«Orson Welles decía que el oficio de hacer películas es el tren eléctrico más maravilloso con el que se puede soñar. Creo que se equivocaba, la escritura es un juguete mucho más maravilloso»Por Laura Fernández
No tiene, Jon Bilbao (Ribadesella, 1972), una imagen romántica del trabajo del escritor. En realidad, dice, le molesta el romanticismo que «reboza» la profesión. «Se habla de la soledad del escritor, de las manías, de los hábitos, de las dependencias, de los rituales», dice, «pero hay otras profesiones cuyos aspectos prácticos son mucho más interesantes y trascendentales». También dice que no escribe a diario. Que alterna épocas en las que se dedica a traducir y épocas en las que escribe porque no sabe compaginar las dos actividades en una misma jornada de trabajo. «Si estoy escribiendo, empiezo el día releyendo lo que escribí la víspera, para ir calentando. Cuando ya estoy bien metido en la narración, eso ni siquiera me hace falta, continúo sin más donde lo dejé el día anterior. Sin rituales ni manías particulares». Su estudio está en extremo ordenado. Si brilla el sol en Bilbao, ilumina la vieja Underwood que corona un archivador de latón. Teclea, Jon, en un teclado negro, con vistas a una ilustración enmarcada de Conan el Bárbaro. Junto al escritorio hay una estantería metálica, con un puñado de libros y cómics pulcramente amontonados, algunos, con las tripas a la vista. Distancia de rescate, de Samanta Schweblin, y Ventiladores Clyde, de Seth, entre ellos. Encima de la mesa tiene lo previsible: cuadernos de notas, un par de diccionarios, y copias impresas de los últimos relatos o capítulos que ha escrito y aún no ha corregido, dice. También tiene un subrayador rosa. Cuando escribe, no teme leer. Al contrario, le gusta empaparse del tema y del tono, así que acostumbra a leer cosas que tienen que ver con lo que sea que esté escribiendo. ¿Está escribiendo ahora mismo algo nuevo? Por supuesto. Jon siempre está escribiendo algo nuevo. Su historia, la historia de una de las voces más mundialmente únicas del panorama literario español, podría ser la de uno de sus personajes. Y, en realidad, lo es. Amante de los cómics de superhéroes —siendo Hulk, el hombre monstruoso a su pesar, su favorito—, del western, del terror, del género, cualquiera, en tanto medio que permite al autor, y al lector, llegar tan lejos como sea capaz de imaginar, Bilbao eleva todo lo que toca a categoría de un hipnótico clásico, un otro mundo hecho de pedazos del nuestro, en el que lo cotidiano está a punto de romperse, o ya se ha roto. Desde su debut, allá por 2008, con El hermano de las moscas, su narrativa, siempre tentada por lo extraño, deseosa de explorar las consecuencias y aquello que nos hace ser como somos —que a veces nos limita a ser como somos—, no ha hecho más que crecer, mutar, explorarse a sí misma, explorando con ella el mundo que la rodea, y en el que su autor vive inmerso. Sí, hay un viaje hacia el yo, un yo deformado pero intensamente presente, en la obra de Jon Bilbao, decididamente manifiesto en sus dos últimos asaltos: Basilisco y Los extraños. Pero dejemos que sea el propio Jon quien nos cuente qué media entre aquel primer disparo, entre el Ojo Crítico que mereció Como una historia de terror en 2008, e incluso antes, y la pareja de escritores en pleno derrumbe, ufólogos mediante, de su último trabajo.
Pero el escritor tampoco debe ver la lectura igual que el cazador-recolector mira la sabana. No hay que olvidar el objetivo primero: el placer. Y se puede, y es sano, admirar obras que tú nunca podrías escribir, que hablan de un mundo ajeno al tuyo, con un estilo que nada tiene que ver con tu forma de expresarte
Sé, porque te lo he oído contar en alguna ocasión, que tu vocación de escritor, o de contador de historias, nació con una casa familiar. Nació, creo, del miedo que te generaba. ¿Es así? ¿Crees que las historias que inventabas para justificar lo desconocido eran una armadura? ¿Algo que te ponías para sentirte a salvo? Tal vez te decías, ‘Si le doy una explicación, por terrorífica que sea, al menos tendrá una explicación’.
