POR JOSÉ PADILLA
No es fácil hablar de la obra de uno con objetividad. La percepción del autor no puede ser la misma que la de un lector o la de un espectador, y esto, en no pocas ocasiones, supone una merma. No hay manera de seguir con claridad, desde la visión propia, el curso de muchas de las flechas lanzadas con la escritura, desconcierto que se multiplica cuando el artefacto literario entra dentro de la categoría teatral. Si cualquier literatura, una vez finalizada, tiene un sesgo ajeno para su autor, el teatro, que nace para ser compartido con varios colectivos (equipo, público, lectores…), incrementa esta distancia y abunda en la sensación de extrañeza, más aún si no se tiene la fortuna suficiente de encontrar un equipo que no deje huérfano al texto, uno que le dé cobijo y valor. En teatro se desgaja el autor de su obra casi de inmediato: la pieza cobra una vida tridimensional que ya no es pertenencia sólida (tal y como se comprende la posesión); todo muta, todo respira en otros lugares que uno no pudo llegar casi a imaginar. Esta indeterminación, la incertidumbre de no tener el más mínimo control del resultado final, es un valor activo del hecho teatral. Una gran carga de belleza en la escena puede que resida en lo indomable del acto en sí; por todo ello deviene en titánica la tarea de autodefinirse. ¿Cómo nombrar algo cuya tarea implica desconocimiento? Sin embargo, y precisamente por la dificultad de la empresa, muy de cuando en cuando conviene hacer inventario de lo vivido y lo creado. Tornar la vista al recuerdo y observar brevemente qué nos devuelve el pasado no ha de ser un ejercicio narcisista, lejos de eso. Por un lado, revisitar el catálogo quizá sea útil para recuperar recursos que pensamos almacenados y que el tiempo y la soberbia de la edad nos han hecho desechar antes de plazo; y por otro, nos habilita para dar buena cuenta de lo poco o mucho avanzado. Jamás me he enfrentado a este reto y las recompensas mencionadas sugieren que merece la pena el envite. Ignoro cómo saldré del mismo, pero invito a quien esto pudiera leer a que me acompañe en esta excavación nada arqueológica —lo museístico y el teatro creo no han de llevarse bien—. Voy a procurar rescatar de la memoria los pasos que me han llevado a ser el autor que soy hoy. Adelanto que, si construyo este texto a partir de la base memorística, necesariamente ha de ser una traición; probablemente sea poco preciso y es seguro que divagaré sin pretenderlo; Pero puedo garantizar que traición, imprecisión y divagación concluirán en algo que a lo mejor no será acertado, pero sí que será verdad.

Comencemos por el rock. En 1987 la banda Metallica decide grabar un álbum titulado Garage Days Revisited; a esas alturas ya tenían tres discos editados y comenzaban a ser conocidos a nivel mundial. En el título está la clave de la intención: volver a sus inicios, a los tiempos en los que cuatro melenudos en un garaje aporreaban sus instrumentos sin medios ni casi conocimientos; regresaban en el disco a cuando tocaban sus temas favoritos de grupos clásicos de thrash metal, ese rango de años en que todas las esperanzas están puestas en algo indeterminado, pero sin el menor atisbo de un futuro estable. El garaje, un espacio ideado para guardar un vehículo y la antítesis de la comodidad o de lo que se supone que debe ser un espacio de creación, un cubículo que alberga humos nocivos y raquíticas salidas de aire, transmutado en el lugar donde se empiezan a acrisolar las ideas y el trabajo que en un futuro serán tangibles. La leyenda del garaje fundacional se extiende del mundo de la música al empresarial: Steve Jobs y Steve Wozniak creando Apple con la puerta abatible levantada en verano y mucho café de por medio, Youtube nació en un garaje, la empresa de juguetes Mattel fue fundada en 1945 en un garaje, el primer almacén de Amazon fue… sí, un garaje. Y no es que la dramaturgia, y mucho menos la mía, tenga que ver con las start-ups tecnológicas