No soy escritora y por ello me imagino en ciertas situaciones que me resultarían difíciles de resolver, como, por ejemplo, el distanciamiento entre el escritor y los personajes. Esta intención que advertimos en usted, ¿cómo se gestiona?

Como dijimos, el aura cervantina nos envuelve. Distanciamiento e identificación hacia los personajes o hacia el cuerpo de la novela: un bascular del autor ante su materia. Nada mejor que acudir a la primera salida del Caballero. En Este mar narrativo dediqué unas páginas a proponer algunas consecuencias corporales de lo novelesco a partir del fragmento en que los versos «Nunca fuera caballero […]» se convierten en la prosa del párrafo siguiente. Cuando trabajé sobre el alcance de una posible coma (,) para la separación de ambas expresiones escritas, utilicé la edición fijada en 1969 por Martín de Riquer. Es posible que Cervantes mismo nunca haya puesto esa coma, pero la respiración del párrafo, la cadencia del estilo la imponen, aunque nunca haya estado allí. Y, presente o ausente, en mi percepción es una fuente de mecanismos literarios que desarrollaría la novela posterior. Para no abundar: en el uso casi simultáneo de la primera y la tercera persona por el narrador.

De ahí que Flaubert convirtiera eso en una ley para su escritura; mientras Proust la ignora y Henry James la matiza adelantándose a problemas del cine. Podría decir que me muevo dentro de esas posibilidades y que trato de inventar otras. Si alguien se detiene en una anécdota es porque lo estremece, lo enfurece o le apasiona. No se es indiferente en ese tipo de elección. Pero una cosa es la emotividad ante el suceso o su significación y otra, la redacción (novela, cuento) del mismo. Corresponde al tacto del autor ante esa historia indicar al lector la emotividad que ella le despierta: es participante, es testigo, es ajeno: es cómplice, es indiferente. Es fácil notar cómo el propio Cervantes acerca o aleja su contacto con lo narrado mediante las traducciones, los papeles anónimos, las secciones apócrifas, las narraciones intercaladas, etcétera.

¿Cuál diría usted que es el verdadero argumento de su obra? ¿Podría ser ese periplo que le acerca a una realidad sostenida por las palabras?

Las palabras nunca pueden sustituir a la realidad, aunque, rápidas o lentas, nos permitan comprenderla mejor, alumbrarla, alterarla después. He imaginado que hay un yo anónimo y cada vez distinto que conduce lo narrado en mis ficciones. Ese yo carece de fijeza sexual, de límites mentales, de poder político; pero se arraiga profunda y transitoriamente en el tiempo, en los lugares, en su concepto de los seres, en su interés por lo ético. Puede moverse en todos los estratos sociales e históricos y, aunque lo desconozca, practicar una pasión por las elusivas pruebas de lo bello o una obsesión por lo que puede ser arte (voces, fachadas, vegetaciones, oficios, bailes, cuerpos, etcétera).

A fines de los sesenta titulé Transfigurable a un libro de ensayos. Cuando hace casi una década Biblioteca Ayacucho decidió hacer un volumen (nunca publicado), prologado por Seymour Menton y Wilfredo H. Corral, con relatos y ensayos, también di a ese conjunto el título de Transfigurable. Usted habla de transformación, y eso me gusta, pero creo que tras todo cambio hay factores que persisten, que se transfiguran. «Como apartar una rama en la selva y encontrar, de repente, la ciudad futura», dice Ernesto Pérez Zúñiga en el prólogo a mis ejercicios. Tal vez esa frase resuma desde una gran perspectiva lo central de mi percepción.

¿Es todo esto un argumento? Sí, porque se sostiene en palabras. Pero lo que me gusta es cómo, al escribir, los sucesos, los seres, el pensamiento y las emociones se vuelven más poderosos, en autor y lector, que las palabras. La escritura es una arteria donde se transfunden realidad y ficción.

He imaginado que hay un yo anónimo y cada vez distinto que conduce lo narrado en mis ficciones

Es difícil de creer, pero se puede planificar o proyectar con mucho detalle una narración posible y, sin embargo, aunque crea que lo orienta la lucidez, nadie desconoce más ese resultado que el autor. Uno cree conocer muy bien cuanto está redactando, pero después (en meses o años) se sorprende al releer. No quisiera parecer exhibicionista, pero las apreciaciones que he leído sobre mi propio trabajo me desconciertan y definen. Con su permiso, voy a intentar aquí el «ejercicio» de señalar algunas. Silda Cordoliani, mediante mis ficciones, me reveló las alteraciones políticas que he experimentado; algo similar ha hecho Ramón Piñango al establecer un sorprendente paralelismo con ellas y la sociología venezolana; Carmen Ruiz Barrionuevo, Toni Montesinos, Josu Landa, Ernesto Pérez Zúñiga, Carmen Boullosa convierten la piel de esos textos en formas del mundo real, conceptual o imaginario; Severo Sarduy anotaba: «por eso me gustan tus libros: por lo que tienen de blanco y negro. Y casi al revés, porque en lo blanco me hubiera gustado proponer que se leyera la escritura, y en lo negro el soporte, la página…»; R.H. Moreno-Durán: «Balza asocia la felicidad a la idea de espacio fijo»; Maurice Belrose: «el carácter fascinante de su obra: su ambigüedad, esa opacidad e imprecisión que mantienen al lector en un clima de incertidumbre permanente»; Claude Fell: «en casi todas sus novelas y cuentos, una conciencia se encuentra con el mundo y comenta ese encuentro»; «en él la crítica será a la vez catarsis y revelación»; Belén Castro Morales: «Estas tres vías conducen al protagonista a un estadio de conocimiento de su entorno inmediato donde se van enlazando el acceso a la América profunda y mítica y a la otra América pensada por sus forjadores, ideólogos y ensayistas»; Carlos Sandoval: «según se mueva la palmera…al vaivén de los huracanes interiores que abaten toda existencia»; Adolfo Castañón: «ese horizonte moral que, explorado y recorrido convenientemente puede transformar al artista en héroe», «la pregunta de José Balza atañe al lugar de la novela en el mundo del pensamiento»; José María Espinasa: «el estado transitivo de los personajes es en realidad el estado de la creación»; Oded Sverdlik: «inconfundible manera de revelar develando las mil máscaras yuxtapuestas de un ser nacional que encuentra en él su espejo»; Danilo Manera: «Son textos de una escrupulosa elaboración formal, en los que se unen rasgos conceptuales y metaliterarios con una introspección sensible y un erotismo envolvente. Está en ellos la materia carnal de la vida junto a lo inexplicable y el absurdo». Disculpe tantas citas, pero creo que hablan con mayor objetividad que yo de lo hecho. Vuelvo a su pregunta y a disculparme con usted y con los lectores de Cuadernos: ¿es todo esto un argumento de mi propio trabajo?

