Aurelia Valero Pie
José Gaos en México: una biografía
intelectual (1938-1969)
El Colegio de México, México, 2015
490 páginas, ebook 9.00 €
POR JOSÉ LASAGA

José Gaos desembarcó en México, concretamente en el puerto de Veracruz procedente de La Habana, en agosto de 1938. A la Segunda República Española –a la que había servido con toda su energía e inteligencia– le quedaba menos de un año de vida. En principio llegaba a tierras mexicanas con idea de permanecer un año, aunque pronto sospechó que sería al menos un lustro y luego resultó que pasó allá el resto de su vida.

Éste es, más o menos, el punto de partida de la en verdad magnífica biografía intelectual de José Gaos, catedrático de Filosofía de la Universidad Central de Madrid (hoy Complutense), escrita por la joven investigadora Aurelia Valero. Quienquiera que la lea –y esperemos que la editorial de El Colegio de México mejore su distribución– hallará inverosímil el hecho de que este libro fue antes una tesis de doctorado, tales son su precisión intelectual y frescura de estilo.

Al iniciar su tarea, la autora debió de encontrarse con una dificultad y una facilidad. La primera residía en la complejidad, variedad y extensión de la obra que Gaos ha dejado para la posteridad, así como en la multiplicidad de tareas y la variedad de instituciones para las que trabajó en su segunda vida mexicana. Escritos en un estilo pocas veces ágil o luminoso, la mayoría de los textos del profesor –movido, quizás, por el prurito del rigor lógico y semántico– están redactados en un español de sintaxis endiablada que no invita al lector. Pero Gaos, de suyo, no sólo no era mal escritor, sino que podía llegar a serlo muy bueno, como prueban sus hoy justamente famosos ensayos sobre la mano y el tiempo, dos exclusivas del hombre, o las Confesiones profesionales, punto de partida de su filosofía. La facilidad residía en la enorme masa de diarios y observaciones autobiográficas que dejó a la posteridad. Aunque no necesariamente dicha abundancia de materiales facilitaba tanto las cosas. Es verdad que, como Aurelia reconoce, al principio, su narración, la construcción de los relatos, va montada sobre esas notas de «confesión». Por cierto, que se siente obligada la autora, ya que su proyecto implicaba dar a la publicidad lectora algunas zonas de intimidad de la vida de Gaos, a justificar dichas revelaciones y lo hace argumentando que Gaos dejó el legado con plena conciencia de que, pasado el tiempo necesario y hallando las formas apropiadas, podría darse a la publicidad.

Todo biógrafo que se enfrenta a un sujeto «grafómano» sabe que su objetivo de alcanzar a dibujar el rostro secreto del hombre o mujer que quiso ser tan perfectamente trasparente y dominar absolutamente los procesos de su propia conciencia puede estar condenado al fracaso porque acaso la escritura convierte la identidad en un laberinto.

También puede ser que el objetivo que le atribuyo esté fuera de lugar. El propósito que confiesa Valero es llevar a cabo una biografía intelectual, objetivo cumplido de sobra, pues, como veremos más adelante, todas las facetas de la actividad pública de Gaos son examinadas en capítulos que funcionan como monografías: la de profesor universitario, en primer lugar, profesor de filosofía y, acaso, no filósofo, sólo traductor, autor de muchos escritos circunstanciales, reseñas, conferencias, introducciones, polémicas, manuales y, finalmente, de un «sistema» de filosofía. Pongamos un ejemplo: los capítulos de la tercera parte, «José Gaos, filósofo y traductor», están destinados a narrar las intervenciones en las dos instituciones universitarias a las que sirvió varias décadas, El Colegio de México y la Universidad Nacional Autónoma de México.

Pero las actividades, las relaciones sociales, las actuaciones en instituciones remiten siempre y necesariamente a un yo, y es evidente que una biografía bien ordenada debe aspirar a desentrañar el misterio de una vida. Valero ha sabido ver que bajo la apariencia de una existencia ordenada, rutinaria hasta la neurosis, en la que todos los movimientos del día estaban al servicio de las tareas intelectuales –extenuantes y abrumadoras– que Gaos llevaba a cabo hora tras hora –una vida sin sobresaltos, apenas un poco de adulterio–, subyacía una compleja personalidad y algún que otro secreto. ¿Qué más puede pedir un biógrafo? Todo resulta enrevesado en Gaos. En el plano de las apariencias: un escritor sin buen estilo, un profesor sin empatía con sus alumnos, un seductor sin encanto (irónicamente, Valero lo llama «donjuán especulativo»), un filósofo sin originalidad. Y sin embargo…

