POR ALBA GUIMERÀ GALIANA

«Los alejandrinos comprendían ciertamente
que todo era palabras y teatro».

Cavafis, «Los reyes alejandrinos»

Ciudad y literatura, como memoria e identidad, son conceptos binarios que definen bien la novelística de José Carlos Llop (Palma de Mallorca, 1956). En «La ciudad irreal», prólogo que antecede a En la ciudad sumergida (2010),[i] donde reconstruye su Palma natal y el marcado carácter insular, el escritor reconoce que, precisamente, en las ciudades y en la literatura se encuentran los lugares donde ha sido feliz y que, tras este binomio, se esconde siempre y de forma inevitable el yo, como en una ficción, como en un refugio.

Si en esta obra del año 2010 y, con posterioridad, en Solsticio,[ii] de 2013, la memoria y las reflexiones que de ella se derivan giraban en torno a la isla y a la infancia, la relación de Llop con Barcelona se plasma en su novela más reciente, Reyes de Alejandría (2016),[iii] siguiendo un patrón similar al referido con anterioridad: balanceándose entre la experiencia biográfica y la literatura o, dicho con más acierto, literaturizando la experiencia biográfica. Para este escritor, nunca se trata de dos realidades separadas, sino que confluyen, se condicionan e interfieren una con otra: hace de esas convergencias un signo de identidad literaria. Por de pronto, la Barcelona de Llop es una Barcelona de aprendizaje: el isleño empieza a vivir la experiencia de la luz (porque «aquel era todavía el tiempo de la luz»)[iv] que emanaba la Ciudad Condal de principios de los setenta antes de conocerla, ya desde su Palma natal, cuando, como una premonición, «llegaban los de Barcelona. Los de Palma en Barcelona» (p. 24), y, con su llegada, anunciaban que había una vida distinta al otro lado del mar, más completa, más fascinante. Por entonces, se trataba simplemente de inventar otras ciudades para escapar de la propia, de salir del sarcófago de Tutankamón (p. 28); en definitiva, de pura hambre de juventud.

Las expectativas se convirtieron en realidad poco después, entrados ya los setenta, la época en que el joven mallorquín vive (y exprime) la realidad barcelonesa en primera persona, cuando aún no había cumplido los veinte años. El aprendizaje se multiplica de manera exponencial; es una etapa de continuo deambular, de embriagarse de modernidad, de literatura, de tendencias y experiencias, de extravagancias, de música, de gentes nuevas… Como el autor expresaba en una entrevista para El País a raíz de la publicación de esta novela, esa época, los setenta, «no estaba escrita hasta ahora» y fueron, precisamente, los años en que «la alta cultura y la cultura popular confluían; no éramos dogmáticos ni ortodoxos, éramos de un eclecticismo sublime, estábamos abiertos a todo lo que nos pasaba por delante, libros, música, relaciones, alcohol y otras sustancias… Todo eran formas de aprendizaje».[v]

Esa Barcelona irá tomando cuerpo en la estructura interna del futuro escritor, por entonces ebrio de vigor juvenil, de expectativas, de voluntad de autoconocimiento, de búsqueda del gusto y de un ímpetu literario en constante formación, ademanes que revisten a menudo el texto que los describe de cierta petulancia o suficiencia, a buen seguro por pura fidelidad a la actitud juvenil de aquel entonces. Quienes han reseñado la obra reparan en ello: Emma Rodríguez, en el ensayo «Los paisajes interiores de José Carlos Llop»,[vi] admitía que «su exceso de referencias, de nombres, de influencias, de erudición me resultaba en ocasiones demasiado apabullante». Del mismo modo, Andrés Amorós, en «Elegía por la juventud perdida», escribía: «Sueña Llop con ser poeta, comenta sus lecturas, sus guías permanentes […] en una cantidad que puede abrumar al lector no experto. […] A muchos lectores los alejará tanta referencia cultural; a otros, en cambio, les atraerá. En todo caso, lo que salva este libro es su lirismo, la calidad poética de su prosa».[vii] Lo que es claro, más allá de excesos o defectos de contenido y de estilo, es que Barcelona era búsqueda y voluntad de ser: de querer ser.

