Álvaro Enrigue
Tu sueño imperios han sido
Anagrama
224 páginas
POR ANTONIO RIVERO TARAVILLO

Álvaro Enrigue (Ciudad de México, 1969) hizo el alarde de una novela muy ambiciosa, Ahora me rindo y eso es todo (2018), que trataba de la violenta frontera norte mexicana, con una galería de personajes poderosos en los que se incluía nada menos que al jefe apache Gerónimo. Los capítulos desarrollados en el siglo XIX se alternaban con otros que seguían los pasos de una familia que podía ser trasunto de la suya propia, la de Enrigue, que recorría, ya en la actualidad, los parajes de aquella vasta extensión de tierra que los Estados Unidos arrebataron a su vecino del sur. Ahora, con título no menos llamativo, Tu sueño imperios han sido (que es un verso de Calderón en La vida es sueño), vuelve a enfrentar a mexicanos, o más bien los mexicas y colhuas (unos y otros, habitantes de Tenochtitlan), con otro imperio, el balbuciente español de principios del siglo XVI. El resultado, más modesto en páginas, es más redondo, y quizá el mejor cuento y recuento de aquel encuentro increíble, pasmoso, del 8 de noviembre de 1519 en el que Moctezuma y Hernán Cortés se vieron por primera vez sin entrever las consecuencias que habrían de salir de ello.

Fue esta una de esas coyunturas verdaderamente trascendentales en la historia del mundo. Sobre ella se ha escrito mucho, y lo han hecho desde Octavio Paz en no pocas páginas de El laberinto de la soledad a Salvador de Madariaga en su libro sobre Cortés, que leyó en su exilio británico Luis Cernuda y realmente lo hizo sacudir imaginando esa coincidencia de dos mundos, como manifestó en una carta a Madariaga, fascinación que le llevó a componer el poema de tema mexica «Quetzalcóatl» años antes de pisar tierra americana. Luego de hacerlo escribiría «El elegido», cuya última estrofa casa tan bien con la atmósfera recreada por Enrigue: «Sobre cada escalón, en la pirámide del llano, / Cada una de las flautas tañidas por el gozo, / Rotas entre sus dedos, iban cayendo, / Hasta alcanzar el templo de la cima, / A cuyo umbral estaba el sacerdote: / Como una de sus cañas, allí, rota la vida, / Quedaba en su hermosura para siempre».

No es por rellenar líneas el traer la cita de Cernuda aquí, pues sacrificios, el Templo Mayor de México-Tenochtitlan, sacerdotes, todo eso es algo que hallamos en la novela de Enrigue, pero no desde el punto de vista de la épica, sino de la historia menuda de los protagonistas, concentrada en ese día, con su ecuador de la siesta, en el que tanto sucede y que como Ulises, de quien se ha conmemorado el centenario de su publicación en 2022, se desarrolla en una sola jornada. La obra de Joyce abarca el día, como teóricamente sucede con la de Enrigue, pero también tiene incursiones en las alucinaciones aunque sin sumirse en ellas y en el sueño nocturno que caracteriza Finnegans Wake. Y alucinaciones hay igualmente en Tu sueño imperios han sido. De hecho, todo el libro puede contemplarse como una alucinación de 224 páginas, en consonancia con las que se regala el aturdido emperador azteca (usando mal el gentilicio, según aprendemos en la novela, pues es «azteca» un palabro acuñado por el desconocimiento anglosajón).

A esa extrañeza estupefaciente provocada por los hongos en uno de los protagonistas, el tlatoani o emperador, y al asombro de los españoles («un convoy de calvos lombricientos») que penetran sin resistencia en la capital de aquel imperio con la misma osadía que un bocado de carne en el interior de una boca que puede engullirlo, se suma la de los nombres propios, toponímicos y, de nuevo, gentilicios. Todos ellos, cuando se apartan de las formas que reconocemos, hacen cambiar de perspectiva y hacen que el lector no pise terreno conocido, potenciando la sensación de ser intruso en un lugar y un tiempo para los que no sirven nada de lo que previamente conoce. Enfrentarse a los nombres con ortografía nahua (náuhatl) coadyuva a esa alienatio. Y nos sentimos extranjeros. Un logro de este libro. Jerusalén es aquí Xeluhalén; Jesús, Hehtzús; Santiago, Xantiaho. Justificándolo, Enrigue señala:

«Es una novela, y en las novelas –a Cervantes gracias– todo, hasta la ortografía, sirve al relato».