Pasé la infancia en una casa grande situada en un entorno bastante particular, en Ribadesella, en el terreno colindante al yacimiento Rupestre de Tito Bustillo. La casa está, y sigue estando, rodeada por un terreno domado sólo en parte. Hay mucha vegetación, cuevas y animales. Cuando era niño, era un lugar de juego perfecto, inagotable. Pero también de noche tanto la casa como sus alrededores me daban miedo. Yo no diría tanto como que mi vocación nació en aquella casa, pero ésta sí avivó mi imaginación, y, tal como yo entiendo la literatura, sin imaginación es imposible escribir ficción, aunque te ciñas al realismo más riguroso. En mis dos últimos libros he usado esa casa como escenario de historias de ficción y en ambos casos ha sido una experiencia muy grata. Sigo haciendo lo mismo que hacía de niño: jugar en las habitaciones vacías, en el sótano, en las cuevas y en el jardín. Orson Welles decía que el oficio de hacer películas es el tren eléctrico más maravilloso con el que se puede soñar. Creo que se equivocaba, la escritura es un juguete mucho más maravilloso. Te ofrece más libertad y posibilidades.
¿A qué escritor admiraste antes que a ningún otro?
A los primeros escritores a los que admiré —no sólo como lector sino también como aspirante a escritor— fueron Ernest Hemingway y John Cheever, Iris Murdoch y Ramiro Pinilla, Herman Melville y Joseph Conrad. Luego se han ido sumando otros, claro está. De todos modos, creo que hay que diferenciar entre la admiración del lector y la del escritor. El lector puede idolatrar; es mejor que el escritor no lo haga. Si idolatras te estás situando implícitamente por debajo del objeto de tu admiración, te autolimitas al terreno de la referencia, del homenaje y del plagio. Un escritor no debería ver a sus ídolos como objetivos hacia los que avanzar sino como puntos de partida de los que aprovechar cuanto se pueda en el camino hacia una voz propia. Pero el escritor tampoco debe ver la lectura igual que el cazador-recolector mira la sabana. No hay que olvidar el objetivo primero: el placer. Y se puede, y es sano, admirar obras que tú nunca podrías escribir, que hablan de un mundo ajeno al tuyo, con un estilo que nada tiene que ver con tu forma de expresarte. Algunos de los libros que más me han influido tienen estas características, y lo que me ha impresionado y azuzado en ellos ha sido en ocasiones su ambición. Me refiero a libros como Moby Dick de Melville, Contraluz de Thomas Pynchon, Doctor Zhivago de Boris Pasternak, Kaput de Curzio Malaparte y, recientemente, Solenoide de Mircea Cartarescu.

Y sin embargo, estudiaste ingeniería de minas. ¿Qué te llevó a ella? ¿Durante cuánto tiempo ejerciste como ingeniero de minas? ¿Cómo fueron aquellos años en la universidad y tal vez los primeros de profesión? ¿Seguías escribiendo? ¿En qué momento la literatura se impuso y te matriculaste en filología inglesa? ¿Cómo fue la transición?
Estudié ingeniería de minas en parte por tradición familiar, en parte porque no se me ocurrió nada mejor y en parte por desconocimiento de dónde me metía. Cuando ya estaba a mitad de la carrera y había superado el punto de no retorno me di cuenta de que aquello no era lo mío. Decidí terminar la carrera pero necesitaba una válvula de escape, un espacio de libertad y de evasión. Al principio la lectura y el cine cumplieron esa función, pero dejaron de ser suficiente. Fue así como empecé a escribir. No tenía ninguna ambición de publicar, sólo quería sacudirme de encima, al menos durante los momentos de escritura, unos estudios que, para mí, eran pura aridez. Comencé escribiendo relatos cortos, emulando el estilo sincopado y los finales deshilachados de los relatos de Hemingway, un autor que marcó mi paso de las lecturas adolescentes a las más adultas. Al margen de unos pocos amigos, nadie ha leído aquellos primero relatos y tampoco merecen ser leídos. De hecho, no los conservo todos. Varios, escritos en cuadernos o con una máquina de escribir eléctrica que tenía mi padre, los he perdido, cosa que no me importa.
