POR EMILIO PERAL VEGA
Para la elaboración de este artículo partimos, fundamentalmente, de los conceptos de historicidad (Geschichtlichkeit) y legado (Erbe) desarrollados por Heidegger en Ser y tiempo (1927), y de las consideraciones expuestas por Benjamin en su ensayo Sobre el concepto de la historia (1942),[1] con el fin de clarificar algunas de las aportaciones más importantes de Mayorga en El jardín quemado (1997),[2] una de sus piezas mayores hasta la fecha, en la que se aborda el controvertido asunto de la memoria a partir del no menos escabroso tema de la Guerra Civil. Quizás sea esa la razón por la que todavía no se haya producido —y eso a pesar de la continua presencia de Mayorga en los principales escenarios nacionales e internacionales— un montaje a la altura de este complejo texto, como ya advirtiera la profesora Ambrosi en el estudio que acompañaba su traducción al italiano (2011a).[3]

Si, siguiendo a Heidegger, la historicidad contempla la dimensión existencial que va entre nuestro nacimiento y nuestra muerte, el teatro puede —y debe— crear la posibilidad de acceso a otras historicidades, mediante una suspensión parcial de la nuestra para reconocernos en el tiempo —poético— de los otros. Se trata de un reconocimiento pleno, puesto que en el teatro tomamos conciencia del nacimiento —aun cuanto sea escénico— y la muerte —con el término de la obra— de esos personajes (seres en el tiempo del teatro).

Sin abandonar al filósofo alemán, resulta también fundamental el concepto de legado, «fundamento o suelo para personas o cosas»,[4] pero también herencia o patrimonio trasmitido. En esta doble acepción, podríamos entender, trascendiendo el pensamiento heideggeriano, que el teatro —y de forma particular el de Mayorga— nos brinda la posibilidad de entablar una relación dialéctica —de confrontación intelectual— con la herencia histórica legada; pero también cabría entender el teatro mismo, en su inmanencia y en su capacidad de creación de un «tiempo del ahora» (jetztzeit) —como querría Benjamin—, como ese sustrato que permite a los espectadores reconocerse en otros seres y en otros tiempos.

Mayorga nos coloca en El jardín quemado, cuando la Ley de la Memoria Histórica estaba todavía lejos de empezar a gestarse —a partir de la creación, por Real Decreto, de la «Comisión Interministerial para el estudio de la situación de las víctimas de la Guerra Civil» en 2004—, ante el escabroso tema de los caídos en guerra, la memoria que la sociedad civil debe rendirles y la digna sepultura para aquellos cuyo paradero aún se desconoce (Mayorga, 2011b).[5] Y lo hace, como siempre en su teatro, desde una perspectiva dialéctica, muy exigente con el espectador (Mayorga, 1999a), con el fin de interrogarle sobre su enjuiciamiento —muchas veces superficial, prejuicioso y heredado de ideas comunes (legado)— de la historia y, ante todo, de los hombres que la protagonizaron (Gorría Ferrín, 2012).

Parte nuestro dramaturgo de la concepción histórica forjada por Walter Benjamin (Mayorga, 1999b y 2003), lo cual significa oponerse, de forma visceral, a una idea acrítica del progreso como condición esencial de la historia —¿es nuestra actitud sobre la guerra necesariamente mejor que la de aquellos que nos precedieron?—, pero también la convicción de que el pasado fue un lugar de acción que afecta de forma insoslayable a nuestro presente. Precisamente en ese sentido no podemos considerarlo cerrado y debemos —desde nuestro tiempo (nuestra historicidad, sin abandonar a Heiddeger)— interpelarnos, sin descanso, no tanto sobre qué fue —historia positiva sin posibilidad de cambio— sino sobre qué podría haber sido —historia abierta que espera redención—. Dicho de forma más simple, el pasado requiere una respuesta en y desde el presente, en un proceso de reescritura abierto desde el escenario teatral y en el que el público adquiere protagonismo absoluto.

Pero, ¿dónde dirigir su mirada? Mayorga, siempre con Benjamin (Cordone, 2001), nos invita a buscar en las grietas y en las cicatrices de la historia —metáfora mayor de su poética, como ha estudiado la ya citada Ambrosi (2011b)—, con el fin último de resemantizarla o resignificarla, tapando o restañando el sufrimiento de aquellos que fueron excluidos, y dando la palabra al silenzio dei più deboli (Ambrosi, 2011a: 93). Los excluidos son, en esta ocasión, doce parias que, habiendo sido encarcelados en una prisión de una innominada isla española durante la contienda bélica, esperaban muerte segura.[6] El azar, aderezado por los efluvios etílicos de un capitán fascista —incapaz, en su embriaguez, de contabilizar el número exacto de presos—, les permitió escapar a su destino, tal y como señala Garay, ángel custodio de todos ellos a partir de ese instante:

GARAY.—¿Mis víctimas? (Mira la fosa). ¿Cree que fui yo quien señaló a esos inocentes? «Por lo menos debe de haber doce rojos ahí fuera», dijo el capitán. Entré en el jardín y hablé con los muchachos. Les expliqué qué querían los soldados. Y fueron ellos, los muchachos, los que encontraron una solución. Ellos mismos escogieron a los doce (2001: 107).

