POR PEDRO JAVIER MILLÁN BARROSO
Éramos un equipo con ganas de hacer una televisión diferente y creo que en eso Lolo Rico fue sabia a la hora de hacer un programa diferente, donde se tratase al público infantil y juvenil, no como tonto, sino como lo que en principio puede ser y debe ser: inteligente y normal; con propuestas atrevidas.
JAVIER GURRUCHAGA, (Suárez, 2015, 23’15’’)

 

La bola de cristal fue un programa de Televisión Española que se emitió los sábados por la mañana desde el 6 de octubre de 1984 hasta el 10 de septiembre de 1988. «Creo que fuimos muy conscientes de que era una maravilla, que tenía muchísimo futuro y que no solamente era creativo, sino también, y fundamentalmente, formativo y educativo», recordaba su directora, Lolo Rico, en una de tantas entrevistas que le hicieron al cumplirse treinta años del estreno (Villarreal, 2014).

Lo cierto es que, por motivos diversos, incluido el incorporar conscientemente las estéticas asociadas a la movida –es inolvidable el aspecto afterpunk de la presentadora, Olvido Gara «Alaska»–, este programa caló hondo en dos generaciones de la España ochentera: la de muchos niños y adolescentes, y la de sus padres. Nótese que llegaron a tener audiencias de más de cinco millones de espectadores en un programa matinal de sábado.

Como miembro niño que fui de aquel público –disfruté La bola entre mis cinco y mis nueve años–, quisiera aportar en las próximas líneas algunas ideas que ayuden a comprender por qué caló tanto aquel programa en la memoria individual y colectiva. «Solo estuvo en antena cuatro años, pero dejó una huella imborrable en una generación de humanoides a los que se les erizan los baudios con tan solo recordar su sintonía», rezan las palabras de presentación del programa monográfico que dedicó Cachitos de hierro y cromo –también de TVE– a La bola de cristal en junio de 2019. Recuerdo nítidamente lo repleto que estaba el salón de actos de la Facultad de Ciencias de la Información de Sevilla cuando, en abril de 1998, siendo yo estudiante de primer curso de Comunicación Audiovisual, se celebró el I Seminario de Comunicación y Memoria, dedicado a La bola de cristal. Televisión y creación. Por entonces, todavía no se habían cumplido diez años desde la cancelación del programa, pero la ovación al proyectarse su cabecera estuvo al nivel del regreso de Star Wars a los cines.

La bola sigue siendo un referente de nuestra cultura televisiva y de un espíritu renovador que quiso utilizar la televisión pública para inculcar la importancia de la cultura, del compañerismo y de la autonomía crítica. En palabras de la realizadora Matilde Fernández Jarrín:

El gran acierto de La bola, y eso se le debe a Lolo Rico indudablemente, que fue quien se la inventó e inventó esos Electroduendes, […] es tratar a los niños como personas; como personas pequeñas, pero como personas y no como idiotas, que hasta entonces a los niños se les había tratado como si fueran lerdos. […] Y luego, cómo se les fomentó la idea de estudiar, la idea de leer, de no ser burro, de que era importantísimo ser culto… Eso, hasta entonces, ningún programa infantil lo había abordado de esa manera, con divertimento y todo, con risas y diversión (Suárez, 2015, 27 min 35 seg).

Contenidos, los de La bola, bien elaborados y con formas transgresoras ante una tradición adocenada que venía definiendo –y hoy define– la programación televisiva infantil y juvenil. En este sentido, también es obligado mencionar otros programas coetáneos que jalonaron la programación de TVE para los más jóvenes, como La cometa blanca, también dirigida por Lolo Rico entre 1981 y 1983, y el El planeta imaginario, a cargo de Ángel Alonso entre abril de 1983 y agosto de 1986. Si al desocupado lector le apetece conocer o recordar estas joyas televisivas, puede encontrarlas en el repositorio de TVE «A la carta».

 

LA BOLA DE CRISTAL ANTE LA MOVIDA

A estas alturas, adentrarse en los debates sobre si la movida fue un movimiento claramente diferenciado o apenas una corriente dispersa, acerca de su carácter contracultural o subcultural y otros asuntos afines se nos antoja poco operativo, cuando no estéril. Evocando al obsesivo Procusto, aquel personaje mitológico empeñado en adecuar las proporciones de sus huéspedes a las dimensiones exactas de su lecho, abundan aportaciones de índole bibliográfica, hemerográfica y audiovisual que se decantan en un sentido u otro y que pretenden sustentar sus tesis sobre algunos matices conceptuales y testimonios particulares que rara vez se pueden generalizar, cuando no en apreciaciones personales de los propios autores, lo que impide obtener postulados estables.

En efecto, si ya cuesta reducir al solo término de la movida una manifestación sociocultural tan puntual como diversa, tan vigorosa como efímera, tan localizada en ciertos lugares de ciudades tan dispersas por la geografía española…, más llamativo aún resulta que se le atribuyan tantos protagonistas y de tantos ámbitos creativos cuando la mayoría no siente haberlo sido, pues ni siquiera percibieron aquellas experiencias suyas de juventud como parte de un hito perfilado ni de una manifestación creativa estructurada.

