Lo propio de la inquietud, que nace de un sentimiento de hallarse incompleto, es la búsqueda de lo invisible («Se toma lo visible con mano firme, se lo coge como un fruto maduro, pero su peso es nulo porque, apenas colocado, se lo obliga a significar lo invisible», escribe Rilke en una carta a Sophy Giauque, refiriéndose a la poesía japonesa). Para el poeta, la realidad es «un fruto maduro», visible o cierto, y lo que hace la poesía, al apoderarse de la vida, es hacerlo invisible, dotarlo de irrealidad. Al decir aquí el hablante que «todo / lo visible produce y niega su sentido» lo que pretende es que el lector se concentre sobre la negación de la muerte, sobre su actividad destructora, capaz de generar una nueva vida.
Tal vez por eso se presenta aquí la muerte ligada al lenguaje («Es literal / la muerte y las palabras»), y es ella también la que «mueve el discurso», según expresa el dinamismo de las formas verbales en presente («Lo expande / y desordena», «lo concentra», «lo apacienta / o dispersa»), puesto que la función de la poesía, en cuanto actividad artística, consiste en durar más allá de la vida, en superarla o sobrevivirla. Ahora bien, si la inquietud, ligada al deseo, está abierta a cuanto llega de fuera, la quietud, desde su pasividad constitutiva, permite sentir la unidad del mundo. De este modo, sólo el que tiene paciencia para soportar la espera puede alcanzar la totalidad, el ser en plenitud. De ahí las formas verbales en imperativo que aparecen al final del poema, las cuales, además de reforzar el patetismo proporcionando animación al discurso, nos instalan de lleno en el ámbito de la revelación poética («Deja que estalle / la inquietud como corderos»), pues lo poético siempre se percibe como «estallido» o explosión de un sentido, como alumbramiento de un fondo oculto. De hecho, el poema es una plenitud de presencia, una experiencia irreal, construida mediante la ficción, donde la muerte y la palabra se hacen intercambiables.[i]
A diferencia del hombre, ser de los límites, el animal se ofrece entero, tal como es («Me parece que el animal es el que viene como es», dice la poeta en una de sus entrevistas). El escritor aprende a vivir en el silencio de la soledad, donde aparece el rayo del conocimiento, y en su intimidad se forma la voz, que ya no distingue, a tientas por las sombras vacilantes y nacientes, entre lo de aquí y lo de allá, entre la partida y el retorno. El oscuro alumbramiento de la voz es el que propone una alianza entre la dispersión del lenguaje humano, marcado por la diferencia, y la comunicación no verbal de los animales. En Lo solo del animal (2006-2012) el acento se pone en aquellos seres que no tienen palabra, que no tienen más que la existencia, pero que conservan el equilibrio de la naturaleza. Haciendo visible esa inocencia del mundo animal, cuya reserva retiene todas las cosas en estado latente, la voz conjura lo extraño y nos da la emoción de estar en el mundo. Y dado que el lenguaje poético es el que más se acerca a la verbalización de lo íntimo, lo animal que habita en uno perdido en los ecos de voces irreconocibles, reclama todo aquello de lo que no hablamos, la unidad de aquel tiempo lejano que perdimos o no fuimos capaces de alcanzar. Lo que habla por debajo de la voz, expresión de la experiencia compartida, deja siempre abierta la posibilidad del reconocimiento. El que escucha la voz del animal en su intimidad quiere escuchar lo que es esencial, la comunicación espontánea que agite y emocione al lector:
«Así debió de ser: saludó a los vecinos / que encontraba, una palabra a cada / uno amable y oportuna (así dijeron) y / entró luego en el río; la autonomía / de la voz que habla y nada dice / del alma y sus cuidados. A veces / lo recuerda cuando alguien / responde a la empatía / afable de la voz, no al hormigueo / de la hueca aspereza que resguarda / (plegaria / la claridad del verde, hoja menuda), o quien / no habla para que la voz no / diga, dentro del animal la voz».