Después de terminar la carrera, pasé un tiempo en Estados Unidos y cuando volví empecé a ejercer, no porque me apeteciera sino porque quería independizarme. Trabajé como ingeniero cuatro años, teniendo siempre muy claro que sería una dedicación temporal. Para entonces ya sabía que quería dedicarme a la escritura. Mi intención primera era escribir guiones para el cine o la televisión, algo que desde mi inexperto punto de vista veía más parecido a una «profesión» que la escritura literaria. En otras palabras, me parecía más factible vivir de ello. Teniendo esto en mente, dejé la ingeniería y me trasladé a Madrid.
Al principio sobreviví de los ahorros y de los típicos trabajos guerrilleros del aspirante a escritor: correcciones de textos ajenos, escritura por encargo de libros infantiles y redacción de textos para enciclopedias. Al cabo de un año empecé a trabajar como guionista de televisión; primero en un concurso infantil y luego en una serie de documentales. Esta experiencia fue interesante por lo que tuvo de reveladora: iba a ser difícil vivir de escribir para la televisión y el trabajo era poco creativo y muy poco estimulante. Por suerte, todos estos trabajos los pude compatibilizar con la escritura de mi primera novela, El hermano de las moscas, y de relatos. Escribía siempre que podía, casi de manera ansiosa, como si quisiera compensar los años perdidos con la ingeniería; una sensación que aún persiste.
Tu affaire con la filología inglesa, no fue únicamente formativo, o lo fue en muchos sentidos, porque tu prosa tiene la cadencia de la literatura inglesa, pero sabiamente trasplantada a la española, como en la más acertada y de altísimo nivel literario, de las traducciones posibles. ¿De qué manera crees que ha permeado esa formación, o esa educación sentimental, en tu obra?
No sé precisar de dónde sale mi afición por la literatura en lengua inglesa, en especial por la estadounidense. Todo el cine de Hollywood que había visto y los cómics de Marvel y DC que había leído compulsivamente pudieron predisponerme a ello. Sí es cierto, en cualquier caso, que en muchos narradores norteamericanos encontré un ritmo y una nitidez expresiva con los que sintonicé de inmediato. Supongo que es inevitable que algo de eso se refleje en lo que escribo. Pero no me parece que sea mi influencia más importante. Lo que leemos en los libros de los demás nos puede ayudar a articular nuestras ideas pero no nos proporciona las ideas en sí, estas suelen provenir del entorno más inmediato: de nuestra familia, de los compañeros de trabajo y de nosotros mismos.
Con 33 años, incluyen uno de tus cuentos en la antología Ficciones, y publicas por primera vez. Y ese mismo año, ganas el Asturias Joven por 3 relatos, que publica un año después la editorial Nobel. ¿Cómo fue aquella primera experiencia editorial? ¿De qué manera alcanzaste algún tipo de cima?
¿Una cima? No, por supuesto que no. Una de las peores cosas que le pueden pasar a un escritor, o a cualquiera dedicado a una disciplina creativa, es creer que ha llegado a la cima. Yo veo la escritura como un aprendizaje continuo, un proceso en el que cada nuevo libro debe producirte vértigo, un camino en el que no dejas de matar a un padre tras otro.
Pero al margen de lo anterior, sí recuerdo aquellas primeras publicaciones con cariño y agradecimiento. Me sucede lo mismo con otros reconocimientos que recibí por aquel entonces, accésits y premios en concursos de relato poco conocidos, no de esos de los que se presume en las solapas de los libros. Sin embargo fueron muy importantes para mí. Los primeros pasos en la escritura son muy inciertos, todo son inseguridades, lo que te parece un triunfo por la noche a la mañana siguiente se ha vuelto bochornoso, no conoces a nadie que te haga críticas constructivas ni que te aconseje; en esas circunstancias, cualquier reconocimiento exterior, por pequeño que sea, es sumamente importante, te da seguridad en ti mismo y te indica que vas por buen camino, quizás no por el mejor, pero sí por uno bueno. Más adelante me concedieron otros premios de más renombre, y que agradezco, pero no fueron tan importantes. Ayudaron al libro en cuestión al que le fueron concedidos, pero no tanto a mí.