de éxito, pero sí que me atrevo a señalar todas esas fuentes de creación que adolecen de oscuridad porque coinciden con mi vivencia: yo soy dramaturgo gracias a un garaje, un lugar que un amigo mío llamó, con poca sorna y mucho criterio, el zulo. Pero vayamos por partes. Dedicarme a escribir teatro jamás fue parte del plan; de hecho, ignoro si alguna vez hubo algo parecido a un plan. Francamente, creo que no. Mi encuentro con el teatro fue abrupto e improbable, y se dio en un momento de la vida en el que nada apuntaba hacia allí… ni hacia allí ni hacia ningún sitio: fui un absoluto desastre en mi época de estudiante, repetí el curso preuniversitario tantas veces como me fue posible y mi único futuro era de aquí a una hora. Pensar más allá sólo era un portal para la angustia. En el colegio me invitaron a creer que para mí no había un horizonte profesional decente; algo que, por otra parte, yo me encargué de refrendar a conciencia. Con la alarma del «haz cualquier cosa para ir tirando» timbrando cada vez más fuerte, llegó el teatro. Sobre la bocina. Desde el día en que casi por azar entré en una clase de interpretación para aficionados hasta hoy han pasado veintiún años, una cantidad de tiempo obscena por inadvertida y que no termino de creerme. Fue en mi Tenerife natal donde el teatro rescató mi vida y puso, sin yo saberlo, las miras hacia la dramaturgia. Esto tuvo inicio en la manera sobre la que ha girado todo lo demás: toda mi formación y buena parte de mi experiencia es actoral. No me fue mal en Tenerife, tan poco mal que en dos años hice todo el teatro que desde mi margen de acción pude hacer: aficionado, universitario y profesional. A los dos años, con las maletas hechas, probé suerte en la RESAD de Madrid. Me aceptaron, cursé mis estudios en la rama de Interpretación Textual y a los cuatro años salí. Todo empezó en ese momento. Para comprenderlo mejor, volvamos al rock y hagamos garaje.

El término rock de garaje viene del hecho de que sus intérpretes eran grupos compuestos por adolescentes y jóvenes aficionados, con una escasísima preparación musical, que solían reunirse «para tocar y ensayar en el garaje de sus casas». La música de estas bandas era, por lo general, mucho menos elaborada que los originales en los que se inspiraban (dado que sus intérpretes poseían escasa pericia instrumental, chicos de entre quince y veinte años que apenas sabían tocar unos pocos acordes); pero, a cambio, estaba repleta de pasión y energía juvenil, lo que algunos consideran el verdadero espíritu del rock and roll.

 

Bendita Wikipedia. El garaje era de cuatro plantas, con unas quinientas plazas de parking, y mi trabajo consistía en hacer el control de matrículas (nada más tedioso) y estar en la garita junto a la entrada pero ya bajo tierra, observando la entrada y salida de coches. También tenía que facilitar los materiales al personal de limpieza y mantenimiento y rellenar el parte de las posibles incidencias. El trabajo no era especialmente complicado, no en su ejecución al menos. Lo difícil era estar en ese cubículo día tras día, hora tras hora, sin perder la cordura y el buen ánimo, sin olvidar que este trabajo era un medio para obtener un fin. Trabajar en el garaje iba a ser de todo menos cómodo, pero mi necesidad de ingresos inmediatos se hacía cada vez más presente. No mucho después de salir de la RESAD, mis nóminas como actor se distanciaban más y más en el tiempo unas de otras y la regularidad para pagar el alquiler, paradójicamente, no; qué cosas. Los turnos eran de doce horas, de siete de la mañana a siete de la tarde, en fin de semana seguro y prácticamente todos los demás días de la semana también. A intervalos, pero estuve prácticamente diez años así. Esto me lo recuerdo a menudo para no perder la perspectiva ni de mi trabajo ni del camino recorrido. Y sí, por supuesto, soy muy afortunado, me va bien, pero no puedo olvidarme de que hacer teatro (cualquier arte) en España se paga caro. No