El libro está estructurado en cuatro partes. La primera, «José Gaos en el exilio», está dedicada a evocar al rector de la Universidad Central de Madrid y enviado cultural de la República que, viendo la guerra perdida, decide exiliarse en México. Lógicamente, se nos presenta la trayectoria personal, intelectual y política del Gaos que llega. En la segunda, «José Gaos transterrado», nos relata Valero el proceso de acomodación a la nueva sociedad mexicana, el reconocimiento del, hasta entonces, remoto milieu intelectual en que habría de moverse, en lo que sospechó –desde el primer momento– iba a ser una larga temporada. La tercera parte, «José Gaos, filósofo y traductor», está dedicada a la obra intelectual y a los escenarios principales en que ésta se desenvolvió: El Colegio de México y la Universidad Nacional Autónoma de México. Y la cuarta y última, «José Gaos, maestro de maestros», estudia la relación que mantuvo Gaos con sus pares en el campo de la filosofía mexicana, los maestros que allá actuaban a su llegada: Samuel Ramos, José Vasconcelos, el neokantiano Antonio Caso, como Alfonso Reyes, amigo de Ortega, al menos hasta la guerra, con el que Gaos mantuvo una relación casi fraternal y que dirigió durante muchos años El Colegio de México. También con los compañeros del exilio, como Eduardo Nicol, con el que tuvo varias ásperas polémicas, o Juan David García Bacca, exiliado en Venezuela, con quien mantuvo excelentes relaciones. Valero dedica un capítulo a comentar la labor docente de Gaos y su paradójico desenlace: ser maestro reconocido pero sin discípulos. Más adelante se matiza esta afirmación. En cualquier caso, el magisterio gaosiano queda acreditado en la lista de nombres que menciona Valero en «La lección del maestro» y que aquí me limito a enumerar: Leopoldo Zea, Vera Yamuni y Fernando Salmerón, los discípulos de primera hornada; más tarde, el grupo de los «Hiperiones», Luis Villoro, Emilio Uranga y Alejandro Rossi. Habría que añadir los discípulos provenientes del campo de la historia, como Edmundo O’Gorman, o el sociólogo José Medina Echeverría.

La vocación de Gaos –y se suele decir que para lo que se tiene vocación se tiene genio– era la de ser profesor. Lo declaró él mismo en ocasión solemne: «A lo largo de toda mi vida no he sido ni querido ser […] más que un universitario». Cuando Gaos llega a México, cerca de los cuarenta años, apenas sí tiene obra publicada. Es aquí donde, consciente de que su legitimidad como profesor puede ser puesta en cuestión si no publica obra propia, comienza a torturarse con el problema de su propia producción «original», signifique lo que signifique este término en filosofía.

Y aquí necesitamos evocar la consabida «circunstancia» que determinó la vida de Gaos: una Guerra Civil que cortó de raíz el proceso intelectual de maduración en que se encontraba inmerso. Miembro de la «Escuela de Ortega», como él mismo la bautizó, había abandonado la fenomenología al considerar que el filósofo madrileño dio con una fórmula superadora del idealismo al conectar el planteamiento teórico de Husserl con una visión dialéctica de lo real. Pero la cosa se complicó, pues en los primeros treinta había descubierto, junto con su amigo Zubiri, a Heidegger y se encontraba en pleno proceso de absorción de las tesis de Ser y tiempo, no tan distantes de los planteamientos metafísicos del raciovitalismo pero sí expresadas en un lenguaje más técnico y sistemático que satisfacía mejor sus exigencias de rigor en filosofía. Esto se revelaría decisivo para la forma en que Gaos iba a defender la práctica de la docencia filosófica en México. Creo, entonces, que la Guerra Civil cortó una especie de lazo orgánico con su pasado filosófico, el suelo en el que iba madurando su programa lentamente, como corresponde a un filósofo genuino que pone más atención a la veracidad de un pensamiento que a sus apariencias.

