Sergio Chejfec
5
Jekyll & Jill, Zaragoza, 2019
184 páginas, 20.00 €
5, el último libro de Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956), por lo demás editado primorosamente, acentúa uno de los aspectos más sobresalientes de la literatura de este escritor: su radical espacialidad. De este modo, si consideramos que la obra de Chejfec constituye un episódico repertorio de actitudes frente a lo visible y lo representable, 5 significa la ratificación absoluta de que el espacio es el eje primordial sobre el que se articulan las relaciones del autor argentino con el mundo (y, dentro de éste, sobre todo, con las prácticas de la escritura). En efecto, la literatura de Chejfec depende del espacio, el cual se alza como agente provocador de la narración y se convierte progresivamente en su asunto principal. Profundizando aún más en estos presupuestos, cabe afirmar que la literatura de Chejfec —que parte de la observación y el movimiento— se enmarca siempre en un espacio concreto (a menudo novedoso y extranjero, ya sea por medio de un viaje, ya de una caminata), al que clausura de algún modo tras haberlo transustanciado en cuaderno o libro. Sin embargo, la naturaleza de los espacios con los que se imbrica el discurso de Chejfec no debería relacionarse con la de las célebres imágenes de espacios felices y ensalzados que, al cabo, conformaban la maravillosa e íntima topofilia de Gaston Bachelard en La poética del espacio: cajones, buhardillas, rincones, armarios, nidos y conchas… Encierran siempre los lugares en la literatura de Chejfec algún tipo de paradoja, singular incoherencia o cauteloso asombro. No obstante, la prosa de este autor sí refleja un mismo desequilibrio entre los vaivenes del exterior y la intimidad, aunque hablar de intimidad en la obra de Chejfec podría ser arriesgado, toda vez que los narradores de sus libros se caracterizan por su carácter elusivo e inseguro, propio de un intermitente, forastero y suburbano «hombre sin atributos».
En congruencia con lo anterior, cabe reseñar que ya en varios de los libros de Chejfec, aunque singularmente en Mis dos mundos (2008), se había problematizado la tradición moderna del flâneur y del consabido paseante urbano. Por medio de una demorada y minuciosa escritura, la caminata se convertía entonces en un mecanismo elemental y en un procedimiento literario básico de este autor, en una suerte de tic físico y social que, además de desvelar el esencial desequilibrio entre los mapas y la realidad urbana, motivaba un profundo desnortamiento en el narrador (en el caso de Mis dos mundos, a través de un anodino parque brasileño, justo antes de cumplir los cincuenta años; aunque Buenos Aires, París o Caracas también figuran en el particular atlas del desconcierto de Chejfec). Desamparado a merced de la inanidad de sus excursiones, el narrador quedaba extraviado en la discontinua vida de la ciudad contemporánea, privado de cualquier tipo de revelación o hallazgo y entregado a la deriva de la escritura fragmentaria e inconexa. Inacción, errancia y fractalidad definen el flâneurismo narrativo de Chejfec, quien ha convertido la caminata deambulatoria en su indolente abstracción literaria y su propia escritura, en un «réquiem impasible del paseante urbano clásico» (Graciela Speranza).
En las primeras obras de Chejfec, como Lenta biografía (1990), El aire (1992) o incluso Los planetas (1999), los lugares y espacios establecían una densa relación con la memoria personal y familiar, de manera que el recuerdo (o su imposibilidad) determinaba tanto la configuración del escenario urbano como el delineamiento de la propia identidad del narrador. Poco a poco, tales coordenadas más o menos heredadas y de carácter histórico (el pasado de un padre judío que escapó del Holocausto, la desaparición de un amigo durante la dictadura militar argentina) dieron paso en la trayectoria de Chejfec a relatos que gravitaban sobre un puñado de modestas peripecias vitales, a través de cuya minuciosa narración comenzarán a desprenderse leves indicios, tímidas conjeturas sobre la propia identidad y el sentido que ésta puede encerrar. Radicado en Nueva York, adonde llegó después de vivir durante tres lustros en Caracas, la literatura de Chejfec responde a una actitud vital que él mismo llegó a designar como «deserción psicológica» en Teoría del ascensor (2016): a resultas de su condición extranjera y del medio multilingüístico que habita, Chejfec ha ido creando, como sus reconocibles narradores, una «especie de frontera interior, silenciosa, paradójicamente por proximidad, del mundo cotidiano», es decir, una conciencia hiperselectiva y a menudo paranoide en relación con todo lo que le rodea (y que, en cierta medida, gracias a su extranjería, convoca en el lector el recuerdo de esa galería de exiliados de la literatura de Nabokov: seres espectrales que, desposeídos de todo cuanto un día fue suyo, pierden incluso la certeza de la realidad de su propio yo).
Y tal vez éste represente el aspecto más cautivador de la literatura de Chejfec: su meticulosísima enunciación de cuanto sucedió o pudo haber sucedido, lo cual le confiere a cuantos libros publica su particular cualidad divagatoria y acechante, como si el fenómeno de la escritura se estableciera como un genuino mecanismo de alerta o precaución. De todas formas, esta cautela que pone en marcha la escritura chez Chejfec nunca se ve satisfecha; más bien sucede todo lo contrario, pues a medida que se profundiza en la descripción de los detalles y vislumbres se multiplican, inevitablemente, las sospechas. Quizá fuera en La experiencia dramática (2012), más aún que en Los incompletos (2004), donde este autor supo conjugar de manera más precisa su puntillista descripción del comportamiento de los personajes y, al mismo tiempo, convertir la narración en una permanente y admirable exploración de contingencias. En general, este breve repaso a la trayectoria de Chejfec debería resultar significativo, ya que 5, el libro que nos ocupa, es el testimonio de un momento decisivo en la escritura de este autor y acaso recrea su más determinante punto de inflexión.