¿Ese carácter fragmentario propiciado por los recuerdos, los sueños, la imaginación, es el que nos revela lo inabarcable que es la condición humana?

Si nos detenemos un momento podríamos sospechar que todo en la presencia humana es fragmentario, tal vez por ser ésta, en verdad, inabarcable. Nos deshacemos y rehacemos siendo. La vida social quizá sea una paradoja. De ahí la obsesión humana por reducir el mundo a un círculo tallado en las cuevas, a un ritual, a un mural o una novela. A una singular totalidad. Obsesión que puede consistir en un sueño inteligente.

En su escritura hay presencias dominantes: la infancia, la adolescencia, el cuerpo son algunas de ellas. En los relatos no encuentro invención, hallo transformación. ¿A dónde nos conduce esa transformación?

Esas constantes se notan fácilmente. De manera curiosa, casi nadie ha advertido la presencia de la madurez o la vejez en mi trabajo. Y, sin embargo, para no abundar, son temas y recursos en los cuales me sumergí ya a los diecinueve años con Marzo anterior y mucho después con Percusión. Me parece que, con las edades, pero no en sentido cronológico, se materializa una de las condiciones de lo humano: la dualidad del deseo y el temor por el conocimiento, por la experiencia de lo inusitado. Energías que invaden casi de idéntica manera, a mi juicio, la juventud y la vejez: como cosa fáctica, como huella o proyección. Sí, la infancia es un raro momento de lucidez, irrepetible. La vejez envidia aquello y lo sobrepasa en esplendor. Cuerpo y pensamiento coinciden pocas veces; en la escritura pueden hacerlo siempre, tal vez a eso se le pueda llamar transformación. Y su sentido quizá sea un solipsismo: vida en arte y viceversa, frotándose siempre con significados imprevistos.

Lejos de idealizar el pasado, usted lo rememora a través de la memoria, sin nostalgia. ¿Cree que la realidad y la nostalgia son incompatibles? Quiero decir que la realidad es cambiante mientras que la nostalgia parece proponernos algo fijo.

Bella frase la suya: la nostalgia fija. Sí, unos labios, un gesto, la calidez de un sexo, un sabor, una canción quedan inalterables para la nostalgia. El pasado es un objeto mental, una de nuestras joyas más valiosas. Quizá pasamos la vida haciendo coincidir el presente con aquello. Pero la realidad no sólo enriquece ese objeto, sino que convierte la existencia en asombrosas variaciones del mismo y por su mandato nos volvemos nuevos cada día.

En «Historia de Alguien» (ejercicio narrativo de Cuentos), el protagonista nos hace partícipe de su monólogo y, ante la duda de si hubiese pensado igual en un lugar o en otro, se responde: «Tal vez, porque se es el mismo en cada lugar… Pero únicamente en un Mundo Nuevo se puede desafiar a la retórica: convertir en versiones libres todo lo que ya ha sido y será codificado». ¿Eso es la escritura, una metamorfosis?

Quise tocar allí los límites de lo im/posible. Cervantes en América, como él deseaba (nada extraño para quien fuera un verdadero aventurero) y escribiendo el Quijote aquí. Yo quería también entonces mostrar que los códigos literarios, los soportes muy antiguos y perdurables de la novela, serían alterados, como hizo Cervantes, por el contacto con este otro mundo. Nuevamente alterados: tarea que correspondió a escritores audaces durante los siglos recientes y que hoy aguarda nuevos, inquietantes escritores. Aunque lo separan años, es el asunto que contrasto y complemento en otro ejercicio: «Ein mann wohnt im haus der spielt mit den Schlangender schreibt».

La escritura no es sólo una metamorfosis personal: ella es un cuerpo incesante que se interrumpe, concluye y renace de acuerdo con quien la practique. Con Cervantes vivió estos procesos y también con cualquier gran autor. De algún modo es, tal vez, lo que dejé escondido en ese ejercicio sobre Cervantes en América: la literatura tradicional, apoyándose en las leyes de su construcción, debía renovarlos. Si Cervantes hubiese estado aquí habría podido tanto escribir ese Quijote como otro. Ya lo estaba haciendo Juan de Castellanos al transfundir la prosa en el verso, a fines del siglo xvi; y lo hacen Espinosa Medrano, «El Lunarejo»; Hernando Domínguez Camargo; Sor Juana en el siglo xvii; y lo harán Simón Rodríguez y Juan Antonio Navarrete entre el xviii y el xix, al des/hacer, des/montar la prosa como si forjaran versos, versículos, prosa.