A eso hay que añadir el gran cambio que sobreviene en Occidente a raíz de la terminación de la Segunda Guerra Mundial, no sólo en geopolítica sino también, consecuencia de lo anterior, en filosofía. Gaos, como él mismo explicó, se identificaba con las filosofías que recibía, al menos mientras le parecían «verdaderas» y reconocía que era un poderoso rasgo de su personalidad intelectual el disfrutar asimilándolas y transmitiéndolas. Esta inclinación explica la ingente labor divulgadora que llevó a cabo, primero en Madrid y más tarde en México. Sus virtudes cardinales –la constancia, el sentido del orden, la exigencia de rigor en la exposición y análisis de las cuestiones, la fidelidad a las fuentes– le acompañaron en una intensa actividad profesoral en la que los seminarios impartidos, las traducciones, las tesis dirigidas y, por supuesto, las clases dictadas serían más que suficientes para justificar un lugar de honor en la filosofía en lengua española, en general, y en la mexicana en particular. Pero según Valero hay más:

«En la medida en que participó de modo destacado en el medio cultural mexicano y en que contribuyó a redefinirlo, su figura proporciona un observatorio privilegiado para reconstruir ciertos contextos del pasado. Esta condición ha habilitado para conocer el desarrollo de varias instituciones clave en la vida académica del país, así como para identificar algunas temáticas y preocupaciones que compartía con sus contemporáneos […]. Su presencia alcanzó tales proporciones que sin ella resulta incomprensible la historia intelectual en México de mediados del siglo xx».

 

Donde mejor se refleja el amplio y profundo magisterio de Gaos es en el «Seminario para el estudio del pensamiento en los países de lengua española», nacido en 1941 y cuyo embrión fue un Seminario de Ciencias Humanas Aplicadas a América, fundado en la UNAM. Dos años después, por sugerencia de Cosío Villegas, se trasladó a El Colegio de México, adoptó su nombre definitivo y Gaos pudo actuar con plena libertad para establecer los rígidos cánones de metodología en investigación que sirvieron para formar a varias generaciones de filósofos, historiadores, etcétera. El pasado intelectual de México, no investigado aún, sería el objeto de estudio preferente del seminario. El primer tema fue la acción de los jesuitas en México en el siglo xviii. Poco después, Leopoldo Zea culminó su investigación sobre el positivismo en México. El trabajo se publicó inmediatamente y supuso un hito en la recién nacida disciplina Historia de las Ideas. A éste siguió una larga serie de ensayos –de Zea y otros– que «en el transcurso de los años y bajo la atenta asesoría de José Gaos compusieron varias generaciones de estudiantes». Más adelante Valero añade: «Diseñado para acoger a un número reducido de aprendices, su seminario se destacó por la atención personalizada y selecta». Y se logró «la proeza de formar a varias generaciones de estudiantes de forma continua y ordenada, al calor del método y dentro de los cánones de la precisión». En 1955, el seminario volvió a la UNAM porque Gaos había sido nombrado profesor a tiempo completo. Pidió no obstante que no se cortaran los vínculos con el Colegio, y Alfonso Reyes, su director, lo concedió. El seminario era Gaos al punto de no sobrevivir a su retirada. Como dice Valero, fracasó en la tarea de hacer que la maquina docente que era el seminario trascendiera de lo personal a lo institucional. A partir de 1964 inició un declive en sus actividades para desaparecer poco después.

El otro aspecto decisivo en la biografía intelectual de Gaos es cómo resolvió el problema de su propio filosofar. Alterado el paisaje histórico, que describió como una situación de crisis generalizada, Gaos respondió con un historicismo tan radical que termina en escepticismo.

En 1942 dedicó Gaos un curso a «La Metafísica de nuestro tiempo», en el que iniciaba un proyecto de revisión del legado filosófico reciente. El citado curso, al que siguieron otros de temática análoga, orientados al «diagnóstico de nuestro tiempo», tuvieron bastante éxito. El historicismo puesto en práctica en estos cursos culminó en su primera obra original, Confesiones profesionales. Allí se concluye que la filosofía, ajena a los controles y seguridades de las ciencias, está condenada a no ser sino una perspectiva del filósofo que comunica a los demás sus propias impresiones, sin pretensión alguna de verdad objetiva: sólo mónadas solitarias.