Es también un acierto haber rechazado simplificaciones y maniqueísmos: los indios eran de una refinada crueldad; los españoles o castellanos (caxtiltecas), alegremente toscos. Unos y otros cometen excesos y en todos hay algo que admirar. Aunque no están muy desarrollados, los papeles femeninos son estupendos, incluido el de la Malinche (aquí, Malinalli). Algunos párrafos ocupa el asunto de la traducción, vital para el intercambio de ideas y expresiones entre quienes no tienen lengua común. Y queda muy bien reflejado el uso del maya como lengua puente entre nahua y español (lengua que en realidad la Malinche ya conoce y usa sorpresivamente en determinado momento).

En el laberíntico palacio de Moctezuma donde casi toda la acción transcurre, en esa ciudad asentada en una laguna que llegaría a ser la sórdida protagonista de La región más transparente de Carlos Fuentes, el imperio que está a punto de ser derribado despliega su catálogo de asombros: su organización social, las ejecuciones de las que hoy son testimonio las calaveras puntillistas (el «sonajero de muertos más grande del mundo») en las excavaciones del Templo Mayor, los títulos de los cortesanos y funcionarios («El consejero que Vela por las Veredas de Piedras Preciosas e Hilos de Plata que Abrazan al Maíz cuando es una Pequeña Joya», por ejemplo), todo pasma y hasta sobrecoge. También cierto bestialismo de los españoles.

Refiriéndose a unas sandalias, oímos a uno de estos y luego a otro: «A Amadís de Gaula le habrían encantado, dijo, las habría usado para andar por palacio en sus reposos. Aguilar sonrió, dijo: Amadís de Gaula no existió. Claro que existió, respondió Caldera, y susurró como si estuviera diciendo un secreto: Lo leí en un libro. El fraile se rió e hizo un gesto con el brazo derecho que englobaba su cela, el palacio, la ciudad, todo. Cuando alguien ponga en un libro esto que nos está pasando, dijo, van a pensar que fue otra burrada de caballerías». Ficción y verdad se alían, se alean en perfecta combinación que da un salto cualitativo en el capítulo que comienza en la página 156 (solo las tres partes de la novela ostentan título): «Si Jazmín Caldera hubiera existido…». Y siguen especulaciones del tenor «lo primero que habría notado», «habría cierto hervor de gente», «habría seguido caminando», y el presente realiza su intrusión: «Alzado, no oprimido, aunque tal vez temeroso, Jazmín Caldera habría seguido hacia el norte, más o menos por lo que hoy es la calle de Seminario, rumbo a donde ahora está el palacio de San Ildefonso».

«El sueño de Cortés», tercera y más breve parte del libro es una apoteosis que, súbitamente, no se limita a ese día de 1519 sino que se dilata atropelladamente (como los sueños son) sobre los acontecimientos posteriores: el enfrentamiento con Narváez, el alzamiento de Tenochtitlan contra Alvarado, la batalla de Otumba, el prendimiento de Cuauhtémoc, la rendición de la ciudad, la creación de creación de bibliotecas y universidad, la de la Nueva España (el actual México y mucho más), la de la Nueva Galicia (Jalisco), el comercio con Filipinas, la aparición de la Virgen de Guadalupe, sor Juana Inés de la Cruz, Zapata… «y otros cien años y este libro y tú leyéndolo y fue entonces que Hernando despertó».

Enrigue no se encomienda a los detractores de la Conquista ni a sus defensores. Pisa terreno ya hollado parcialmente por otros, pero eleva un libro distinto e imponente como un templo. A modo de epílogo, «Atribuciones» da cuenta de las deudas y lo aprendido en otros. Destacan aquí, naturalmente, La historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo pero también Borrones y borradores, de Margo Glantz y varios autores y libros más. Haciendo mención a quienes han leído y revisado el manuscrito, pero también indirectamente a quienes han ido dibujando a lo largo de los años este mapa de un día único, esta cronología de una inmensidad geográfica, concluye: «Nadie escribe en soledad y yo menos que nadie».

Tu sueño imperios han sido es una narración maestra en presentar irrealidad, y lo hace con el estilo adecuado, subrayando así lo inverosímil que era para los moradores de Tenochtitlan aquel suceso, y no digamos para los españoles. Díaz del Castillo escribió: «se apeó el gran Montezuma de las andas, y traíanle del brazo aquellos grandes caciques debajo de un pálio muy riquísimo á maravilla, y la color de plumas verdes con grandes labores de oro, con mucha argentería y perlas y piedras chalchihuis, que colgaban de unas como bordaduras, que hubo mucho que mirar en ello». O: «Y de que vimos cosas tan admirables, no sabiamos qué nos decir, ó si era verdad lo que por delante parecía». Pues era verdad: «lo leí en un libro».