La novela Los desposeídos (1974) de Ursula K. Le Guin comienza con la frase «Había un muro […]. A lo largo de siete generaciones no había habido en el mundo nada más importante que aquel muro». En una conversación con el escritor Hari Kunzru, la autora (que definió esa obra como una utopía anarquista) le contó que el hecho de que la novela se mantuviera en circulación y que algunos jóvenes activistas siguieran acercándose a ella en busca de consejo político le hacía sentir algo «avergonzada y un poco culpable», pues una de las conclusiones a las que llegó tras escribirla fue la de que un sistema utópico anarquista sólo podía llevarse a la práctica a través del completo aislamiento, apartándose de todo lo demás y, aun así, con toda probabilidad el propio sistema terminaría destruyéndose a sí mismo desde dentro «porque somos criaturas perversas». Dos años después, en 1976, Marge Piercy publicó Mujer al borde del tiempo. En su introducción a la edición de 2016 Piercy decía: «Como la mayoría de las utopías de mujeres, Mujer al borde del tiempo es profundamente anarquista y tiene como objetivo reintegrar a las personas al mundo natural y eliminar las relaciones de poder». Y en la distopía de Octavia E. Butler, La parábola del sembrador (1993), la joven Lauren cumple los quince años aislada en su comunidad de California con su padre, un pastor baptista, su familia y sus vecinos, protegida en principio por los muros que rodean su barrio. «Me parece una locura vivir sin un muro que te proteja», piensa.
Partiendo de la localización que el propio Tomás Moro ya buscara para su sociedad (una isla), el aislamiento geográfico parece consustancial a ambas categorías, un elemento imprescindible para la generación de utopías y distopías. Si la utopía se desarrolla en un medio habitualmente natural, lleno de luz, la distopía, como fenómeno más reciente, queda vinculada a la explotación de unos hombres por otros en un mundo dominado por la oscuridad, del que los que quedan más allá no quieren saber nada. Así, el lugar aislado se nos presenta como un espacio puro, libre de factores externos que lo contaminen, sin influencias perniciosas, artificios ni anzuelos que arrastren a sus habitantes al caos. Un espacio de libertad, de triunfo, de recompensa por los peligros o sacrificios del pasado, en el que predomina la naturaleza, el jardín, la fuente, los animales apacibles, el clima benévolo, la cosecha constante y garantizada sin guerras, envidias ni pretensiones de acabar con el prójimo. El lugar aislado como utopía se vincula a la tierra prometida, al paraíso en esta vida que garantiza lo que a otros se les promete sólo en la próxima. Un espacio de paz e igualdad social que se contrapone al caos exterior, sin las indignidades vinculadas a los gobiernos de cada época. El espacio de reposo, de realización personal, aprendizaje y mejora física y espiritual.
Por el contrario, el lugar aislado como distopía viene a introducir en la ficción la esencia de la realidad, el espacio de condena del que resulta imposible escapar, con unos ciudadanos que viven en la desconfianza, la pobreza y la opresión casi siempre derivada de la industrialización y sus nuevos siervos, en el que se purgan los pecados cometidos por los propios habitantes o sus gobernantes, y en el que los propósitos de justicia e igualdad han quedado desvirtuados en clara identificación con la sociedad conocida, llevada al límite de lo tolerable, a veces de lo grotesco. La forma de gobierno responde normalmente a la del autoritarismo, sin posibilidad de cambio ni de mejora, en un entorno desolado, donde la naturaleza les es asequible sólo a unos pocos: los regentes despóticos o los que de alguna manera han quedado fuera. Constatando que no es posible un sistema perfecto compuesto por seres esencialmente imperfectos, dominados por unas mismas pasiones universales que conducen al desastre.