Antes de llegar a México, el caminante había recorrido algunas etapas: de Husserl a Ortega, la primera. A su maestro español dedicaría numerosos artículos más y menos académicos, aunque nunca lo enseñaría directamente, por ejemplo, en un seminario dedicado a su obra. Poco después de iniciar su docencia mexicana se activa la fase heideggeriana y asume la tarea de traducir al castellano Ser y tiempo, labor en la que invertirá veinte años de su vida, y también la de organizar un seminario dedicado a leerlo con toda minuciosidad «a lo largo de un lustro», ejemplo de «rigor y autenticidad» según un discípulo. La marca historicista fue la más profunda y conspicua para sus contemporáneos. Después de Heidegger sólo faltaba Guillermo Dilthey, al que leyó más tarde –acaso coincidiendo con la traducción que de sus obras completas hizo su amigo Eugenio Imaz para la misma editorial, FCE– para asentar sus convicciones de que la filosofía sólo se podía cultivar como filosofía de la filosofía y en una perspectiva necesariamente histórica. Faltaba hacer una última inferencia lógica para llegar a la conclusión de que la filosofía tenía que darse, en primer lugar, como confesión del subjetivo punto de vista del filósofo: «La disolución del yo trascendental en el yo biográfico». Y la dio en el curso que dictó en el invierno de 1953, en su universidad y que apareció poco después en forma de libro publicado también por FCE. Valero comenta:

«La escritura de las Confesiones sirvió como un bálsamo a la conciencia tanto tiempo torturada de Gaos, quien las colocó entre los pocos textos que había compuesto con placer. En ellas había logrado revertir su consabida sequedad prosística para devolverle un poco de jugo y, a la vez, enviar un discreto mentís a quienes cuestionaban su capacidad de estilo».

 

El libró gustó pero más fuera de los círculos filosóficos (Octavio Paz le mandó una nota de felicitación animándole a escribir, en la misma onda, «una especie de poema en prosa, entre Lucrecio y Beckett…»; Ramón Xirau lo criticó). A los discípulos, los desorientó. Y es que el subjetivismo extremo de aquellas líneas no sólo era incompatible con las tendencias que se afirmaban en la filosofía occidental de los sesenta, sino que prácticamente declaraba su propia condición de callejón sin salida. Esa es una de las razones por las que, en un cierto sentido, los discípulos de Gaos no lo fueron de sus ideas. La fidelidad y el respeto a la persona no se compadecieron con los mismos sentimientos hacia sus posiciones teóricas. Éstos se hicieron analíticos y marxistas, y Gaos no hizo nada ni por evitar tal deriva ni por ajustar su obra a los tiempos. Como observa Valero con perspicacia, no es que no le convencieran las respuestas, sino que no le interesaban las preguntas que aquellas filosofías estaban empeñadas en formular. Hoy sabemos que aquellas dos «escolásticas» fueron impuestas a la filosofía por motivos externos y ajenos a su propio devenir. Ambas son formas, todo lo depuradas que se quiera, de un positivismo ingenuo que triunfó en la segunda mitad del xix y que la fenomenología husserliana había refutado. Y por eso hoy la filosofía de Gaos recupera su actualidad metafísica bajo la extensa carpa de lo postmoderno. Sus preguntas resultan más actuales que las certidumbres que fatigaron a algunos de sus discípulos.

Vida como coexistencia de un yo vocado a la filosofía y filosofía como mundo intelectual plural e histórico se convierten en Gaos en el motor de una escritura que re-creó su propia realidad. Así lo expone Valero: «La escritura, punto de engarce entre historia y literatura, se reveló como un productor de realidades en un sentido muy concreto y en gran medida consciente. Por obra de ese ir y venir incesante entre la experiencia y la tinta, las fronteras entre la vida vivida y vida narrada se diluyeron…».

Esto, sin duda, fue bueno para la vida pero no tanto para la filosofía. Aunque no estoy seguro de si el dispositivo entre la escritura y la vida se deje pensar con la metáfora de una frontera que se borra. Pienso que la escritura fue un puente que mantuvo comunicados los opuestos que armaron la vida de Gaos, comenzando por el más absoluto y abarcador, el de yo y mundo («antinomia capital o radical», la llamó). Pero también aquellos que surgieron de su carácter y aquellos otros que se alimentaron de sus vivencias. Opuestos de lo vocacional, el profesor y el filósofo, el intelectual (hombre de ideas) y el político (hombre de acción); en la escritura, ensayo y sistema; en sus tomas de posición, escéptico y creyente, historicista y racionalista, soberbio y autocrítico.

Nada hizo Gaos por ocultarse a sí mismo y, probablemente, a los otros, más allá del decoro que desaconseja confesiones intempestivas, todo ese sistema de opuestos y tensiones con las que vivió su atormentada intimidad. Valero saca en limpio, al cabo de las casi quinientas páginas dedicadas a diseccionar el alma, la vida y la escritura de este singular filósofo que cambió la historia intelectual de México, que el título que le hace justicia es «José Gaos o la honradez intelectual».