POR MARQUÉS DE TAMARÓN

Hugh Thomas, lord Thomas of Swynnerton, tenía muchas cualidades poco comunes en su oficio de escritor y carecía de ciertos defectos muy comunes en la república de las letras.

Horacio no hubiera podido incluirlo en el genus irritabile vatum, la irritable tribu de los bardos. Hugh, por supuesto, podía estar malhumorado y a veces lo estaba. No sufría a los tontos con alegría, pero sí los sufría con paciencia bastante a menudo. Era tranquilo y cortés, al menos comparado con las polémicas entre los intelectuales españoles.

Más importante: estaba por completo libre del feo vicio de la Schadenfreude, la alegría ante mal ajeno. Nunca se recreaba ante los desastres, ni siquiera aquellos que acontecían a los enemigos de su país o de sus causas preferidas. Sus lectores, y también quienes lo conocían personalmente, tendrían dificultad en recordar un caso en el que hubiese sido mezquino en el juicio. Con frecuencia usaba una forma suave de ironía, pero jamás lo vi o leí siendo sarcástico.

Nunca mantenía una opinión histórica en la que hubiera dejado de creer. Eso suena común y corriente, aunque, en realidad, es muy raro. Por ejemplo, la Guerra Civil de España. Más de una vez dijo que había reconsiderado su opinión inicial de esa guerra. Ahora pensaba que el estallido del conflicto fue causado por la extrema izquierda cuando empezó el levantamiento revolucionario de 1934 contra la República.

Cuando le preguntó a Hugh Dalton por qué el Partido Laborista no había apoyado al Frente Popular en España en 1936, Dalton contestó: «Porque habíamos advertido a los socialistas españoles en 1934 de que algún día se lamentarían de haber empezado un levantamiento armado, que más tarde justificaría otro conservador». Hugh Thomas parece haber aceptado gradualmente ese juicio, pero siempre fue equilibrado en sus análisis de la situación política española en los años treinta. Su influencia en la opinión pública española a propósito de nuestra Guerra Civil fue saludable, esquivando maniqueísmos. Su aproximación a las cuestiones históricas pareció moverse hacia un punto de vista liberal-conservador, de alguna manera similar al de lord Acton cien años antes.

Feijoo (un polígrafo benedictino del siglo xviii y, por tanto, un monje de la misma orden monástica que fundó esta iglesia donde ahora estamos) describió a Juan de Mariana (un historiador jesuita del siglo xvi) así: «Un amante fino de la verdad, excelente sectario de la virtud […], sumamente sincero y desengañado». Esa descripción podría ser aplicada a Hugh Thomas, cuyo estado de ánimo habitual le permitía hacer un excelente trabajo histórico en otro campo de minas, el Imperio español en América. Sus últimos libros sobre ese asunto eran espléndidos en estilo y en contenido. Así describió el regreso a España en 1522 de los marinos que por primera vez dieron la vuelta al mundo:

Se había demostrado que el mundo era un planeta. Treinta años después de la primera expedición de Colón, Magallanes, o mejor dicho Elcano, mostró que una ruta hacia el oriente podría encontrarse navegando hacia poniente. La redondez de la Tierra quedaba demostrada. Nunca habíase conseguido un logro mayor. Ha sido declarado con razón un gran triunfo español; lo fue. Al mismo tiempo, el capitán de quien todos dependían era un portugués, y el mejor cronista fue un italiano, como era frecuente en las aventuras del siglo xvi. La mayoría de la tripulación eran andaluces, pero el capitán que gobernó el regreso era un vasco. No está claro qué ocurrió con el «agente de policía» inglés, el maestro Andrés de Bristol, que era uno de los que inició la navegación; podemos suponer que murió en las islas Filipinas. Pero nos hallamos, pues, de nuevo ante un triunfo europeo apropiado para el más grande de los soberanos europeos, el emperador Carlos V, más europeo que español, flamenco, alemán o borgoñés. Magallanes y Elcano habían dirigido un viaje al fin del mundo que, naturalmente, resultó ser el mismo puerto donde se habían embarcado. Y Sanlúcar de Barrameda, la ciudad atrevida donde el río Guadalquivir desemboca en la mar Océana, a la sombra del palacio del duque de Medina Sidonia y al borde de la tierra del vino de Jerez, sigue siendo un lugar digno de ser considerado el epicentro del mundo.

 

Siempre un historiador romántico, Hugh estaba orgulloso de ser un maestrante de Ronda, un caballero, además de tener la Gran Cruz de Isabel la Católica y la de Alfonso X el Sabio. Me gusta pensar en él siendo recibido por Santiago, Santiago de España, con el verso final del poema de Chesterton: «No olvidéis lo que todos han olvidado: esa batalla ya la ganamos».

Porque lord Thomas no sólo era un gran erudito, sino un hombre de honor. Un maestro, como diríamos en español.

Requiescat in pace.

En la iglesia de St. Mary Abbots, Kensington,
a 19 de mayo de 2017

 

Escribí este elogio fúnebre de Hugh Thomas en inglés y lo leí en su funeral de cuerpo presente. Lo traduzco ahora al español con tanta fidelidad al original como torpeza. Las traducciones siempre son así. Pero a Hugh no creo que le importe.