POR JOHN ELLIOTT
Hugh era todo un personaje y también un historiador espléndido, pero, asimismo, era un amigo muy querido para muchos de los que nos encontramos aquí esta mañana. Lloramos su fallecimiento, aunque, al mismo tiempo, bien podemos celebrar y complacernos en los muchos logros de una vida vivida en plenitud. Lo traté durante mucho tiempo, si bien no guardo recuerdos de cuándo ni cómo tuvimos nuestro primer encuentro. De todos modos, nos teníamos bien presentes el uno al otro como autores y no ha sido hasta hace poco que he encontrado en mis archivos algo que había olvidado por completo: una reseña de mi Imperial Spain, con fecha de 10 de enero de 1964, que Hugh escribió para el New Statesman, un seminario británico conocido entonces por sus puntos de vista izquierdistas, así como por la alta calidad de las reseñas en su sección cultural. Me gustaría citar algunos pasajes de la crítica porque pienso que nos dicen algo acerca del contexto del periodo en el que los dos acabábamos de embarcarnos en el estudio de la historia de España y también acerca del propio Hugh como historiador y como crítico. La reseña empezaba con una afirmación característicamente llamativa, incluso flamígera. «Los españoles han tenido problemas con su historia durante mucho tiempo». A renglón seguido, explicó que éstos empezaron hacia 1520 cuando los españoles parecían encontrarse en su cima nacional y cuando la rebelión de los comuneros «adquirió fuerza a partir de la imagen falsa de una supuesta edad de oro» bajo los Reyes Católicos. «Desde entonces y de modo casi continuo —observó—, la historia ha sido para los españoles una parte inmediata de la política contemporánea, una parte que debe ser arreglada, invocada, sobre la que hay que pronunciarse, pero una parte que apenas ha sido investigada». Se trataba de una observación perspicaz, aunque no enteramente correcta, que estaba inspirada, obviamente, por su propia investigación sobre la historia de la Guerra Civil, el libro que le había dado a conocer tres años antes de escribir esa reseña.

La recensión proseguía diciendo, de una manera otra vez no enteramente correcta, que «Hasta hace poco no se sabía casi nada fiable sobre la decadencia de España ni tampoco sobre el periodo de “grandeza” que, según se entendía, había tenido lugar con anterioridad». Continuó presentando mi libro como valioso, ya que ofrecía «una panorámica general de la investigación efectuada sobre la España del periodo comprendido entre 1500 y 1700, buena parte de la misma aparecida a partir de 1945». Aun así, tal como observó ajustadamente, tuve que detenerme una y otra vez en mi narración de los hechos para señalar que «el trabajo preliminar esencial, las monografías detalladas, que hubieran permitido generalizaciones y conclusiones, no existen». Continuó refiriéndose a la controversia entre Sánchez-Albornoz y Américo Castro, acerca de la cual comentó que, desde la publicación del segundo de La realidad histórica de España en 1954, «ha quedado claro que la antigua visión dorada del siglo xvi es falsa» y que ese periodo conoció, en realidad, «una tensión profunda» entre los cristianos viejos y los conversos. Lo que vino a continuación, en palabras de Hugh, fue «el entierro de esa neurosis por parte de los historiadores españoles durante trescientos años (casi de la misma manera con que los historiadores soviéticos borraron el recuerdo de Trotski)», un excurso típico del gusto que Hugh sentía por relacionar el pasado y el presente.

Me place decir que el juicio de conjunto de Hugh sobre mi libro fue favorable, aunque no dejó de formular una serie de comentarios críticos con los que estoy plenamente de acuerdo. En particular, consideró que los capítulos que trataban del «siglo xvii y del Nuevo Mundo» eran más bien superficiales en comparación con los que se ocupaban del siglo xvi, y que «el encomiable propósito de concisión ha comportado algunos resultados engañosos, en particular en relación con la historia americana». Lamentablemente, no indicó cuáles eran, pero su apreciación estaba justificada. Cuando escribí Imperial Spain conocía muy poco acerca del imperio transatlántico, así que el espacio mínimo que le dediqué es, efectivamente, una de las grandes deficiencias de mi libro.

Me he detenido un poco en esa reseña porque nos dice mucho acerca de Hugh y de sus intereses. Como han visto, esos intereses eran ya entonces de gran alcance. Pese a que su especialidad era la historia de la España del siglo xx, estaba sin duda bien informado sobre las etapas anteriores y había reflexionado con rigor acerca de varios de los temas centrales de la historia española, entre ellos, las difíciles cuestiones planteadas por la coexistencia de las tres fes en la España medieval.

