Graciela Rodríguez Alonso
La epopeya de las mujeres
La Huerta Grande, Madrid, 2018
192 páginas, 12.00 € (ebook 5.99 €)
Graciela Rodríguez Alonso (Santander, 1958), en su ensayo La epopeya de las mujeres, expone la lucha universal del feminismo contra el desdén y la injusticia. En él se pregunta qué es el feminismo, abarcándolo desde sus orígenes —Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft, y la Declaración de sentimientos, de Seneca Falls— y prestando atención a cuestiones biológicas, éticas o léxicas. Concluye con una revisión crítica del mismo, analizando dogmatismos o peligros próximos a los que denunció Margaret Atwood en su columna «¿Soy una mala feminista?». Este libro es un diálogo abierto, un homenaje y una revisión del feminismo actual en Occidente.
Ensayo libresco, se nutre de amplias lecturas y dialoga con escritores de distintas épocas —principalmente, del mundo clásico—, que combina con frases de actualidad social o televisiva. Transita de Platón a Spinoza, de Szymborska a Alejandro Sanz. También es una invitación a la lectura de escritoras que han pensado acerca de la condición de la mujer: Clara Campoamor, Victoria Camps, Mary Beard, Celia Luengo, Cristina de Pizán, Victoria Sau, Amelia Valcárcel, Ida Vitale, Virginia Woolf, Simone de Beauvoir o María de Zayas, entre otras.
Graciela Rodríguez cita en su libro a Cristina de Pizán, quien, en su Epístola al dios del Amor, escribió: «Si las mujeres hubiesen escrito los libros, estoy segura de que lo habrían hecho de otra forma, porque ellas saben que se las acusa en falso». Se pregunta a qué mundo asistiríamos «si todos los nombres de oro que engalanan la sala de lectura de la Biblioteca Nacional, exceptuando por supuesto el de algún santo, fueran nombres de mujeres, qué epopeyas estaríamos estudiando, cuáles serían sus personajes, cuáles sus hazañas si hubiéramos conocido las palabras silenciadas, las que no fueron expresadas o las que, tras ser expresadas y reunidas en cartas, en poemas, en relatos, fueron ignoradas, infravaloradas o simplemente despreciadas». Y es que la mujer en la literatura previa al siglo xx aparece bajo la mirada del hombre quien, ser completo, la define. Adolecemos de una construcción de las mujeres por sí mismas. «Según John Berger la mujer ve que es mirada por el hombre y termina por actuar mirándose a sí misma siendo mirada (por un hombre)». Mary Wollstonecraft recriminaba a los narradores de personajes femeninos aniñados, ornamentales o pasivos haber contribuido a «hacer de las mujeres los caracteres más débiles y artificiales que existen». Hoy las cosas han cambiado, estamos en una época creativa, de reinvención, pero no deja de ser una pregunta pertinente qué tipo de mujer tendríamos a nuestro lado, si un personaje, por ejemplo, como Lawrence de Arabia —como se pregunta la editora y escritora Teresa Cremisi— pudiese haberse creado con una protagonista de sexo femenino, cómo sería la mujer de hoy si ser mujer no hubiese sido un hándicap a la hora de imaginar un destino semejante al del viajero británico.
Si bien la igualdad de derechos y oportunidades es ya un principio fundamental de la Declaración Universal de Derechos Humanos, vigente desde 1948, el feminismo sigue construyéndose, procurando filtrarse en el terreno más arduo de las costumbres, ideologías y conciencias. «La Ilíada de las mujeres es una epopeya que sigue escribiéndose, una lucha que ha perseguido la conquista de la libertad, el acceso a la educación, el derecho al voto y la entrada en el mundo laboral, entre otras cosas», nos dice. Según a qué parte del mundo miremos, vemos que es una conquista en ciernes: existen los matrimonios concertados, la mutilación genital, las violaciones, la trata de blancas, la prostitución forzada, mujeres desfiguradas con ácido, lapidadas…
Ahora bien, el feminismo para Graciela Alonso debe estar sujeto a crítica, a revisión y a diálogo, no ha de ser santificado ni dogmático. A ella le inquieta cierta gazmoñería victimista, el redundante desdoblamiento del lenguaje o la asunción de una denuncia como si fuese una condena por el hecho de que una mujer la pronuncie. Una vez dado el paso del movimiento #MeToo, necesario para sacar a la luz abusos silenciados, es necesario reconducirlo hacia el marco legal, lejos del linchamiento en la plaza pública de las redes sociales. El ensayo plantea una disidencia dentro del feminismo, una revisión o también podemos llamarlo un diálogo crítico.