En aquel libro no me plateé el tema de la masculinidad como central, pero varios de los personajes masculinos actúan de acuerdo a un deber mal entendido —hacen lo que creen que un hombre debe hacer—, mientras que los personajes femeninos hacen lo que ellas desean de verdad, una actitud mucho más sincera e inteligente
Teniendo en cuenta que has sido, desde el principio, un maestro de la distancia corta, y media, ¿en qué medida te sientes mejor en esa distancia corta y media? ¿Qué te proporciona el relato que no encuentras o tal vez encuentras en exceso en la novela? Decía Samanta Schweblin que, para ella, una novela es un fracaso, que ella siempre pretende el relato, ¿de alguna forma es algo así para ti? ¿Por qué?
No soy ningún militante del relato ni de la novela corta ni de ninguna extensión en particular. No me siento a pensar ideas para un relato o ideas para una novela. Las ideas vienen, las maduro, cobran cuerpo y sólo entonces intuyo cuál va a ser su talla. Sí es cierto que en los últimos años me he centrado en el relato y la novela corta, pero la razón principal es mi falta de tiempo para escribir una novela extensa como yo sé escribirla: sentándome delante del ordenador un día tras otro durante meses, con rutina y ritmo. Se me encasilla como escritor de relatos, pero —al margen de las publicaciones de principiante— debuté con El hermano de las moscas, una novela de 400 páginas, y no descarto volver a afrontar una narración así de larga. Una novela puede ser un fracaso si tu intención primera era escribir un relato, pero lo mismo se podría decir de la situación contraria. No me atrevo a situar en un ranking los géneros narrativos; cada uno tiene sus pros y sus contras.
Hay algo que me fascina en tus relatos, y en general en tu obra, y en tu manera de estar en el mundo como escritor, y es el asunto de las consecuencias. Siempre tengo la sensación de que tus relatos comienzan donde la mayoría terminarían. Creo que no te limitas a mirar el abismo (y dejar que te mire a ti) sino que te adentras en él. ¿Cómo se te aparecen los relatos? ¿Aparece primero el personaje, la situación, o el accidente que lo precipita todo? ¿De qué manera consigues encontrar la puerta que te adentra en lo desconocido hasta en la situación más aparentemente inofensiva posible?
Me encantan las historias que tienen comienzos lentos o finales largos. O, mejor dicho, las historias que tardan en arrancar y las que prosiguen cuando parece que en realidad ya han terminado. Me gustan porque tengo la sensación de estar espiando a los personajes «fuera de la historia», cuando «no están trabajando». No sé quién dijo que para conocer bien a alguien tienes que saber cómo mata el tiempo las tardes de domingo. Yo estoy de acuerdo e intento hacer lo mismo con mis personajes. De ahí que a veces no empiece ni concluya mis historias en los momentos que señalaría la convención narrativa del planteamiento-nudo-desenlace. Asimismo dejo partes intencionadamente desenfocadas alrededor de la narración, de la misma manera que sucedería en una fotografía, donde aparecen enfocados los elementos protagonistas y borroso el resto. Creo que de ese modo se consigue un verismo mayor, se da a atender que la historia que se está leyendo no es algo absoluto y perfectamente trabado, más allá de lo cual ya no existe nada, o nada que merezca la atención, sino que esa historia es una más dentro de las muchas posibles en ese mundo de ficción, y algunas de estas se entremezclan o solapan con la principal.
Me cuesta mucho, y en muchos casos me es imposible, identificar cuál es la idea primera de mis historias. A veces parto de una situación —un padre que se queda a la deriva en el mar con dos niñas, o una pareja que viaja a la isla de Estrómboli a prestar ayuda al hermano de uno de ellos— pero luego, al ir ganando cuerpo la narración, al ir sumándose capas y enriqueciéndose en detalles, pierdo de vista aquella idea inicial, que queda enterrada bajo todo lo demás.
Si me obligaran a definir una idea directriz aplicable a todo, o casi todo, lo que escribo, diría que fuerzo a los personajes a apartarse de su cotidianidad para comportarse de un modo diferente, obligándolos al mismo tiempo a conocerse mejor a sí mismos, a costa de que quizá no les guste lo que descubran. A esto debo añadir mi necesidad de aportar algo personal, de tener un vínculo íntimo con mis historias. Supongo que si alguien aparcara un camión cargado de dinero delante de mi puerta y me propusiera escribir algo que no tuviera ninguna relación conmigo, yo podría hacerlo, a fuerza nada más que de oficio, pero no lo consideraría realmente un libro de Jon Bilbao, sólo un castillo levantado en el aire.