En el fondo, la poesía es una voz que no se dice, que está por oírse, de ahí el dejarla que se expanda y resuene. De esa voz que se forma en lo interior y cuya visión inspira el lenguaje se destaca su singularidad («La autonomía / de la voz»), su sintonía («La empatía / afable de la voz») y su impersonalidad («Para que la voz no / diga»), cualidades propias de la palabra poética, que sostiene la unidad de la naturaleza. Para el poeta, esa relación entre la naturaleza y el alma se percibe como el resonar de un mismo ritmo. Por eso aquí esa voz natural va asociada a la imagen del río («Entró luego en el río»), cuyo fluir continuo va hacia lo que desconoce o a la renovación primaveral («La claridad del verde»), según pone de relieve la ruptura lingüística del paréntesis, que sirve para introducir un cambio de sujeto y actúa como explicación del tema principal. En realidad, todo se dirige hacia el silencio de los versos finales, en donde la voz ha llegado a tal grado de interiorización («Dentro del animal la voz»), de identificación de lo animal con lo humano en lo impersonal, que se abandona todo lo que la voz debería decir para dejar que hable por sí misma. Para una escritura en continuo movimiento, pues ni el yo ni sus máscaras son siempre los mismos, resulta estimulante que el lector se deje llevar por una voz natural, ligada a la invocación de «la plegaria», cuyo sueño verde de la unidad perdida no se queda en lo que vemos, sino que en el proceso de constituirse, en la génesis de su formación, vive el ritual de lo desconocido.[ii]
En Un lugar donde no se miente (2014), larga conversación de Miguel Marinas con Olvido García Valdés, señala la escritora asturiana: «La poesía posee su propio carril, juega con una química y con una física que produce cristalizaciones, que hacen que determinadas cosas cuajen, tiene sus raicillas raras». En esta búsqueda de las raíces, que se propone como un retorno a lo desconocido, la voz se ofrece como diálogo con lo otro, como acogida de todo aquello que pueda ser expresado. Desde este punto de vista, la escritura está en armonía con el cuerpo, pues se trata de vivir en ella el universo entero, y el escribir supone un proceso de aprendizaje en que lo racional queda en suspenso y la inmediatez del instante, de lo que se hace presente en la simplicidad de la mirada, adquiere plena realidad. La escritura poética nos habla a cada momento de lo eterno y lo que venimos a escuchar en ella es la voz sagrada de la naturaleza, que entra en la palabra y se instala en ella:
«Escribir el miedo es escribir / despacio, con letra / pequeña y líneas separadas, / describir lo próximo, los humores, / la próxima inocencia / de lo vivo, las familiares / dependencias carnosas, la piel / sonrosada, sanguínea, las venas, / venillas, capilares».
En este poema de Caza nocturna, uno de los preferidos de la poeta, lo que se percibe, en su sostenido encabalgamiento, es un esfuerzo de atención por dejar que el cuerpo, el de la vida y el del poema, se exprese tal cual es, sin que la intensidad de lo próximo se vea amenazada por temor a condicionamientos externos. El hecho de escribir con trazo simple («Despacio, con letra / pequeña y líneas separadas») no sería más que una forma de atenuar el miedo a lo desconocido, de humanizar lo real. Porque para escribir, como para vivir o para amar, no hay que acumular, sino desprenderse, dejar que la mirada se aproxime a la inocencia del origen («La próxima inocencia / de lo vivo»), pues sólo una mirada originaria, inocente, podría habitar el mundo.[iii]
Por eso creo que el desprendimiento, práctica de la espera donde el oído se agudiza hasta el extremo, es la atmósfera palpitante que envuelve la escritura de la poeta asturiana, donde hay un deseo de quedarse en el fondo, de no salir a la luz, para no verse amenazada por la aciaga letanía de la muerte («Me da miedo la luz, / lo quieto de la luz, / el hueso de tu sien / contra la mía», escuchamos en uno de los poemas de Ella, los pájaros). En ese territorio poético de lo indeterminado, donde el alma es una con el cuerpo («El alma es el cuerpo», se dice ya en uno de los poemas de Exposición), la palabra se hace forma de lo intacto y deja que lo informe se exprese en su materialidad («Lo que toca lo deja intacto», afirma Eduardo Milán en su iluminador «Prólogo»). De este modo, al manifestarse como la totalidad invisible, como el aliento de vida que se echa de menos, la palabra poética de Olvido García Valdés se aproxima a lo real con la temida infinitud del alma, como había hecho su admirada santa Teresa, con la conciencia de que la introspección es una forma de aproximarse al hueso o núcleo de la realidad, de que la palabra, siempre fugaz y siempre eterna, es una expresión de unidad con todo lo nombrado, un aliento que nos penetra hasta lo más profundo de nuestro ser y hace posible el reconocimiento de lo esencial.