«Somos lo que nos han hecho, lentamente, al correr tantos años», nos recuerda Graciela que escribió María Teresa León. Por una parte, nos han hecho, en efecto, aunque somos seres incompletos, menos mal. Por otra, somos una especie biológica, perteneciente al grupo de los primates, y heredamos impulsos que determinan nuestros actos sin acertar a darle una explicación. «Somos herederos de nuestro bautismo», decía Rimbaud, y es que llevamos el equipaje de la memoria colectiva, nos determinan las construcciones identitarias de nuestros abuelos, tatarabuelos y, en un largo etcétera, llegamos al australopiteco y más allá. Desde lo obvio hasta lo endiabladamente intricado y sutil, adquirimos un bagaje incalculable (sería impagable el impuesto de sucesiones si se cuantificase atendiendo a estos criterios).
Que la mujer ateniense no tuviera derechos políticos ni jurídicos, que Rousseau escribiera en el siglo xviii que «el destino especial de la mujer consiste en agradar al hombre» o que cierta filosofía del siglo xix con Schopenhauer a la cabeza estableciera como único fin para la mujer el de la reproducción —ejemplos históricos escogidos arbitrariamente del ensayo—, no nos es ajeno al individuo del siglo xxi que somos. Determina el pensamiento, conforma el lenguaje, la urdimbre de las relaciones familiares, lo que asumimos cuando vemos a un hombre o a una mujer, así como aquello que incorporamos cuando de niños aprendemos por imitación el mundo que nos rodea. Pasa a constituirnos. Así que antes de la edad de la rebeldía, antes de someter a un pensamiento crítico —si lo hacemos, porque no tenemos una cultura generalizada analítica y deconstructiva— nuestras creencias y valores, hemos ya asumido jerarquías y posicionamientos en lo relativo a qué es ser mujer y qué es ser hombre. Influidos por un lenguaje que hereda una construcción social patriarcal, por atavismos, por tradiciones que perpetúan desigualdades de género, antes de tener tiempo de pensarnos, ya somos. ¿Qué somos?
Me pregunto por qué habré osado terminar el último párrafo con semejante pregunta. No obstante, retomo: somos, cuanto menos, propensos a incorporar unos estereotipos de género con unas raíces de milenios de existencia. De ahí que, ante la pregunta «¿Eres machista?» que flota en el aire del ensayo, haya que tragar saliva para responder y, al hacerlo, pueda haber vaivén, quizá negación visceral, ofensa o inquietud. Es una interrogación difícil de contestar, porque se entremezcla lo que heredamos con lo que queremos ser y con lo que debemos ser, en donde el no resultante —generalmente es un no— es más querencia que conciencia, la confusión afecta tanto a hombres como a mujeres. Pues la herencia inoculada es común, sólo (¿sólo?) que un género resulta más perjudicado que el otro. Somos lo que nos han hecho, sí, aunque, por fortuna, hasta cierto punto. Bendita rebeldía. Nos reinventamos.
Rimbaud, desde la poesía, puso en tela de juicio la tradición judeocristiana y su concepto moral. Habló de reformularse: «Hay que reinventar el amor». Rimbaud era ajeno al feminismo, pero el feminismo sí comparte con el poeta su carácter de revulsivo, de desafío e, incluso, de blasfemo. Porque para moldear de nuevo hay que deshacer, hurgar, por ejemplo, en el capítulo 2 del Génesis y la dichosa costilla. Y a partir de ahí levantar nuevos cimientos. El capítulo 1 dice simplemente: «Dios creó, pues, al hombre a su imagen, conforme a la imagen de Dios los creó, y los creó macho y hembra». Graciela Rodríguez Alonso señala en su libro esta ambivalencia y se pregunta: «¿Por qué (y dónde y cómo y quién) esta doble versión de un acontecimiento en el que nos va la vida, nunca mejor dicho?».