Creo que en sus observaciones a mi libro podemos entrever al futuro historiador de la España y de la Hispanoamérica de los Austrias, aunque no puedo saber si ya entonces estaba pensando en reorientar sus investigaciones hacia el periodo moderno. En realidad, ni siquiera estaba entonces claro que escribir libros de historia fuera a ocupar una parte tan importante de la que sería una vida excepcionalmente activa. Dos años después, en 1966, fue nombrado profesor de Historia en la Universidad de Reading —precisamente, la ciudad del sur de Inglaterra en la que nací un año antes que él— y, durante esos años, se embarcó en su descomunal historia de Cuba. Permaneció en Reading por espacio de diez años, pero era, probablemente, un espíritu demasiado inquieto para una vida académica y pronto se vería envuelto en la política del momento. De todos modos, tenía la curiosidad del historiador y, en el fondo, siguió siendo un historiador, y lo sería asombrosamente prolífico, a pesar de los muchos encargos y compromisos que recayeron sobre su mesa.

Es como historiador de la Edad Moderna que he sido invitado a hablar sobre él, aunque el autor de historias de gran calibre sobre Cuba y sobre la trata de esclavos, desde inicio a final, no puede ser ubicado en un compartimento cronológico bien definido, como sí sucede con la mayoría de los historiadores profesionales. Ello hace que sea difícil considerarlo simplemente como historiador de España y de Hispanoamérica entre 1500 y 1800, toda vez que sus libros se derraman siempre sobre otros periodos y lugares. Además, le gusta mostrar la relevancia contemporánea del tema que está tratando cuando ello le ayuda a formular alguna observación personal. En cualquier caso, haré lo que pueda para identificar los que me parecen puntos fuertes y puntos débiles de sus aportaciones a nuestra conocimiento y comprensión de la España moderna y de su imperio transatlántico, con el mismo espíritu de admiración crítica que él mostró cuando reseñó mi libro.

El primer punto, y el más obvio, sobre la producción publicada de Hugh, incluso si nos ceñimos al campo de la historia moderna, es su voluminosidad extraordinaria. Según mis cálculos, sólo el texto de sus cuatro principales libros sobre el periodo —The Conquest of Mexico (1993) y la trilogía sobre la historia de la España del siglo xvi y su imperio, que apareció entre 2003 y 2014— sobrepasa las mil novecientas páginas, a las que hay que añadir sus dos o tres apéndices, muy informativos, que tratan con cierto detalle de cuestiones como el grado de fiabilidad de las estadísticas de población. Además, hay una sección muy substanciosa sobre la Edad Moderna en su historia sobre la trata de esclavos, un Who’s who of the Conquistadors, importante y muy valioso, un entretenido jeu d’esprit sobre Beaumarchais en Sevilla (una ciudad que el dramaturgo no visitó) y un estudio breve sobre el 3 de mayo de Goya. De entre todos sus libros, este último fue el que tuvo una influencia directa más manifiesta sobre mi propio trabajo, porque nos sugirió a Jonathan Brown y a mí la posibilidad de un volumen similar sobre La rendición de Breda en la misma colección, titulada Art in Context, una posibilidad que, finalmente, tomó cuerpo en la forma muy diferente de Un palacio para el rey.

Pero no es sólo el número total de páginas de estos libros lo que resulta asombroso, sino también la vastedad de lecturas que subyacen en ellos. El volumen de sus lecturas, según se aprecia en sus extensas notas y bibliografías, es sobrecogedor. Además, y a diferencia de tantos historiadores actuales, no se confina a las publicaciones recientes, sino que acude a libros de historia del siglo xix o anteriores cuando ve que todavía contienen algo útil. Tampoco se limita a trabajos publicados.

En muchos sitios hace uso a fondo de los grandes archivos españoles, en especial, el Archivo General de Indias, al que, en The Slave Trade, califica como «el mejor y el mayor de los archivos imperiales». Y encontró, asimismo, el tiempo y la manera de rastrear información en archivos y bibliotecas británicos y continentales, como la Biblioteca Riccardiana en Florencia, que visitó para leer los originales de dos cartas que podían arrojar luz sobre la turbia carrera de Bartolomeo Marchionni, un mercader florentino que negoció con Fernando el Católico uno de los primeros contratos para el envío de esclavos africanos al Caribe.