Una constatación que no sólo se formula en la ficción, sino que se ha venido repitiendo en las múltiples intentonas de llevar a la práctica la utopía en la tierra. El deseo de vivir en un mundo ideal, de generar una sociedad ideal, ha llevado a la concepción y organización de todo tipo de sociedades, más o menos concurridas y eficaces, regidas por sus propias normas y basadas en sus propios códigos morales, religiosos y sociales. Louisa May Alcott cuenta en Fruitlands cómo su padre, Amos Bronson Alcott, quiso volver la mirada hacia las formas más básicas de la existencia y, en principio, más sanas. Así, fundó la homónima Fruitlands en 1843, que fracasó como lo harían las numerosas comunidades que se establecieron en el siglo XIX en Estados Unidos (más de ochenta en la década de 1840), como la de Brook Farm, creada en Massachusetts en 1841: un espacio que pretendía liberar a sus integrantes de las servidumbres del capitalismo cuidando la tierra juntos y compartiendo los frutos de su esfuerzo sin distinción entre hombres y mujeres, sin que nadie estuviera sometido a la dura competitividad de la industrialización. En Brook Farm la verdadera búsqueda sería la de la alta cultura, ya que los logros literarios y científicos que ellos consiguieran se extenderían al resto de la sociedad, y así la humanidad entera saldría beneficiada. Ralph Waldo Emerson, Nathaniel Hawthorne, Henry David Thoreau, Margaret Fuller y Elizabeth Peabody la frecuentaron y, ciertamente, cultivaron el intelecto, pero no tanto los bienes básicos para la subsistencia diaria. Como sucedería en Fruitlands, desatendieron los asuntos prácticos, y finalmente, los problemas económicos y las discusiones internas erosionaron la buena marcha del grupo. En 1846, tras un incendio, la granja se vendió.
Partiendo de la localización que el propio Tomás Moro ya buscara para su sociedad (una isla), el aislamiento geográfico parece consustancial a ambas categorías, un elemento imprescindible para la generación de utopías y distopías
Si el aislamiento parece una característica común a utopías y distopías, también lo es, con frecuencia, la llegada del intruso que se presenta en la nueva tierra para descubrirla, explotarla o porque se ha perdido, con perspectivas normalmente inoportunas, y que viene, también con frecuencia, a desbaratarlo todo. Este elemento disruptivo se multiplica por tres en el caso de Matriarcadia (1915), de Charlotte Perkins Gilman, ya que son tres los hombres que llegan al país de las mujeres con la intención de explorar, conocer e interpretar su forma de vida. Con el claro antecedente de Mizora (1880), de Mary E. Bradley Lane, donde se plantea una sociedad perfecta en la que reinan la paz, la belleza, la música, ubicada en el interior de la tierra y gobernada por unas mujeres que practican la partenogénesis como técnica reproductiva, encontramos en Matriarcadia un lugar también aislado, que lleva dos mil años habitado exclusivamente por unas mujeres que pueden ser madres sin la intervención de los hombres (se reproducen igualmente por partenogénesis), y al que llegan estos tres exploradores después de haber sorteado todo tipo de dificultades, como explica el narrador, el sociólogo Van Jennings, al describir los terrenos cenagosos, los bosques, los lagos, las cataratas y los ríos interminables que han dejado atrás.
En este rincón del mundo no hay guerras ni conflictos, y queda definido en cierto modo por los contrastes con el mundo más sombrío del que proceden ellos. El aislamiento en ambos casos es evidente, como lo es el impuesto a la narradora-protagonista de El papel pintado amarillo (1892), de la misma autora, que vive encerrada en una habitación de una casa apartada siguiendo las indicaciones de John, su marido, que es médico y le aconseja que no escriba ni piense. Aunque no se trate en este caso de ninguna utopía, lo cierto es que la tendencia a encerrar a las mujeres en casas, torres, conventos o sanatorios viene de antiguo, y por tanto el planteamiento del confinamiento utópico o distópico por parte de las escritoras ofrece un enfoque especialmente significativo desde el momento en que no parece que vaya a resultarles ajeno como tampoco les resulta ajena su superación. Ya que se ha supuesto durante siglos que la mujer ha llegado al mundo para encargarse de lo privado, lo hogareño, lo particular, lo doméstico o lo interior, la creación de paraísos inventados o la fabulación para huir de espacios de pesadilla lleva a pensar en la puesta en práctica de estrategias aprendidas durante años y técnicas de pura supervivencia.