NOTAS
1 Sobre el tópico de «la corteza y el meollo», que trasluce la dialéctica de apariencia y realidad, escribe N. Ordine: «Debe rebasarse necesariamente la corteza para descubrir, tras la apariencia, la verdadera esencia de las cosas. El envoltorio, en definitiva, no cuenta. Un precepto que vale para juzgar no sólo las palabras, sino también las cosas y los hombres» (La utilidad de lo inútil, Acantilado, Barcelona, 2013, 41).
2 El descenso a las sombras tiene que ver con la posibilidad del renacer a otra vida. Sobre ello escribe N. Frye: «De ahí que muchos temas de descenso, desde el de Cristo a los infiernos hasta las búsquedas psicológicas de Freud y sus sucesores, se centran en el tema de la liberación, de la renovación o del resurgir de las figuras de los padres que se encontraban enterradas en un mundo de amnesia o de memoria suprimida» (La escritura profana, Monte Ávila Editores, Caracas, 1980, 141). En cuanto al análisis de los poemas, sigo la edición de Esa polilla que delante de mí revolotea. Poesía reunida (1982-2008) de 2008 de Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores en la que los dos primeros libros, El tercer jardín (1986) y Exposición (1990), aparecen fundidos en La caída de Ícaro (1982-1989), y la antología La poesía, ese cuerpo extraño (Universidad de Oviedo, 2005), ambas preparadas por la autora.
3 Como dijo Saint John-Perse, «las aves conservan, entre nosotros, algo del canto de la creación». De este lenguaje rítmico de los pájaros, llamado también «lengua angélica», ha hablado R. Guénon en su ensayo «El lenguaje de los pájaros», en Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada (Paidós, Barcelona, 1995, 47-50).
4 Caza nocturna es un libro axial en la escritura de Olvido García Valdés, una llegada y una aparición. El viaje hunde aquí sus raíces en la noche de la materia, que se configura como centro germinador. A esta fluidez del fondo, morada de ambigüedad, se ha referido M. Canteli en su ensayo «El raro fluir de lo intransitivo: Olvido García Valdés»
(Del parpadeo: 7 poéticas, Libros de la Resistencia, Madrid, 2014, 119-142).
5 Si el poeta escribe para llegar a desconocerse, para desrealizarse o irrealizarse en la penumbra, su lenguaje alcanza su verdadera dimensión gracias a su carácter indirecto, oblicuo, a base de reflejos. Aludiendo a esa penumbra o vacío de significación, señala S. Kovadloff: «El poeta se expresa cuando lo inefable derrama su sombra en la palabra. El poema se ha logrado si su textura es la de la palabra en penumbra» (La nueva ignorancia, Emecé Editores, Buenos Aires, 2001, 86).
6 El espacio vacío, «la quietud» que acoge el misterio de la muerte, se percibe poéticamente como lo innombrable, como lo indecible que se oculta en el lenguaje. Aludiendo a esta relación entre la muerte y la palabra, afirma E. Bossi: «La lírica puede desvelar ocultando; decir sin nombrar. Ésta es la única forma de hablar de la muerte» (Leer poesía, leer la muerte, Beatriz Viterbo Editora, Rosario, 2001, 21).
7 Escuchar esa voz interior, donde el lenguaje surge espontáneamente, equivale a escuchar un ritmo amplio, dilatado, en conexión con la respiración. Sobre ello escribe J. Doce: «Pero en esta nueva entrega la respiración se ensancha y sutiliza de manera extraordinaria, como si pudiera poner en todo momento el dedo en la llaga, completar la música de lo que ocurre» (Las formas disconformes. Lecturas de poesía hispánica, Libros de la Resistencia, Madrid, 2013, 166).
8 En la escritura de Olvido García Valdés, la palabra trata de instalarse en el corazón de la vida, de hacerse una con la realidad que nombra. A este propósito, señala V. Gallego: «A esta profundidad del alma, en la pura epidermis del amor, del abrazo cósmico, los nombres trasparecen y el tacto infalible del conocimiento siente por primera vez lo
que es el cuerpo: abrazados a sus iguales, los cuerpos se funden para abarcar la entera realidad» (Vivir el cuerpo de
la realidad, Kairós, 2014, Barcelona, 82-83).