El propósito de enfrentar a los personajes a lo desconocido, junto con la necesidad de un vínculo personal con las historias, hace que a veces sea yo quien, al escribir, tenga que enfrentarse a lo desconocido. No me atrevo a decir que ahí resida el terror, aunque no siempre es agradable lo que descubres. Pero si mientras escribo siento reparos, si pienso «no sabía que llevaba esto dentro», «no sabía que quería decirle esto a tal o cual persona», «no sabía que opinaba esto de los demás», sé que he dado con una veta que merece la pena explotar.
Y ahora, volviendo a lo cronológico, y partiendo de El hermano de las moscas y el Ojo Crítico de 2008, y englobando en algún sentido esa primera etapa, la etapa de Salto de Página que tan abruptamente terminó, ¿dirías que es una primera aproximación a conceptos clave en tu obra como, especialmente, la idea de lo extraño, de aquello que rompe con lo cotidiano o lo eleva a algún tipo de otro lugar, y también, por qué no, la idea de la familia? ¿Qué otros temas ves en esos primeros libros? ¿Dirías que agotaste alguno, que no ha vuelto a aparecer, o que allí tuviste un primer (y segundo y tercer) enfrentamiento con algo que luego ha ido creciendo en tu literatura?
En aquellos primeros libros ya aparecían algunos temas que se han vuelto recurrentes para mí: como el de la irrupción de lo extraño en un entorno que, a priori, no alberga misterios, o el de pasar a ver como extraño lo que antes era familiar. También empecé a jugar con ciertos códigos de la narrativa de género (terror, thriller…) pero llevándolos a mi terreno, desplazándolos del centro de la trama.
No creo haber agotado ningún tema. Ni que lo haga nunca.

El fin de Salto de Página y la búsqueda de una nueva casa editorial coincide con cierto viraje en tu obra. Publicas en Tusquets Shakespeare y la ballena blanca, una rara avis en tu carrera, algo que en su momento me pareció un prodigio de la ficción histórico-onírica, una novela homenaje a la figura del creador y el objeto de su creación, en este caso, un Moby Dick made in Shakespeare que te sirve para reflexionar sobre las condiciones en las que la idea se aparece ante el escritor, la manera en que éste se obsesiona con ella y cómo, finalmente, tras un encarnizado combate, consigue encerrarla en una obra. ¿Hubo un pequeño impasse en ese cambio? ¿Un pequeño combate íntimo?
Lo que yo tenía en mente a la hora de escribir Shakespeare y la ballena blanca era una especie de ensayo narrativo en el que le daría vueltas al modo como las condiciones en que trabaja un escritor (su situación sentimental, la situación económica, lo que los lectores esperan de él, su experiencia vital…) influyen en su obra. Y como ejemplo iba a plantear la situación hipotética de Shakespeare tratando de escribir una obra de teatro que contara la misma historia que Melville en Moby Dick. Lo que sucede es que el ejemplo acabó fagocitando la parte ensayística.
El libro también surge de unir dos planes frustrados previos: un relato sobre un personaje secundario de Moby Dick, el marinero Bulkington; y un relato sobre el estreno de Cuento de invierno de Shakespeare.
No me planteé el libro como un golpe de timón respecto a lo que había hecho hasta entonces, sino que surgió de manera natural, de mis inquietudes y aficiones, como todos los demás libros. Sí que tengo la impresión, no obstante, de que pasó desapercibido, y no descarto recuperarlo en un futuro cercano, en una edición revisada y ampliada.
¿En qué medida dirías que cada novela, o cada historia o grupo de historias son, en tu caso, combates? ¿Y van esos combates volviéndose más complejos, y en algún sentido, uno exagerado, «a muerte», creativamente hablando, con el paso del tiempo?
Yo no hablaría de combate porque eso lleva implícito el sufrimiento, y yo disfruto mucho escribiendo. Sí es cierto que con cada libro intento hacer algo diferente. No renovar por completo mi forma de escribir y mis temas, sino añadir algo, dar un paso más. Y en todos los casos, lo que sí hago es vaciarme, no reservarme nada para más adelante, escribir como si eso fuera lo último que voy a escribir. No lo hago así para luchar contra el tiempo sino porque necesito vaciarme del todo para luego lleguen nuevas ideas.
