho menos. Más bien tuve que resistir el envite de una acusación: «¿Aún no lo conocías?». Y no; por suerte, lo leía por primera vez. Esos tratados no cabían en ningún género, eran «cortos argumentos desgarrados, contradicciones que se dejaban abiertas, manos negativas, aporías, fragmentos de cuentos, vestigios (…) Siempre he amado las cosas rechazadas», en palabras del propio Quignard. Eran, en efecto, fragmentos. Llenos de contundencia, de belleza, de duda, desplegándose y afectándose entre sí. Era una reflexión en torno a los temas de lo humano, una observación desde la concepción literaria del mundo, y de ahí su recurrencia a los libros, al carácter de lo elocuente, a las bibliotecas, a las lenguas muertas, a las páginas, a la traducción casi imposible del pensamiento a la letra. Aquí tampoco había sistema, y esa era —por fin de forma explícita— la gracia: «Sistemas enteros parecen reiterar: horror al vacío. “¡Una respuesta mejor que nada! ¡Una pesadilla, una tiranía, no importa qué, una guerra, un amor, una superstición, todo antes que la falta de sentido! Pero no son más que vacío. Son el sonido que produce el vacío. La amenaza no proviene del vacío sino del miedo al vacío».
Y terminé por encontrar a Maggie Nelson. A ella acudí intencionadamente y sobre aviso: me iba a encantar, decían las voces amigas. Un augurio a veces problemático. De su libro Bluets, y también del anterior Los argonautas, la crítica no cesa de preguntarse si es un ensayo poético, una autobiografía, un relato excéntrico… ¿Son buenos?, me pregunto yo. Buenísimos, respondo. ¿Por qué? Porque ambos libros, en su valentía formal, dan lugar a que la escritura de Nelson entreteja temas y argumentos con una coherencia insospechada para la diversidad que reúne, para el tono que propone. Impreso en tinta azul, el libro Bluets está marcado por un total de doscientos cuarenta fragmentos que, como tales y a pesar de su aparente autonomía, pertenecen a un orden de sentido mayor. Esta retícula despliega una variedad azul tan personal como compartible, que colorea el fin de una relación y su insistente permanencia en la memoria, la nostalgia, la enfermedad de una amiga a quien los pies se le quedan «azules y suaves por desuso» y la tradición de los que, como Nelson, pensaron en los colores como hilos capaces de conducir y dar significado a su vínculo con el entorno: «1. Supongamos que comenzara diciendo que me he enamorado de un color. Supongamos que fuera a hablar de esto como si fuese una confesión; supongamos que hago añicos mi servilleta mientras hablamos. “Empezó paulatinamente. Una apreciación, una afinidad. Y, un día, se tornó más serio. Entonces —mirando una tacita vacía, su fondo manchado con un delgado residuo marrón enroscado en forma de caballito de mar— se volvió de algún modo personal”». El enamoramiento se abre paso: «6. El semicírculo del océano de un turquesa cegador es la escena primaria de este amor y que exista este azul hace que mi vida sea excepcional, solo por haberlo visto. Haber visto tales bellezas, encontrarme entre ellas, sin elección. Volví allí ayer y permanecí de nuevo en la montaña». Incluso me empezó a gustar ese color.
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Gracias a —o por culpa de— todos estos fragmentos tuve y mantengo las ganas de escribir. Inicio y abandono, rompo o engarzo mis palabras no sé si con más confianza por saber que ellos lo han hecho y algunas lo disfrutamos, pero sí, seguro, con el deseo de jugar en la página, de escribir algo apetecible, pensado, gozoso. Y espero, como una promesa, el regalo del siguiente encuentro desde mi posición de lectora.