POR J. A. GONZÁLEZ SAINZ

A mediados de los años ochenta del pasado siglo, el escritor norteamericano Cormac McCarthy publicó una novela de vaqueros que ha tenido desde entonces una amplia y alborozada aceptación a uno y otro lado del Atlántico. Se trata, como todo el mundo lector sabe, de Meridiano de sangre, cuya aparición aprovechó alguno de los críticos de más relumbrón de su país (que es el país de todos los países) para calificar la narrativa de McCarthy como «la obra imaginativa más impresionante» del «umbral» norteamericano del siglo xxi. Habida cuenta de que el umbral norteamericano del siglo xxi es, desde luego, el umbral de nuestra época, y aun a despecho de lo acostumbrados que estamos a que cualquier producto cultural norteamericano suela presentársenos como «lo más impresionante», creo que importa preguntarnos qué es lo que imagina esa «obra imaginativa» que otras no puedan imaginar y qué aventura, porque de eso precisamente se trata, es la que narra, de qué tipo de aventurero se trata.

Meridiano de sangre pone literariamente de manifiesto –de un modo además, como es gaje de nuestra época, especialmente descarnado– el poder de la crueldad y de la fuerza, de la falta taimada de escrúpulos y del ejercicio sistemático de la brutalidad en la regulación de los asuntos humanos. Narra las peripecias del desalmado juez Holden, un aventurero que, lejos de ser paladín de ninguna ley moral sojuzgada ni defensor de ninguna comunidad aherrojada, como tantos otros aventureros, lejos de reivindicar algún derecho mancillado o de querer enderezar algún tipo de entuerto o injusticia o mal cometido o incluso de ser un simple y generoso despilfarrador en provecho ajeno de su sobrante de energía, funda sus terribles acciones en la sola crueldad de su soberbia. Es, según la certera taxonomía de aventureros que estableció Fernando Savater, un «aventurero del género aciago»[i], uno de esos aventureros «del lado de la sombra de las sociedades, perturbadores, dañinos, destructores, que transgreden sin titubear las leyes e introducen el desorden»[ii]. Su código de conducta, que no contempla ni tolera más sanción que la de sí mismo, es el que obedece a la consecución y el mantenimiento a toda costa del poder por medio del despliegue aplastante de la fuerza y de la práctica inmisericorde de la crueldad humana. La ley moral, se dice en la novela, no es sino un «invento del género humano para privar de sus derechos al poderoso en favor del débil»[iii].

Buena nueva en el umbral, podríamos decir, en el umbral de una época que es además la nuestra. Sin embargo, no encierra en realidad nada nuevo ni que en el fondo pueda escandalizarnos: el crimen en la base de la fundación de la ciudad, la guerra como fundamento, el ensalzamiento y la soberanía del apabullamiento, del atropello sin remilgos y de la fuerza para la gestión de las cosas humanas y, de rebote, la presentación del impulso y la razón civilizatorios como achaque de invención y condescendencia hacia los más débiles en detrimento del privilegio de los poderosos, determinan, en efecto, nuestra historia, y dan lugar, de rebote, a la historia del esfuerzo de la invención y la invención del esfuerzo por salirse de ella, en la que desde luego también cabe la fascinación por aquel a quien le importa un bledo todo ese esfuerzo y se cisca en lo más sagrado. Una fascinación que, sin embargo, la literatura y el arte tienen que elaborar con el suficiente talento y complejidad como para no ofrecernos productos de bajo coste como esos aventureros que no dejan de ser una especie de «santos de la inmoralidad»[iv], de agentes del daño y el atropello a piñón fijo, un modelo a fin de cuentas negativo pero especular de los héroes moralizantes y edificantes. Tanto en uno como en otro caso, el lector acaba sumido en el agotamiento de la repetición y de esa falta de fuste que es la carencia de tensión moral, y sólo la espera de una barbaridad más bárbara puede acaso espabilar la atención, como ocurre, por mucho que se diga, en Meridiano de sangre, o por lo menos así lo ha visto este lector.

