POR ÁNGELES ENCINAR

Para Eva, Irene y Emma, mujeres independientes.

La obra de Juan Eduardo Zúñiga destaca por su singularidad y disidencia en la narrativa de posguerra. Mientras sus compañeros de la generación del medio siglo —Antonio Ferres, Jesús López Pacheco, Armando López Salinas, entre otros—, intelectuales antifranquistas y, muchos de ellos, miembros del partido comunista, adoptaron el realismo social, la obra de Zúñiga se apartaba de la inmediatez de los sucesos del momento y aspiraba a reflejar sus inquietudes mediante un simbolismo realista. Se comprueba en el cuento «Marbec y el ramo de lilas», publicado en la revista Ínsula en 1949, y otros aparecidos en la década de los cincuenta.[1] Más adelante, cuando apareció su novela El coral y las aguas, en 1962, la ruptura fue completa. Ni sus contertulios ni la crítica especializada comprendieron la obra,[2] situada en la antigua Grecia, y tampoco supieron interpretar su simbolismo, a pesar de las claras indicaciones del autor en el prólogo a la edición: «[…] pensé que con sus enigmas expresaba mis miedos y los de mi pueblo, también cercado por amenazas y los peores tratos, también refugiado, tantas veces, en la embriaguez. Con un lenguaje secreto daba noticia de los que habían sido sometidos y de los que fueron insumisos, de su intransigencia y su incertidumbre».[3]

Zúñiga fue precursor en varios sentidos: por un lado, al practicar una estética diferente para renovar el lenguaje literario de finales de los años cincuenta y de la década del sesenta del siglo xx; por otro, al plantear en sus relatos temas transgresores, como la rebeldía y la solidaridad frente a la tiranía, o la independencia e igualdad de la mujer. Este último queda patente en su relato «Ojos de miedo», escrito antes de 1953, que permanece inédito y fue base para el extraordinario cuento «Rosa de Madrid», aparecido en 2003 en Capital de la gloria. Enfocaremos la evolución y el devenir de esta historia hasta convertirse en la narración actual.

En junio de 1953, Juan Eduardo Zúñiga envió a la Dirección General de Información, del Ministerio de Información y Turismo, el manuscrito titulado Ocho historias falsas para solicitar la obligada autorización. La respuesta no se hizo esperar y la fecha del 15 de julio aparece en el sello de salida del registro general del Ministerio. Reproducimos el documento por su notable interés:

Sección Inspección de Libros
Expediente 3929-53
Vista su instancia del pasado 25 de junio en la que solicita la correspondiente autorización para la publicación de la obra de don Juan Eduardo Zúñiga Amaro, titulada Ocho historias falsas.

Esta Dirección General de Información a propuesta del servicio correspondiente, ha resuelto: trasladarle el referido texto, para que suprima el primer relato.

Una vez así realizado, a petición y previa presentación de nueva galerada impresa, con la supresión efectuada y haciendo referencia al número del expediente y fecha de este oficio, se procederá por esta Dirección a extender la tarjeta de autorización definitiva.

Dios guarde a usted muchos años.

Madrid, 13 de julio de 1953.

El director general de Información

 

El relato censurado era «Ojos de miedo» y el autor, después de esta respuesta, nunca publicó el libro.[4] ¿Qué razones tuvo la censura? ¿Había en el texto crítica a la represión política y a la tiranía de la dictadura? No. El motivo era el comportamiento de la protagonista: una mujer que desea ser libre e independiente y decide abandonar a su marido, rompe así con la norma de sumisión impuesta por el sistema político y social. Impresiona su conducta subversiva mostrada al comienzo del cuento: «Obdulia estaba casada con un hombre grosero y brutal que se reía como un torrente o tosía en la cara de quien le escuchaba. Ella no le pudo soportar más y un día, después de una discusión en la que su voz sonaba más enérgica entre los gritos de él, huyó de casa. O mejor dicho, se fue, tranquilamente, como la persona que está segura de encontrar otro sitio donde ser acogida. Él se quedó asombrado y mudo». Su decisión era rotunda, se reafirma en la línea siguiente a la cita anterior: «Se marchó porque sabía dónde ir».

