Usted es un intelectual que ha mantenido muchas relaciones y conversaciones con otros intelectuales, escritores y artistas. ¿Con quién, del pasado o del presente, sigue manteniendo un diálogo permanente?

Hace mucho leí un hermoso cuento de Julio Ortega en el que su protagonista revisa su vieja libreta de direcciones y va sintiendo el eco de personas y circunstancias que marcaron su vida. Sí, amo la amistad y la continuidad con los seres. Nunca he permitido que alguien muera por completo: aunque hayan desaparecido hace décadas o apenas ayer, sigo hablándoles a esos seres, reclamándoles algo o elogiando un detalle suyo que me encantó. Me burlo de la muerte. Y así lo hago en cualquier momento o mediante un capítulo de novela.

Quise poner en práctica el privilegio de ser testigo: por lo tanto, desde hace sesenta años escribo ensayos acerca de gente creadora. También llevo el diario y casi nunca he dejado de contestar una carta o un mail.

Como en el cuento de Ortega, la vida neutraliza, matiza, elimina o suma contactos. Nací para la felicidad; he sido amado inmensamente. Escribir para mí tal vez sea un tributo al dolor de los otros. Y dentro de la dicha palpita el descubrimiento, el prolongado reconocimiento del talento y la inteligencia de mis amigos. No puedo olvidarlos. En Venezuela o en lugares distintos, alguien es pensado por mí. Eso nutre, amplía las fronteras de ser.

Algunas señales de mi fidelidad a esos afectos y admiraciones están en mis libros de ensayos. He conocido a casi todos aquellos (músicos, pintores, fotógrafos, dramaturgos, cineastas, actores) sobre quienes he escrito. Sigo viéndolos y frecuentándolos mentalmente aunque hayan muerto. Soy ateo y no me interesa el ocultismo, ejerzo el poder del afecto.

Pero como su pregunta es concreta le digo que, en mi caso, el acto de escribir salta desde la ficción hacia las palabras o los actos de mis amigos. Me explico: puedo estar realizando un cuento y recibo una llamada o un correo. Según la urgencia de los mismos, interrumpo todo y atiendo a lo que me reclama. No me molesta interrumpir: si había fuerza en lo que tramaba, volverá igual o mejor.

Prefiero escuchar a hablar. Sigo viendo a gente querida: en Caracas, en numerosas ciudades y pueblos de Venezuela, en Ciudad de México, en Salamanca, Barcelona, Madrid, Medellín, Bogotá, en Firenze, en Martinica, en Tenerife, en Nueva York, en Guatemala, en Sarzana. Y aquí, cuando era posible que ellos vinieran a Venezuela.

En un año tan cervantino como éste, no puede usted librarse de dos preguntas al respecto: como escritor, ¿qué ha significado para usted Cervantes? Y la última, ¿por qué Cervantes, el escritor más germinal de nuestra lengua, al menos en lo relativo a la novela, ha tenido en la literatura española, hasta ya entrado el siglo xx, tan poca influencia?

Permítame disentir sobre lo último. Según sabemos, Cervantes no inventó la novela. El trabajo con ámbitos, hechos y anécdotas posee un inmenso pasado. Pensemos nada más en La Historia de Sinuhe (1900 años a. C), en las milenarias narraciones mesopotámicas (Iraq) como Enmerkar y el Señor de Aratta, en Tanakh (siglos viii a iii a. C.), como señala Steve Moore en su Historia alternativa de la novela. Años antes de leer a Moore también consideré que hay narraciones autónomas o intercaladas en la Biblia. Recordemos asimismo a Apuleyo, a Petronio y a esa cumbre, amada por el propio Cervantes, que son las Etiópicas de Heliodoro. (Aprovecho para confesarle que hacia los veintitrés años escribí un breve ensayo sobre Platón como novelista. Era una audacia que me perdono: porque las introducciones y ubicaciones de muchos diálogos son novelescos –Banquete, República– y porque el sutil instrumento que Platón, quien seguramente conocía «novelas», utiliza para «narrar» es el diálogo: dúctil método para caracterizar rasgos, actitudes, coincidencias y oposiciones hasta en Beckett).

Es incomprensible cómo el siglo xviii en España desestimó a Cervantes. O quizá sea explicable por el fulgurante éxito del Quijote y del Persiles décadas atrás. Pero ya desde 1800 su valoración va creciendo, hasta producir maniáticas adaptaciones de sus procedimientos en el siglo xx y hoy.

La influencia de Cervantes en España, en la lengua castellana y en otras, creo, puede ser advertida por lo menos de dos maneras. La primera, por paradoja, adopta (o debe adoptar) lo que en Cervantes no es original: la narración de una historia interesante, más doméstica que épica, y cuyo desarrollo cumple con todo lo que hoy cualquier persona considera novela: trama, interrogantes, desenlace, pasiones. Al fin y al cabo, él obedece a cuanto había leído como ficción, igual que hacemos nosotros.