Esa Barcelona de juventud, esa Barcelona deambulada, es la que se literaturiza a través de la memoria en Reyes de Alejandría. Se trata, sí, de una «retrotransportación» (término empleado acertadamente por Domingo Ródenas)[viii] que se fundamenta en la verdad vivida, pero en ningún caso podemos caer en la torpeza de confundir el relato narrado con la verdad —«Leer un texto autobiográfico como fidedigno sería tan iluso como leer una novela como pura y mera invención»—,[ix] algo que (no nos pase por alto) el mismo Llop se ve en la necesidad de recordar en la nota que cierra la novela. Por eso mismo, no nos encontramos ante una crónica de los hechos acontecidos ni ante un ejercicio de rememorar o de explicar fielmente experiencias pasadas, sino ante la voluntad de hacer un balance más bien sentimental desde la perspectiva (y también la madurez) del ahora, pasadas ya muchas décadas, desde el barrio Latino de París en el que el narrador (optaremos, pues, por emplear este término muy a propósito para distanciarlo del autor) recuerda y reflexiona con discreción, entre la nostalgia y cierta condescendencia, al verse a sí mismo de nuevo desde la conciencia y (ahora ya sí) la ortodoxia que ofrecen los años, que todo lo cambian y allanan los ímpetus. A ello hay que sumar otro elemento, no menos relevante, que se ha ido configurando con el tiempo: la consagración literaria del escritor.

Precisamente, ese tiempo transcurrido ha disuelto la exactitud en lo narrado, ha licuado el pasado. Lo que se nos cuenta no está del todo perfilado, ni es lineal la cronología de los acontecimientos, porque así actúa la herramienta mediante la que se construye el relato, la memoria. Sin embargo, ha prevalecido la esencia de lo vivido, la pureza del entusiasmo juvenil por lo literario, por descubrir y autodescubrirse. Las páginas de Reyes de Alejandría logran, sin duda, transpirar y transmitir esa esencia.

Juventud y memoria. Pasado y presente. O, mejor dicho, el pasado narrado desde el presente determina, por supuesto, el planteamiento desordenado, racheado (como decíamos, así actúa la memoria), a base de destellos y de ráfagas trufadas de reflexiones que proceden siempre de esa dirección retrospectiva. Es importante, por tanto, tener en cuenta en todo momento que la Barcelona que vive Llop, cuya «mundología» se nos ofrece en esta última novela, no es la del presente, no se va haciendo al paso, como en sus magistrales Diarios, seguramente, su estandarte como escritor; es, más bien, la que se observa desde el futuro, la que se revive con los filtros de la experiencia y de la circunstancia. Llop es «un maestro del regreso», «un escritor dotado con una admirable capacidad para reconstruir, con piezas sueltas, el pasado mediante la acumulación del mobiliario material e inmaterial (canciones, vestimentas, hábitos, libros, modas varias) que le devuelve la vida», reconoce Ródenas. Ese pasado visto desde el paso de los años justifica lo que afirmábamos con anterioridad: la Barcelona de Llop es una Barcelona literaturizada, que no significa, en absoluto, irreal, imaginaria o ilusoria, sino que a ella se añaden capas y barnices propios del perspectivismo, del presente real desde el que se escribe. Precisamente, de ahí emerge el «método Bowie» (p. 30), que resulta clave para comprender, desde el punto de vista del lector, el engranaje interno de Reyes de Alejandría:

Leí que David Bowie escribía sus canciones con versos recortados, como un cadáver exquisito. Escribía primero el texto, recortaba los versos uno por uno, los barajaba y escogía luego al azar, volviendo a unirlos en función de un orden nuevo. En ese momento, la canción estaba definitivamente escrita. Algo así es la escritura de este libro […], porque así es la memoria de la primera juventud, fragmentaria y azarosa (p. 30).

 

En Barcelona, la juventud del protagonista se empapaba de literatura y de música y con esos ingredientes, su porvenir como escritor: «Éramos poetas. […] Estábamos en perpetua sintonía con el ritmo de las constelaciones y la expansión del universo, que también se expandía en nuestro pecho y en el interior de nuestra mente» (p. 34). Fue, insistamos, un tiempo de lectura intensa, abrumadora, compulsiva; una retahíla inacabable de títulos y autores pasaban por sus manos y calaban en el fuero de la conciencia: Rilke, Cavafis, Eliot, Poe, Yeats… y Pound. Sobre todo, Pound. «Para mí es un eje que vertebra la novela, como lo es la música», aseguraba Llop a El País.[x]

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