Sea como fuere, lo cierto es que la estética y los contenidos de La bola de cristal se quisieron hacer eco de aquella nueva ola que había eclosionado hacía bien poco a la luz de la democracia. Y así lo recuerda su propia directora, ya anciana, en el documental Lolo Rico: la mirada no inventada, que le dedicó Julio Suárez en 2015:

[…] Aunque digan que fue una transición modélica, pasamos mucho miedo; la gente comprometida tuvimos mucho miedo y hubo mucha violencia contra nosotros. Y, de repente, aquello parece que se abrió. Empezaron a salir por las calles gente vestida muy rara y en unas motos extrañas…, y resulta que hacían unos cuadros no sé qué…, y que en el Retiro actuaban y decían no sé qué cosas… Y así la movida no fue política, fue posmodernismo, y allí no había interés político ninguno, pero sí nos produjo la sensación de que «¡Caray, pues somos libres, esto es de verdad!» (Suárez, 2015, 19’5’’).

Sí existe acuerdo en que esa corriente que alguien llamó la movida fue una tendencia juvenil insólita para aquella España de neonata democracia, una exaltación dionisíaca y hasta grotesca de la libertad política recién alcanzada, al amparo –para muchos, fingido– de un nuevo partido gobernante que, ayudado por la prensa, ensalzó y hasta encumbró como artistas a meros aficionados y principiantes para exportar la imagen de un progresismo que todavía no podía trascender al grueso social. En resumen, «elogiar a la movida como herramienta para el reciclaje político acelerado. Alaska como icono de consenso democrático» (Prieto, 2013), en vista de que «lo viejo ya no funciona, lo nuevo está aprendiendo a cómo funcionar y entonces hay un agujero negro en el que hay una generación que encuentra su hueco», según el periodista e historiador Héctor Fouce en el documental Malasaña 80 Music Bar (Castro, 2020, 8’10’’).

En cualquier caso, parece que son inherentes a la movida las visiones encontradas sobre sus dimensiones, implicaciones y protagonistas, acaso porque esta corriente fue, en sí misma, diversa y revulsiva. Por ejemplo, algunos subrayan que el de Vigo fue un aporte equiparable al de Madrid, mientras que otros lo consideran residual y artificial –una especie de sucursal para público capitalino–, e incluso hay quienes subrayan que su legado fue nefasto para la siguiente generación musical viguesa, tal como afirmó sin tapujos Iván Ferreiro, exlíder del grupo gallego indie Los Piratas, a propósito de la conocida banda punk Siniestro Total. Invitamos a que el lector curioso compruebe las palabras exactas de Ferreiro en el documental A Caixa Negra: la movida viguesa de los 80. Madrid se escribe con V de Vigo (Montenegro y Reixa, 2009, 0 min 42 seg). La voz narradora del mismo documental sintetiza: «Las opiniones de los que no vivieron directamente la movida son bastante más críticas que las de sus protagonistas. Se debaten entre la ligera nostalgia y el leve desapego, aunque cabe una tercera vía, más radical, la negación: por no haber, no hubo ni movida» (3’44’’) (T. del A.). Pero es que, si contrastamos las múltiples facetas y manifestaciones de la movida con la definición de movimiento –«Desarrollo y propagación de una tendencia religiosa, política, social, estética, etcétera, de carácter innovador» (DLE)–, comprendemos que difícilmente se la puede considerar tal cosa porque un rasgo distintivo de ella fue, precisamente, la diversidad, una diversidad que La bola de cristal quiso, pudo y supo incorporar aun siendo un programa de corte infantil y juvenil; tal vez «[…] como hacía tantos guiños a los adolescentes y a los adultos, La bola tenía tanto o más público adulto que infantil», sugiere su realizadora (Suárez, 2015, 28’17’’).

El documental Rock-Ola, una noche en la movida (De Prada, 2009, 2’55’’) recoge muy valiosos testimonios que atestiguan el carácter polifacético e indefinible de la movida. Por ejemplo, para el fotógrafo Alberto García-Alix, «fue un viento, un viento que no se basaba en un manifiesto cultural, no era un movimiento político ni nada. Solamente era un viento… y, además, un viento juvenil… Todos éramos jóvenes», a lo que añade la fotógrafa y pintora Ouka Leele: «Una pasión por hacer cosas, nadie nos pagaba por hacerlo, no era ni un negocio ni nada, era una explosión de necesidad de hacerlo». Por su parte, el periodista musical Fernando Martín considera que «la movida fue un momento irrepetible de la cultura española […]. Cuando hoy la gente pretende decir que no existió, es que no la vivió», mientras que el cantante Ramón J. Márquez «Ramoncín» no duda al señalar que «la movida es una marca y, como es una marca que ha dado dinero, pues ha habido muchos medios que han seguido utilizándola, muchos periodistas [a los] que les ha venido bien para escribir no sé qué libro, no sé qué historia…».