Durante la dictadura franquista, y más en la inmediata posguerra, el papel de la mujer se subordinaba al del hombre. Se la consideraba un ser inferior, debía dedicarse con exclusividad al hogar y a su función de esposa y madre, y era impensable que tuviera una conducta sexual activa, mucho menos adúltera —en el caso de la mujer, lo castigaba duramente el Código Penal—. Recordemos alguna de las denigrantes afirmaciones de Pilar Primo de Rivera, fundadora y dirigente de la Sección Femenina: «Las mujeres nunca descubren nada; les falta, desde luego, el talento creador, reservado por dios para inteligencias varoniles; nosotras no podemos hacer más que interpretar mejor o peor lo que los hombres nos dan hecho».[5] O la siguiente declaración: «La mujer sensual tiene los ojos hundidos, las mejillas descoloridas, transparentes las orejas, apuntada la barbilla, seca la boca, sudorosas las manos, quebrado el talle, inseguro el paso y triste todo su ser».[6] Con esta ideología represora y ultrajante, no es de extrañar que el cuento de Zúñiga levantara alarmas.[7] Obdulia es una mujer rebelde, que transgrede las normas: abandona a su marido, convive con otro hombre, encuentra trabajo en una fábrica y tiene una conducta promiscua; su actuación responde a un impulso atropellado de liberarse de la opresión. El relato presenta la toma de conciencia —ambigua— de la protagonista al vivir la desigualdad, la violencia y la injusticia por razones de género. No es este el enfoque de «Rosa de Madrid»; la joven, marcada por el tiempo histórico, vive atenazada por el terror a la guerra y sus consecuencias. El miedo, de cariz muy diverso, es el tema fundamental en ambos casos: es existencial en el primero; y a la tragedia y la muerte asociadas a la guerra en el otro.

Jean Delumeau define el miedo como «una emoción-choque, frecuentemente precedida de sorpresa, provocada por la toma de conciencia de un peligro presente y agobiante que, según creemos, amenaza nuestra conservación».[8] Puede llegar a extremos límites y provocar la inhibición de cualquier conducta, una parálisis, o transformarse en una actividad desordenada provocada por el pánico. Las protagonistas de ambos cuentos adoptarán estos comportamientos excesivos.

La protagonista de «Ojos de miedo» es una mujer casada, de quien no se precisa la edad, pero con experiencia de la vida y que se siente sola. Rosa es una joven de veinte años, con el entusiasmo propio de la juventud por descubrir las emociones que le deparará su existencia. Vive acompañada de su madre y de una hermana mayor que intenta protegerla, además experimenta el amor con su novio reciente. Es la «pinturera modistilla» del chotis «Rosa de Madrid», cuya alegría se transformará en aflicción por la muerte. El personaje del baile y del cuento está ligado a la ciudad de Madrid, escenario fundamental en el relato y en todo el libro, y la trilogía, donde Zúñiga lo publicó. Se ve deambular a la joven por la calle del Humilladero, Antón Martín, Atocha, la Puerta de Toledo y hasta por el extrarradio de Vallecas. La ciudad es asimismo protagonista, pues la muerte y el terror a la guerra cercan a la capital y a su población. Sin embargo, el espacio narrativo no se detalla en «Ojos de miedo», no se trata aquí del asedio y la destrucción de la ciudad y sus habitantes, sino de la opresión sobre la mujer.

