POR FÉLIX OVEJERO
LAS MENTIRAS DE LA POLÍTICA
«Con la verdad por delante se va a todas partes», nos aleccionaban nuestras madres. Seguramente, cuando nos decían esas cosas, jamás contemplaron que sus hijos pudieran dedicarse a la política. Porque en política las verdades no cotizan. Sobre todo, las verdades amargas. La respuesta a las crisis económicas es un ejemplo de laboratorio. En mitad de una burbuja especulativa ningún político anunciará la previsible catástrofe. En la euforia del momento nadie lo creería. Los humanos huimos de las malas noticias. Somos impermeables a informaciones incompatibles con nuestras creencias y, aún menos, con nuestros intereses. Preferimos engañarnos. Además, mentir lleva poco trabajo. En el bien surtido bazar de los hechos no resulta difícil encontrar unos cuantos con los que apuntalar nuestras biografías, las ficciones sobre las que levantamos nuestra identidad. Siempre resulta más sencillo, menos fatigoso psicológicamente, contarnos cuentos que mirar de frente realidades ingratas que nos emplazan a decisiones dolorosas. Quizá pasado mañana, si encaramos las decisiones, estemos mejor, pero nadie disfruta hoy de la felicidad de pasado mañana. El principio de menor resistencia. O el del pájaro en mano, ese que lleva a las criaturas a preferir un caramelo hoy que ciento mañana. O aún peor, el que mantiene a tantos matrimonios o inversores de bolsa: me esforcé mucho, llevo ya mucho en ello y no puedo desprenderme de lo que tanto me costó.

Incluso el más íntegro de los políticos sabe que las cosas son así, que las verdades en política tienen las patitas muy cortas, y también sabe que, aunque anuncie la mala hora, de poco servirá, porque nadie le hará caso. Es más, cuando esa hora llegue, probablemente, lo culparán de haber provocado el desastre por anunciarlo. Entonces, para qué, se pregunta. Si, total, nada podré hacer. Así sucede cada día. Se puede confirmar acudiendo a solventes investigaciones empíricas o agudas reflexiones de teoría social, pero, para lo que aquí importa, basta la cobardía de un ejemplo —que diría Pessoa— de nuestra historia reciente, recogido por Mariano Guindal en su crónica de la crisis. En 2004, poco antes de la victoria electoral del PSOE, el futuro ministro socialista de Rodríguez Zapatero, Miguel Sebastián, se sinceró con un grupo de periodistas: «Menos mal que no vamos a ganar porque la que viene sobre España es gorda. [Estamos] peor que mal. Tenemos una burbuja inmobiliaria y es inevitable que estalle, y cuando esto ocurra se lo va a llevar todo por delante incluyendo los bancos […], estoy totalmente convencido. El Gobierno del PP ha sido un irresponsable». La historia importante es la que sigue, su respuesta cuando le preguntaron por qué no mencionaba esos problemas en la campaña: «No es un programa electoral para gobernar, sino para que José Luis [Rodríguez Zapatero] obtenga un resultado lo suficientemente bueno para salir reelegido secretario general del PSOE en el próximo congreso. Después ya haremos un programa económico en serio para gobernar». Vale la pena recordar el remate de la historia, la respuesta a la previsible pregunta de los periodistas: «¿Y si ganáis?». «¡Qué horror! —contesta Sebastián—. Eso sería muy malo para mí porque [José Luis] trataría de implicarme y no me podría negar… y mucho peor para él. No estamos preparados ninguno de los dos para gobernar este país…».[1] Más abajo recuperaremos algunas de las deprimentes enseñanzas que ilustra la historia.

La historia nos sitúa frente a un problema real de nuestras democracias: su dificultad para reconocer y encarar los retos serios de las sociedades, su esquivo trato con la verdad. La democracia no procesa buena información. En principio, cabría pensar que la culpa es de unos votantes que quedan bien descritos —según confirma una fructífera investigación de los últimos años—[2] en el famoso y cruel retrato de Schumpeter: «El ciudadano normal desciende a un nivel inferior de prestación mental tan pronto como penetra en el campo de la política. Argumenta y analiza de una manera que él mismo calificaría de infantil si estuviese dentro de la esfera de sus intereses».[3] Tales mimbres, con los que deben trabajar los políticos en busca de votos, no parecen los mejores para abordar los problemas de la vida de todos. Especialmente en aquellos casos en los que la solución reclama cambios en los comportamientos de los votantes.