puedo olvidarlo ni por mí ni por mis compañeros y compañeras de profesión. Son contados los casos en los que dedicarse a las artes en este país no conlleva un rédito altísimo. Con estos condicionantes, desarrollé la capacidad de no estar allí jamás. No, no es que hiciera dejación de mis funciones, pero convertí un trabajo tan aparentemente contrario al escenario en algo que sirviera a mi propósito de no abandonar la escena. Evidentemente, estando doce horas en un subterráneo no iba a poder actuar, pero sí iba a poder leer toda obra de teatro que cayera en mis manos y, sobre todo… iba a poder escribir. No creo que haya atajos para la escritura y la parte estricta del asunto no te la puedes saltar: siéntate y escribe —nada que fuera parte del plan, una vez más—. La lectura disciplinada de literatura dramática te permite detenerte en el estilo, la agilidad del relato, la estructura, la elaboración de personajes poliédricos y, en todo este lío, tratar de buscar en ello tu verdad; pero sólo el hábito de la escritura plegará el conocimiento a la práctica. Por exigencias del guion tuve que aplicar mi formación actoral al estudio de textos teatrales desde un punto de vista, en ocasiones, completamente antitético al de un actor o, al menos, al que recibí en mi periodo lectivo. Y digo que es distinto porque, sobre un material textual, el actor busca una lógica, por exuberante que sea, que pueda integrar en su interpretación, pero, sobre un folio en blanco, aplicar sólo lógica te llevará casi con total seguridad a una obra predecible, rala, infumable. Quiero decir, ¿qué tiene de lógico Hamlet? Nada, es un muestrario de insensateces, una detrás de otra. ¿Quién es del todo cabal en La casa de Bernarda Alba? La abuela, justo la que padece demencia. Un exceso de lógica mata la sorpresa, la sal de las historias. Esto es algo que a veces cuesta entender y que me ha cobrado algún choque con puristas de la escena: el proceso de un escritor de teatro no debe ser el mismo de un actor, y esto es susceptible de generar conflicto. Aprender de qué manera el arte de la actuación sirve al de la escritura es todo un desafío que guiaba mis pasos en aquellos días de garaje y que los sigue guiando hoy, porque lo que quería (y sigo queriendo) era estar sobre un escenario. Pero con el tiempo supe que hay muchas otras formas de estarlo además de la actoral. Las circunstancias me impedían estar físicamente en las tablas, pero las palabras que hoy son etéreas mañana pueden ser corpóreas, y eso los escritores de teatro lo sabemos bien. Primero, y por ciencia infusa, el garaje me dio disciplina. No se me ocurre otra manera, aparte de la vivida, de que yo, un domingo, a las siete y media de la mañana, estuviera escribiendo. Sencillo: no quería estar allí, luego tenía que escribir para evadirme. Gracias a mi condición de actor, y a que vivía entre actores, mis primeros textos garajísticos siempre rondaron la escena de una forma más o menos cercana, algo que terminaría por darme un rasgo que comparto con pocos dramaturgos: no puedo presentar mis textos a concursos literarios. ¿Por qué? El noventa y cinco por ciento de ellos recoge en sus bases que el original no habrá podido ser representado en forma alguna. A día de hoy tengo la fortuna de que he escrito toda mi producción casi con fecha de estreno ya marcada; casi siempre he escrito para actores determinados, y los actores actúan, hacen. No hay más. El concurso que he ganado es poder ver en escena todas mis obras. Claro que nada de esto hubiera sido posible, como ya dije, sin el rigor de mis horarios: cada día pude dedicarle entre cuatro y seis horas diarias, si no más, a leer y escribir, y entregarme a ese juego. Eso me dio herramientas que hoy puedo aplicar con más facilidad que entonces. Puede que el entorno no fuese cálido, pero sí era aislado: una puerta cerrada que me dejaba solo con mis ideas. Entre la desesperación y seguir con la profesión que enderezó mi vida, elegí lo segundo.