La publicación de Estrómboli en 2016 (y el nuevo cambio de casa editorial: tu aterrizaje en Impedimenta) vuelve a suponer no tanto un viraje como un afianzamiento de tu voz narrativa. ¿Hasta qué punto es importante para un escritor, para ti como escritor, tener el apoyo de un editor que sabes que te entiende y te respeta? ¿Hasta qué punto dirías que la desorientación que a menudo parece que existe en el mundo editorial español tiene que ver con la falta de esas figuras, editores que crean en el camino de sus autores, y les permitan crecer al margen de todo?
Sin duda, es muy importante tener un editor en el que confíes. Al fin y al cabo, pones en sus manos el fruto de años de trabajo. No diré que es como entregarle a un hijo tuyo, pero sí algo que es de gran importancia para ti. Y creo que si esa confianza se pierde, ya no se puede recuperar.
No tengo ni idea de cuáles son los motivos de la desorientación en el mundo editorial, si es que la hay, y tampoco me importa. Cada vez disfruto más de la lectura y de la escritura, y, al mismo tiempo, cada vez me interesa menos el mundo literario.
Hay, en Estrómboli, personajes forzados a hacer cosas que no quieren hacer, o que se topan con una prueba vital, algo que va a convertirlos en otra persona, o quizá que va a desvelar la clase de persona que son. Estoy pensando en el par de buscadores de oro después del accidente, o en el tipo obligado a comerse una tarántula viva en un programa, o en el hombre en Reno ante la afrenta a su chica de un grupo de motoristas. ¿Empieza a ser, en Estrómboli, la idea de la masculinidad, y sus fronteras, eje de tu obra?
Una de las ideas presentes en varios de los relatos de Estrómboli es la diferencia entre actuar respondiendo a lo que debes hacer, o lo que crees que debes hacer, o lo que te dicen que debes hacer, y actuar respondiendo a lo que tú quieres hacer. En aquel libro no me plateé el tema de la masculinidad como central, pero varios de los personajes masculinos actúan de acuerdo a un deber mal entendido —hacen lo que creen que un hombre debe hacer—, mientras que los personajes femeninos hacen lo que ellas desean de verdad, una actitud mucho más sincera e inteligente.
En El silencio y los crujidos, el llamado Tríptico de la soledad, hay una búsqueda del aislamiento y una exploración de sus consecuencias. Hay un Robinson Crusoe, tres, en realidad, que nunca naufragaron sino que se instalaron a sí mismos, a conciencia, en una isla desierta. ¿Hasta qué punto tu obra es un reflejo de lo que vives? ¿Dirías que cada vez más se acerca a una especie de biografía existencial? ¿Una puesta en escena ficcional del momento que atraviesas?
Claro que lo que escribo es un reflejo de lo que vivo. Si no pusiera algo de mí me sentiría un impostor. Respecto a que si estoy tendiendo a hacer una suerte de biografía existencial, puede que sí; y digo «puede» porque si está sucediendo no es de modo planificado.
El silencio y los crujidos es un libro sobre la búsqueda de la soledad. En aquel momento era algo sobre lo que quería pensar; escribir una ficción es mi forma de pensar sobre algo. Ahora no escribiría ese libro. Si tuviera que hacerlo, contaría de nuevo la historia de los tres Juanes, pero ahora no siento la necesidad ni la curiosidad de escribir sobre la soledad. Supongo que esto es una prueba de que el momento que se atraviesa condiciona la obra.
No soy mitómano. Nunca he fantaseado con hablar con algún escritor del pasado. Me basta con leer sus libros. Antes prefiero sentarme con mi padre, que es héroe y faro, y que me cuente historias de su juventud, que tomarme una cerveza con cualquier figura literaria
Y llegamos a Basilisco y tu obsesión por el western. Cuéntanos cuándo empieza tu obsesión por el western. ¿Qué ves en el género que te sirve de herramienta para volver sobre la idea de lo que se tiene por hombre, y también, de héroe? Porque ¿dirías que tu obsesión por el western, tu gusto por el mismo, tiene que ver con un gusto por la estructura de la historia —el forastero es el escritor, que se explica el mundo a partir de cómo entra en él, siempre venido de fuera, e incomprensible para el resto— o por el fondo de la misma —el mito de algo que nunca en realidad existió, que ha existido siempre como mito y que sobre el mito se recrea—?