Hagamos un poco de ciencia ficción: si pudiésemos estar más allá del tiempo y ver el recorrido de nuestra especie, de principio a fin, en algún punto del futuro quizá nos veríamos colonizando otros planetas, creando seres humanos manipulados genéticamente para adaptarse a la vida fuera de la Tierra, sin duda algo más cíborgs y menos sujetos a nuestra biología, ya muy lejos de la costilla de Adán. Las gestaciones fuera del cuerpo de la madre sabemos que son posibles y se realizarán en un útero artificial que puede estar en una incubadora, quizá sobre la cómoda del salón espacial. ¿Cómo será entonces el equilibrio entre lo masculino y lo femenino? Tal vez el patriarcado sea sólo un inicio, unos pocos milenios, seguidos de milenios de feminismo, con algún experimento hembrista (discriminación sexual hacia los varones) en la galaxia x, algún foco pansexualista en los planetas más cálidos, quién sabe, está por inventar aún.
Volvamos a poner en equilibrio la balanza de la reseña, equidistante entre el tatarabuelo mono y la conquista planetaria: aquí y ahora. El aquí es España, el ahora es el que se inicia, digamos, en el momento en el que la mujer votó por primera vez, en el marco de la Segunda República, en las elecciones generales de 1933 con el protagonismo a contracorriente y decisivo de Clara Campoamor, pionera de la militancia feminista. Hasta entonces la mujer no fue considerada completamente una ciudadana, con voz y voto. Ese hasta entonces está muy próximo. Alguno de los lectores más longevos o, si no, nuestros padres o abuelos vivieron ese cambio. Estamos aún en la franja de tiempo de los testimonios directos. Desde ese momento vivimos un periodo de inflexión. Está cambiando una estructura social hasta hace poco codificada como masculina. En 1998, en El siglo de las mujeres, Victoria Camps afirmaba: «El siglo xxi será el siglo de las mujeres. Ya nadie detiene el movimiento que ha constituido la mayor revolución del siglo que ahora acaba». El 8 de marzo de 2018 se celebró la primera huelga feminista en España bajo el lema «Si nosotras paramos, se para el mundo». La magnitud histórica hizo que se escribiese en todos los medios acerca de la revolución feminista con una consideración novedosa por parte de los medios y de los partidos políticos. Pareciera que Camps estaba en lo cierto. El feminismo, además, está de moda. Es moderno, incluso vende, es políticamente correcto, por fin. El peligro es que vivimos un presente que desconfía de lo políticamente correcto, pero eso es otra historia.
No obstante, ante la pregunta «¿Eres feminista?», también planteada en el ensayo, a priori más sencilla de responder que la de si se es machista, la confusión es mayor si cabe. Su doble definición en el Diccionario de la Real Academia Española es la siguiente: «Principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre» y «Movimiento que lucha por la realización efectiva en todos los órdenes del feminismo». Entiendo que decir que no se es feminista es negar algo, todo o parte, del principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre. Abundan los noes, tanto entre hombres como entre mujeres. ¿Cómo es posible? Graciela no se pronuncia a este respecto, pero intuyo que el término no ayuda. Pareciera el feminismo un machismo de género opuesto. Igualismo podría ser más apropiado. El reverso del machismo que algunos atribuyen al feminismo ha convenido en llamarse hembrismo, que sería la discriminación sexual hacia los varones y que conviene no confundir. Apenas si tiene importancia, pese a la inquietud de algunos, ya que no hay un movimiento hembrista relevante. No hay un sistema, en ningún lugar del mundo, familiar, social, ideológico y político en el que las mujeres determinen el papel de los hombres con el fin de estar sometidos a la mujer. Son voces tan puntuales y anecdóticas que resultan hasta escasas. Sólo la imaginación más descabellada puede llevarnos a temer una sociedad de tales características con los datos que tenemos hoy. ¿A qué viene tanto recelo entonces?
La definición de feminismo del escritor argentino Andrés Neuman en su libro Aforismos dice: «Liberación de ambos sexos en nombre de la mujer». Y es que muchos hombres están también hartos de una mística de la masculinidad que resulta tan impostada como para las mujeres los clichés asociados a lo femenino. Resulta necesaria una didáctica del feminismo. Escuchar voces feministas que cuestionen los estereotipos e identifiquen prejuicios y que inventen nuevas construcciones identitarias. La epopeya de las mujeres es un puente entre el pasado, sometido a revisión, y el futuro como espacio de creación, una invitación a pensarnos para «alumbrar otros mundos posibles, que reconcilien naturaleza y cultura», y una llamada a dialogar con la historia del pensamiento y con los propios atavismos.