Obdulia se refugia con su amante y encuentra calma y felicidad momentánea: «Cuando estaban juntos se contaban cosas sin importancia y hacían comentarios lijeros.[9] Ambos carecían de instrucción, eran buenos entre sí y se querían ciegamente…». Su gozo se ensombrece por las amenazas del marido y entonces comienza a padecer una inseguridad que pronto se convierte en «un miedo inexplicable». Este será el sentimiento predominante en el relato que se intensifica hasta el extremo de que el narrador, focalizado en Obdulia y buscando la empatía del lector, compara la sensación con «[…] cuando hemos oído un gran golpe y esperamos oír otro; igual que oír un crujido, de noche, en la habitación oscura, y aguardar otro que revele una presencia aterradora». El miedo se apodera de ella y decide no compartirlo con Basilio, su amante, porque no cree atenuarlo así. En un principio, atribuye el temor a la guerra, pero descarta esta idea y la justifica por la lejanía del frente y porque tiene otras razones poderosas, inadmisibles por el establishment: desprecia al marido, tiene la vida asegurada y compañía. La angustia procede del pavor a las consecuencias de insubordinarse al patrón social impuesto. Como señala Noël Carroll, el horror existe porque está siempre al servicio del status quo; es decir, el horror es invariablemente un agente del orden establecido.[10]

También el miedo es motivo recurrente en «Rosa de Madrid». El desastre general de la contienda se aproxima a la ciudad y se extiende al modo de una plaga. Bombardeos, cadáveres, heridos, ambulancias, en una palabra, la destrucción se evidencia alrededor de la protagonista; nota un cambio drástico en su vida —la pérdida del trabajo, de su novio y de las costumbres—, el espanto la domina y es consciente de que tiene miedo. Como sucede en el otro cuento, el narrador subraya la impresión amenazante y realiza una comparación similar: «[…] igual a quien oye de noche un crujido en la habitación a oscuras y aguarda otro que revele una presencia imposible» (61). La transformación de Rosa se ejemplifica, de forma sencilla, mediante el nuevo trabajo. Se ve forzada a trasladarse del centro de la ciudad a Vallecas, aceptar el turno de noche y dedicarse a la recuperación de municiones. Sus manos han cambiado las puntadas y los hilos por materiales destinados a matar. No es de extrañar, por tanto, que su desasosiego y nerviosismo se acreciente. El miedo la rodea y ella sí lo achaca a la guerra.[11]

Ambas mujeres, en sus respectivos trabajos en la fábrica y en el taller, escuchan los noticiarios con los partes de la guerra e intentan evadirse de los sucesos, para ello acuden al automatismo de contar números muy deprisa, así se especifica detalladamente en los cuentos. Las dos mujeres son conscientes de que la vivencia del miedo se ha modificado, pero es muy diferente en cada una y responde a motivos distintos. En Obdulia, se convierte en un miedo existencial: su vida amenazada por el hecho de ser una mujer rebelde, que no se atiene a las normas sociales de sumisión, por eso, lo denomina «sed»; sed de libertad, añadimos, de deshacerse de las ataduras.[12] En el caso de Rosa, es un miedo ajeno, a la guerra, impregnado de agresividad, como lo demuestra su denominación: «mordedura». Interesa trascribir los párrafos de ambos para ver la evolución del relato —la conversión de uno en otro, el cambio de una causa interior a otra exterior— y la distinta intención del autor, dado el contexto social y político tan diferente de su publicación:

Pasados unos meses, el miedo fue perdiendo este nombre para ella, si hubiera querido hablar a alguien de él hubiera tenido que buscar otra palabra porque ésta ya no representaba —acaso no lo hubiera representado nunca— lo que sentía constantemente y a lo que no se acostumbraba. Fue perdiendo los contornos con que al principio ella lo sentía, contornos de susto y angustia, para hacerse más profundo y menos relacionado con lo extraño a su cuerpo. Ahora siempre esperaba algo que la hiciese perder aquello que acabó llamando «sed», pues tal era el efecto que la producía en la garganta, y se volvía hacia todo cambio superficial de su existencia creyendo haber encontrado un principio de curación («Ojos de miedo»).

 

Seguía el trabajo de las noches y, pasadas dos semanas, si hubiera querido explicar su miedo ya no le daría ese nombre. Lo que sentía constantemente fue perdiendo contornos que al principio tuvo: una tensión angustiosa, para relacionarse más con lo ajeno a ella, con el mundo exterior a su ser. Lo llamó «mordedura», pues su entorno confluía hacia ella para herirla («Rosa de Madrid», 65).