De todos modos, no cabe sorprenderse del infantilismo de la ciudadanía. Ni tampoco lamentarse. En realidad, según los clásicos, la democracia estaría preparada para funcionar con tan cochambrosos materiales humanos, para traducir demandas de malos votantes en buenas decisiones. Eso al menos creían los padres de la criatura. Las elecciones identificarían a los excelentes, a ciudadanos capaces de «discernir mejor los verdaderos intereses de su país y cuyo patriotismo y amor a la justicia hará menos probable sacrificarlos a los intereses temporales y parciales», para decirlo con James Madison.[4] Como en economía, cuando consumidores inútiles con sus elecciones de mercado premian —y, por añadidura, permiten identificar— al mejor productor. TripAdvisor, por resumir. En la versión más idealizada, el voto de los mezquinos e ignorantes permitiría reconocer a los santos y sabios, políticos comprometidos con el interés general, máximamente informados y dispuestos a modificar sus opiniones ante los argumentos más cualificados. De la mano de los mejores, la verdad se impondría.

La realidad, mirada de cerca, se parece poco a lo que contaban los padres fundadores. Puede que, en los mejores mercados, los ignorantes consumidores seleccionen con sus decisiones al buen productor, pero la política se parece poco al mejor mercado. Si acaso, se asemeja a los mercados de información asimétrica, los ineficientes, aquellos en los que sale a cuenta colocar mercancías trucadas: coches de segunda mano, servicios de reparación técnica, curanderos, artistas plásticos, etcétera. Como nos contó George Akerlof en un trabajo que acabaría por valerle el Nobel de Economía,[5] en todos esos casos el consumidor, que ignora lo que compra, está perdido ante un vendedor que tiene incentivos para mentir, para dar gato por liebre. Y es que la buena gestión es difícil de transmitir. De los problemas resueltos nadie se entera. Si un ministro de Sanidad evita una epidemia, no se sabrá lo que pudo pasar. Con una política antiterrorista eficaz no hay atentados. El incendio que no se produce se puede atribuir a la buena suerte o al buen hacer. En esas condiciones, el político discreto, que ocupa sus días en anticiparse a los problemas, pasará más desapercibido que aquel que ocupa sus horas en asegurar su reelección. Su verdad será verdad callada. Tampoco es fácil tasar a una oposición que tiene motivos para inventarse problemas, cebar otros y escamotear aciertos, para culpar al Gobierno de los problemas, sea o no responsable, o de no anticipar dificultades que quizá nadie podía prever. Su verdad será indistinguible de la mentira.

Sencillamente, las verdades en democracia no cotizan. Un político de oficio, Jean-Claude Juncker, ex primer ministro de Luxemburgo y, más tarde, presidente del Eurogrupo, lo sintetizó de forma eficaz en mitad de la crisis económica: «Sabemos exactamente lo que debemos hacer; lo que no sabemos es cómo salir reelegidos si lo hacemos» (The Economist, 2 de mayo de 2012). No es cinismo, o tal vez sí, pero no por ello menos cierto. Y su implicación más inmediata, para cortarse las venas: si el sistema de competencia política penaliza a quien expone las verdades ingratas, el político honrado también se verá obligado a mentir. Sólo si miente podrá gobernar y sólo si gobierna podrá resolver los problemas de verdad, los que no se pueden contar si se quiere gobernar. La mentira es el tributo obligado de unos y otros. Dicho de otro modo, en condiciones normales, los políticos tienen escasos incentivos para comportarse bien. Al contrario, el sistema de selección castiga a quienes van con la verdad por delante. La mano invisible, aunque al revés del guión de Mandeville. Sí, se equivocaron nuestras madres.

Las dificultades no son circunstanciales. La afección atañe al «busilis» del mecanismo electoral, a la lógica de la competencia: la maximización del número de votos invita a prometer todo a todo el mundo y a evitar propuestas molestas para potenciales votantes. En plata, el político que quiere ganar ha de apostar por las fantasías, la ambigüedad y las palabras huecas. O por prometer todo a todo el mundo, que cuando lleguen las elecciones nadie se acuerda, salvo de lo sucedido el último mes. Si acaso, las propuestas precisas, los costes de las promesas, a cargo de los que no tienen nada que decir, a los extranjeros o a las futuras generaciones, que no votan. La teoría de la elección social describe las implicaciones de esa lógica, pero lo importante se puede contar de manera bien sencilla: los programas no comprometen a nada ni a nadie.

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