Un símbolo sólo puede surgir de una infinita y casi ciega inmersión de la inteligencia en las oscuridades colectivas del yo

La segunda es más compleja y allí entra su cultura, su imaginación, su deseo por narrar extraordinariamente –como ocurre a cualquier autor exigente consigo mismo. (La vida exige narrar de manera extraordinaria hasta para captar lo más simple). Es entonces cuando propone una composición singular para enmarcar a sus protagonistas. He visto cómo un narrador actual confiesa en su diario que hubiera dado su vida por inventar un símbolo. Tal vez olvidaba que eso solo puede surgir de una infinita y casi ciega inmersión de la inteligencia en las oscuridades colectivas del yo. No basta con ser filósofo, hay que ser un artista. Contamos con famosos escritores profesionales. Leerlos nos divierte o nos hace cómplices de sus denuncias políticas; pero si, como Enoch Soames, pudiéramos ver qué ocurre con esos libros dentro de cincuenta o cien años, tendríamos tristes sorpresas. El escritor que no es también un artista (arte; vía estrecha), en el sentido absoluto de la palabra, desconoce lo que es escribir.

Ante el problema formal, Cervantes tampoco estaba solo, ya sabemos cómo los desafíos estructurales de la narrativa han seducido y han sido cultivados por algunos creadores literarios anteriores a él. Pero por un genial instinto, Cervantes desata una complejidad técnica (lo apócrifo, las traducciones, los autores ignotos, las intervenciones al texto, las novelas paralelas, etcétera) para dar corporeidad y vacilación a sus figuras mayores.

Se me ocurre entonces que toda novela escrita en España (o en nuestra lengua) es como una de las novelas intercaladas de Cervantes, cuya procedencia milenaria ya he mostrado. Puede ser una influencia involuntaria, ignorada por cada autor. ¿Hay algo más cervantino y físicamente tradicional que La Regenta, extraordinaria; que Fortunata y Jacinta; que San Manuel Bueno, mártir de Unamuno? La otra, la imprescindible exploración formal, el verdadero riesgo de Cervantes y de cada gran autor, guarda su potencia y sus secretos en la riqueza de lo compositivo. Y allí brillan las páginas de los «cartapacios», de los textos anónimos o encontrados, etcétera.

No puedo detenerme ahora en evidentes necesidades cervantinas de autores en los que existe la audacia formal; pero allí están Niebla, Tiempo de silencio, Atxaga, Marías, Pérez Zúñiga, Montesinos en el lado de allá; Grande sertão (en portugués brasileiro), Rayuela, y Teresa de la Parra, Onetti, Lispector, Guillermo Meneses, Sergio Pitol de este lado. Desafíos a las dimensiones de la percepción y de la memoria. Redes verbales poderosas que se corresponden muy bien con las audacias de Cervantes. Nada parecido al abuso actual con recursos cervantinos ya vulgarizados como el de los autores anónimos, el de los manuscritos hallados, el de ficciones inocuas sobre la Historia (toda novela histórica revela el escaso talento creativo de su autor: su éxito público ya evidencia la medianía de tales lectores), el de noticias noveladas, el del «yo» sustituido. Las potencias de lo ficticio propuestas por Cervantes van hacia cuerpos narrativos únicos, sostenidos en el abismo de lo imaginario, y van hacia el hallazgo o la comprensión de detalles, condiciones humanas sólo visibles desde ese momento. En el fondo el arte no es más que una manera deliberada (por parte del autor y del espectador) de sacar al ser humano de sí mismo: para que, después de conocer esa obra, pueda volver a ser lo que su libertad le imponga.

En cuanto a la primera parte de su pregunta: le hago esta confesión. Debo haber leído el Quijote hacia los dieciocho años. Sabía desde mucho antes acerca de un caballero y unos molinos. Pero cuando asumí esa lectura (junto a la de Kafka, Virginia Woolf, Borges, René Daumal, etcétera) me decepcionó profundamente. Abandoné el libro, aburrido por su tontería: ¡un loco confundido por molinos! Y me sentí deprimido y culpable.

Pasarían por lo menos cinco años para que, mediante El licenciado Vidriera y el Persiles, retomara al Quijote, adonde vuelvo incesantemente. No podría definir cuál es la comunicación con ese libro. Por periodos siento que no tenemos nada que ver uno con el otro: al fin y al cabo, es ficción; a veces lo abro como si fuera a jugar, otras me entusiasman sus actos fallidos, tan parecidos a nuestra vida cotidiana; también me auxilia con su orquestación técnica, verdadera estación espacial del cosmos, que reúne el pasado de la ficción y anuncia o reclama su futuro.

Quizá secretamente le debo tanto, en mi búsqueda personal, como a Los trabajos de Persiles y Sigismunda, por lo que me permito citar ahora estas palabras del monumental estudio de Michael Nerlich El Persiles descodificado o la «divina comedia» de Cervantes, en el cual devasta siglos de interpretación cristiana sobre el Persiles y donde confiesa: «esta relectura me ha permitido descubrir una obra totalmente incomprendida en cuanto a su gran estructura de viaje “romano y visigodo” así como “estelar” –estructura que (según mi profunda convicción) los contemporáneos de Cervantes comprendieron (o pudieron comprender)– y esta obra es la hermana gemela de la Divina Comedia, en la que por otra parte se inspira, una obra rigurosamente construida según fórmulas numérico-simbólicas como la de Dante, y esta obra, testamento-mensaje humanista de Cervantes, es histórica, política y filosófica a la vez, y habría que clasificarla entre las más importantes de la literatura mundial de la época».