Cumple referir desde el principio que, en puridad, 5, el último título publicado por Sergio Chejfec, constituye un díptico narrativo. Así, en primer lugar, figura un texto que, denominado «Cinco», fue el resultado de un periodo de residencia literaria de la que disfrutó Chejfec en 1995, concretamente en la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs (MEET) de la ciudad bretona de Saint-Nazaire. Por este motivo, «Cinco» delinea una sucinta trama provinciana de aire inequívocamente francés, muy próxima a las asordinadas atmósferas de la nouvelle vague: tanto el carácter de sus personajes como el conflicto narrativo responden a la naturaleza portuaria del lugar, que convierte la original «Cinco» en una historia a medio camino entre aquellas protagonizadas por esos personajes de Éric Rohmer que de repente deciden espiar y seguir a algún desconocido en la calle y una imaginaria adaptación de alguna novela —tal vez nunca escrita— de Simenon. La narración aspira a encontrar en esos rastreos una verdad puramente sentimental sobre un puñado de personajes, es decir, una verdad conjetural, efímera e incompleta.
Le sigue a este texto de 1995 uno nuevo, «Nota», que le confiere todo su sentido al conjunto. Mediante la rememoración de la época en que «Cinco» fue escrito y, sobre todo, del repaso de las ideas que para el autor convocaba por aquel entonces la práctica de la escritura, esta «Nota» se convierte en un texto esencial para comprender el quehacer literario de Chejfec. Entre otras muchas cosas, «Nota» relata: las rutinas de trabajo durante el periodo de residencia, la relación del narrador con las personas vinculadas a la institución, su propósito de escribir «antiliteratura», las deambulaciones por una ciudad de astilleros y vinaterías (y el retrato de quienes frecuentan estos lugares), las rutas de autobús por el extrarradio, y un breve romance entre sesiones de lectura de El mar de las Sirtes, de Julien Gracq. Pero, en lo esencial, la «Nota» conforma una oblicua poética literaria de Chejfec, ya que gravita en torno a una época cardinal para su proyecto: «Porque debo decir también que poco a poco he ido considerando la Residencia como la circunstancia en que me plegué a la escritura de una forma nueva —o abandoné la anterior—; el “almácigo” o incubadora de otro tipo de imaginación».
En otras palabras, 5 (el díptico formado por «Cinco» y «Nota») da constancia del momento en que Chejfec se cayó del caballo de camino a su Damasco privado, tanto que en sus páginas llega a afirmar que los libros escritos antes de aquella residencia forman parte de una protohistoria personal. En esa ciudad bretona se consolidó la renombrada incertidumbre referencial que caracteriza los libros de Chejfec, uno de los rasgos que este autor comparte con uno de sus maestros reconocidos, Juan José Saer, a quien ya homenajeó en uno de los cuentos de Modo linterna (2013). Con el autor de El entenado, Glosa o En la zona, Chejfec parece asumir la distinción que Walter Benjamin estableció entre el novelista y el narrador, es decir, entre el sedentario y el viajero: «Yo tomé esa afirmación como una metáfora del novelista que está instalado en una teoría ya consolidada, y el narrador como el que viaja, el que explora y trata de modificar las formas, las posibilidades de su instrumento narrativo» (Saer). En congruencia con esto, desde entonces los libros de Chejfec se han erigido en seductoras tentativas narradoras de acceso a lo real, aunque sus aproximaciones pueden ser tan remiradas y prolijas que, paradójica y felizmente, obran un audaz extrañamiento de todo lo circundante, que queda distorsionado por un hiperrealismo sentimental y desestructurador.
A lo largo de estos años, el proyecto de Chejfec ha ido presentando pequeñísimas variaciones, al punto que, a tenor de su estricta y reconocible poética, pronto el hecho de titular sus libros podría dejar de tener sentido, ya que cada uno de ellos no es más que otra muy reconocible faceta de un núcleo esencial. Los riesgos de semejante escritura son evidentes, entre los que ciertos recelos acerca de lo previsible o pronosticable de su escritura no dejarán de ser esgrimidos por parte de algunos lectores. Sin embargo, estos riesgos son inherentes al sobresaliente desafío que representa la literatura de Chejfec en el contexto de la lengua española. Se trata de instalar entre el mundo y su representación una higiénica incertidumbre mediante la que la narración se galvaniza por mor de todas las tensiones que, de súbito, se anudan en torno a ella, especialmente en los lugares donde suceden: «El autor tenía la idea de que la misión de las novelas era revelar un espacio más que contar una historia», se decía ya entre los apuntes de Teoría del ascensor (2016). Deudora de Handke, Di Benedetto, Gracq, Saer o Sebald, la literatura de Chejfec representa una valiosa tentativa de agotamiento de lo representable, amén de una siempre sugerente propuesta ética. Entre sus muchas virtudes debe reseñarse el delineamiento de una admirable parcela de la sensibilidad contemporánea: la dizque deserción psicológica desde la que Chejfec escribe sus libros constituye una firme y admirable toma de posición a favor de una actitud de repliegue que, frente a lo que dictan la propaganda comercial y política, es mucho más común de lo que se piensa, o al menos debería serlo, así como otra poderosa razón por la que la lectura de este autor resulta prácticamente inexcusable.