Mi afición por el western viene de la infancia, de la lectura de los álbumes de El teniente Blueberry de Jean-Michel Charlier y Jean Giraud, ese es el origen. Con los años la afición no ha dejado de crecer.
En términos narrativos, el western me interesa porque se ha convertido en un lenguaje universal. Unos códigos narrativos con un origen espacial y temporal muy concreto, y que se crearon con una función ideológica —construir un relato mitificado del nacimiento de los Estados Unidos—, acabaron saltando todas las fronteras. En ese proceso se consiguió algo muy valioso: librarse de aquel lastre ideológico. Los constructos narrativos que se crearon para contar los westerns clásicos sirven ahora para contar historias ambientadas en cualquier época y lugar. Y sin duda, puestos por ejemplo a dar vueltas a la idea de la masculinidad, ¿qué mejor que recurrir al referente del vaquero solitario, ese modelo tan exagerado que linda con la abstracción?
Tanto en Basilisco como en Los extraños hay un Jon, y es inevitable pensar en la idea de una biografía ficcionalizada, o, mejor dicho, del uso del yo del autor para transformarlo en personaje dentro de la ficción. ¿Es un paso más en eso de lo que hablábamos antes, la puesta en escena ficcional del momento existencial que atraviesas?
Siendo sincero, tengo que responder afirmativamente. Creo que era Milan Kundera quien decía que el escritor demuele el edificio de su vida para levantar el de su obra.
En Los extraños además hay un juego con la idea del marciano para hablar de la invasión en la pareja, algo nunca explorado de forma tan, en algún sentido, cruel: el otro como elemento que ocupa un espacio que no soportamos. El género otra vez como punto de partida, pero sin rendirse por completo a él. El género como herramienta, como medio y no como fin. ¿Qué puedes contarnos de Los extraños en ese sentido?
Exacto: el género como medio y no como fin. En esta novela aparecen unas luces desconocidas en el cielo, pero no constituyen el centro de la narración, se quedan en la periferia, contribuyen a crear una atmósfera, son elementos de género al servicio de una narración realista. Del mismo modo que los fantasmas de Cuento de Navidad de Dickens no son lo principal; están ahí para permitir el cambio del señor Scrooge.
Querría que, antes de acabar, nos contaras cómo ha evolucionado tu vida como lector, desde el primer impulso, la pulsión —las primeras lecturas— hasta el día de hoy. O que hagas una foto de entonces —en palabras— y una del momento presente. ¿Utilizas los libros como trampolín? ¿Lees cosas que tengan que ver con lo que escribes mientras escribes? ¿Qué autores te han servido de inspiración con más frecuencia?
Lo mejor que puedo decir de mi evolución como lector es que no he perdido la ilusión. Diría incluso que cada vez disfruto más leyendo. A lo mejor es porque necesitas que la vida se te vaya haciendo cuesta arriba para apreciar de veras el alivio y la evasión que supone la lectura.
Mientras escribo sí que leo libros que guarden alguna relación con lo que tengo entre manos. No me da miedo contaminarme. Me gusta empaparme del tema y del tono.
Entre los autores que releo habitualmente están Faulkner, Sam Shepard, Iris Murdoch, Thomas Pynchon y Ramiro Pinilla.

Luego, ¿de qué forma la traducción, apasionante oficio al que también te dedicas, deja huella en lo que haces? ¿O no deja ninguna en absoluto?
Intento que no deje ninguna huella, aunque seguramente la deja. Por otro lado, el hiperescrutinio al que sometes los textos que traduces te lleva siempre a encontrarles fallos, y eso tiene algo de cura de humildad. No hay ningún libro perfecto, todos tienes algo mejorable.
Para terminar, imagina que puedes sentarte a charlar con cualquier escritor o escritora, ¿con quién te sentarías? ¿Y de qué te gustaría hablar con él, o ella? Aquí, en realidad, se trata de elegir un (HÉROE), o un (FARO), no importa el asunto de charlar pero sí el por qué lo elegirías a él.
No soy mitómano. Nunca he fantaseado con hablar con algún escritor del pasado. Me basta con leer sus libros. Antes prefiero sentarme con mi padre, que es héroe y faro, y que me cuente historias de su juventud, que tomarme una cerveza con cualquier figura literaria.