 

La entonces prisión, reconvertida desde el fin de la contienda en un hospital psiquiátrico, ampara desde entonces a esos doce elegidos, renacidos en otros tantos nombres ficticios —para salvaguardar su suerte en tiempos de represión— y, en consecuencia, en otras historicidades, de calado quijotesco. Así, cada uno de ellos, como el hidalgo manchego en su ficción caballeresca, crea ex novo una nueva existencia: don Oswaldo, como cuidador de perros; Pepe y Néstor, como jugadores impenitentes de un campeonato de ajedrez prorrogado sine die[7] Nuevos seres, en un nuevo tiempo (ritual y poético), pero siempre en el mismo lugar: el jardín quemado, cubierto por las cenizas de aquellos doce compañeros que se sacrificaron por ellos.

Resulta fundamental la definición que Garay hace de sus pacientes: «ángeles viejos», en clara remisión al cuadro Angelus Novus, pintado por Paul Klee en 1920 y que, cautivado por su simbología polimórfica, adquirió el propio Walter Benjamin algunos años después. Así lo describe en Sobre el concepto de la historia:

Parece a punto de alejarse de algo a lo que mira fijamente. Los ojos se le ven desorbitados, tiene la boca abierta y además las alas desplegadas. Pues este aspecto deberá tener el ángel de la historia. Él ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única catástrofe que amontona incansablemente ruina tras ruina y se las va arrojando a los pies. Bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero, soplando desde el Paraíso, una tempestad se enreda en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. Esta tempestad lo empuja incontenible hacia el futuro, al cual vuelve la espalda mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciendo hasta el cielo. Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad (2012: 310).

 

Allí donde el joven psiquiatra que llega a la isla, recién instaurada la democracia, para imponer sus nuevos métodos y para investigar el papel de Garay durante la guerra, ve tan sólo «una cadena de datos» (también nosotros, espectadores prejuiciosos, lo vemos así), estos angeli novi, conscientes de la verdadera dimensión de la catástrofe de la que fueron partícipes, se estacan —se «detienen», en palabras de Benjamin—; ese allí adquiere la forma de jardín de cenizas donde inventan existencias sin tiempo (en una repetición ritual de sus quehaceres imaginarios) para intentar contrarrestar la tormenta inevitable de otro tiempo —el histórico lineal— que desemboca directamente en un «futuro», pagado de progreso, de prejuicios y de una supuesta, sólo supuesta, memoria, pero en realidad profundamente desmemoriado.[8]

Estos doce apóstoles son, en estricto sentido etimológico, «enviados» de un nuevo credo o, si se prefiere, de una nueva concepción de la historia que, al margen de conceptos grandilocuentes, vacíos de tan utilizados en un sentido perverso[9], confía en el poder redentor de la palabra poética. Frente a la apelación continua de Benet por la «verdad» —«¡Dígales la verdad! ¡La verdad! (2001: 109)— y la «justicia» como sustentos de una historia positiva, Garay defiende a sus discípulos proclamando la verdad de sus existencias quijotescas; frente al manual impositivo de Benet, dispuesto a convertir la vida de estos doce hombres en «un horario fijo, una actividad concreta» y la asunción de responsabilidades (2001: 55), Garay, haciendo suyo los postulados de Benjamin, reivindica la «felicidad» ritual de sus protegidos, ajena a cualquier «tranquilizante ni estimulante» (58), sabedor de que «les he dado una primavera eterna» (108) donde las cenizas del jardín y las cicatrices que portan en sus cuerpos —sensu stricto[10] son las únicas evidencias de un pasado que es necesario redimir desde el presente y con los débiles —es decir, ellos— como portavoces.

Para este complejo entramado, Mayorga teje una estructura dramática muy compleja, de resabios claramente barrocos,[11] que parte del viejo esquema calderoniano de la vida como representación o, si se prefiere, del cervantino —luego pirandelliano— del teatro dentro del teatro. Garay y Benet «observan la salida de los internos al jardín […] como si contemplaran el interior de una gigantesca pecera» (2001: 56). Remedan, así, la condición de voyeur asumida, casi cuarenta años antes, por el capitán fascista cuando, en la misma posición y con las facultades perceptivas disminuidas por el alcohol, creyó contabilizar a tan sólo doce reclusos en la entonces prisión. El tiempo histórico adquiere, así, una dimensión ritual, en tanto que se da cita un mismo observador (Garay), acompañado en ambas ocasiones de un espíritu censor que ve para dominar la realidad que se abre ante sus ojos (capitán fascista / Benet). Los observados son, en apariencia, los mismos hombres, primero prisioneros y después pacientes. Sin embargo, se trata, ya lo sabemos, de seres distintos —sacrificados unos en beneficio de los otros— en tiempos diversos, que acaban por asumir existencias —rituales— idénticas. A su vez, estos hombres —diversos e iguales—, eternamente observados desde fuera, vigilan —sin descanso— las cenizas que custodian la memoria de aquellos otros que entregaron su vida por ellos. La estructura polimórfica —como si de una matrioshka se tratara— se culmina con los propios espectadores, observadores privilegiados, desde un tiempo histórico distinto —la España de 1997—, del juego de peceras a que nos somete nuestro dramaturgo.[12]