Pero es curioso que esa imaginación tan encantadamente recibida se plasme precisamente en el umbral de nuestro estrenado siglo. Y que la novela lo ponga de relieve narrativo de una forma, digamos, tan a pelo: con la recreación de la crueldad a secas, es decir, sin plantear conflicto ético de valor distinto a la constatación del nulo valor de la ética. La guerra pues, sin más, como el juego definitivo, como la más pura y ordálica adivinación y como supremo destino, y, en ella, el ejercicio de la crueldad como baza decisiva. La valía del hombre se rubrica así en el envite de la carta más alta: el instante del duelo en que se dirime si un hombre va a morir a manos de otro hombre o éste último a las de él. El fundamento de ese valor no son sino la astucia y la crueldad, la fuerza y las tretas y habilidades lo mismo que la falta de escrúpulos, de contemplaciones o residuos morales: nada tiene la menor validez ante el objetivo soberano de obtener a toda costa lo que se quiere y en el modo que sea, de realizar a todo trance una voluntad, de imponer el temor y detentar el poder, de ser el primero en disparar: el sueño endiosado del todopoderoso es la práctica del juez Holden, el protagonista de Meridiano de sangre, encarnación del recurso de la ley a la práctica más brutal de la ilegalidad para su mantenimiento: «La guerra es Dios», se remacha.

Pero desde el punto de vista estético, ese aventurero es plano; su intrepidez a ultranza, propia de todo aventurero (qué aventurero hay que no posea un tesón de hierro), carece de aristas, de recovecos, de reversos. Su colosal voluntad de poder más allá de todo límite lo absolutiza todo, inspira sólo temor, nunca piedad; estupefacción, sí, pero nunca posibilidad de vincularse emotivamente a él, hasta el punto de que incluso la admiración del lector por su coraje o su destreza se desmorona de aburrimiento a medida que avanzan las páginas. La falta de toda tensión ética en una narración, tanto si ésta es literaria como si es cinematográfica, sólo tiene como salida su transformación en tensión técnica, esto es, un estricto ver si se consigue algo: atrapar a alguien, llegar a algún sitio, matar a quien sea por el medio que sea. Por sí sola, esa tensión técnica es poca cosa, por mucho artificio y refinamientos tecnológicos que se utilicen, y su reiteración acaba necesariamente por engatusar sólo a quienes aplacan aburrimiento con aburrimiento, o lo que es lo mismo –Novalis escribió que el tiempo nace con el aburrimiento–, a quienes matan el tiempo.

Dos decenios exactos antes de esa obra de Cormac McCarthy, en 1965 justamente, Ramón J. Sender publicó una novela de vaqueros que, si bien es verdad que no pasó desapercibida entre nosotros y siempre ha tenido sus lectores, desde luego no ha contado con la recepción rendida y coral de la novela de Cormac McCarthy. Y es una pena porque, a mi modo de leer, El bandido adolescente[v], que así se llama su novela, es de mucha mayor calidad. De más fuste literario, de más complejidad, mejor escrita y a la vez, por si fuera poco, de mayor amenidad, que es lo que muchos –tal vez demasiados– buscan a secas y los demás desde luego no hacen ascos cuando la encuentran.

Sender –que llevaba medio siglo planteándose narrativamente una vez tras otra, en novelas de notable vigor narrativo, elaborada experiencia propia y no escasa enjundia especulativa, la cuestión a la que mas arriba hemos aludido, la valía del hombre, «el lugar de un hombre» en el mundo, el significado de la hombría– consigue plasmar en El bandido adolescente una narración más emparentada con la época clásica y pujante del western cinematográfico, donde el conflicto ético centra o da profundidad al desarrollo de la intriga, que con la degradación posterior del género, donde lo relevante acaba siendo sólo la acción por la acción, el resultado de una persecución o de un enfrentamiento por sí mismos y el mero espectáculo de la crueldad, elementos estos más cercanos a la novela de McCarthy.