Ya en La ciudad de las Damas (1405), de Christine de Pizan, tres Damas (Razón, Derechura y Justicia) se presentan ante la narradora para anunciarle la construcción de un lugar en el que «las damas y todas las mujeres de mérito puedan de ahora en adelante tener una ciudadela donde defenderse de tantos agresores». Más tarde, fueron sobre todo las autoras inglesas y estadounidenses quienes empezaron a plantearse si el lugar utópico soñado por las mujeres coincidiría con el lugar utópico soñado por los hombres. Puestos a fantasear, ¿lo inventado se parecería? ¿Imaginaríamos la perfección en los mismos lugares y con los mismos códigos? Es fácil comprobar cómo las primeras utopías concebidas por mujeres se centran esencialmente en sociedades en las que no han de depender de los hombres, ni siquiera para la reproducción, y así, en la época en que se escribió y publicó Matriarcadia, sin duda la sociedad propuesta suponía una mejora sustancial con respecto a la situación de la mujer, lo que se esperaba de ella y los derechos a su alcance. Cierto es que, analizadas bajo la lupa de la actualidad, la presencia de ciertas prácticas relacionadas con la eugenesia, que evitaban que las características menos «adecuadas» se transmitieran a las generaciones futuras, y el que la maternidad fuera el eje central y casi único de la vida de todas las mujeres, que debían formarse para esa tarea desde niñas, hace que Matriarcadia pueda resultar hoy más próxima a lo distópico. Ciertos aspectos relacionados con las excepciones y las exclusiones se habían presentado ya en otras obras que parecen situarse a medio camino entre la descripción de una sociedad utópica y lo que sería justo lo contrario, que fueron utópicas en su época pero que hoy no lo parecen tanto: El mundo resplandeciente (1666), de Margaret Cavendish, o Nueva Amazonia (1889), de Elizabeth Burgoyne Corbett. En cualquier caso, lo precario de la situación de las mujeres hace que su análisis ofrezca una particular perspectiva de sus formas de protesta y aspiraciones. No deja de resultar curioso que una obra como la brutal La noche de la esvástica (1937), de Katharine Burdekin, se mantenga casi desconocida en nuestros días (como tantas otras), siendo tan visionaria y clara antecesora de novelas mucho más célebres. Publicada doce años antes que 1984, de George Orwell, y dos años antes del inicio de la guerra, plantea un mundo en el que las mujeres han perdido su categoría de seres humanos y están más próximas a la de los animales, sólo sirven para tener hijos y sufren una violencia constante en una sociedad gobernada por un régimen nazi que ha destruido cualquier recuerdo histórico que no se adecúe a su concepción de la realidad.
Un peculiar espacio de generación de utopías y distopías que incorpora el requisito del lugar aislado es el internado. Siendo un tema que daría para otro texto, anotaré sólo tres novelas protagonizadas por mujeres que logran salir de los muros del internamiento de diversas maneras: Helada en mayo (1933), de Antonia White, donde a la opresión del convento se une la del patriarcado, los juegos de poder, la solemnidad y los ritos. Picnic en Hanging Rock (1967), de Joan Lindsay, en la que el aislamiento del selecto colegio Appleyard actúa como reflejo de la propia Australia como lugar aislado y utópico. Y la magnífica Los hermosos años del castigo (1989), de Fleur Jaeggy. Asimismo, como distopía reciente destacaría La rastra (2021), de Joy Williams, que ofrece un mundo marcado por una naturaleza devastada, y cuya protagonista, Khristen, recorre el país en busca de su madre tras salir de un internado en el que esa misma madre quiso que estudiara, convencida de que Khristen tiene un don: murió y resucitó siendo un bebé, y podría saber cosas que los demás no saben.