POR JORDI DOCE
Elias Canetti. Fuente: wikicommons.

En El juego de ojos, el tercer volumen de sus memorias (Historia de una vida), Elías Canetti evoca los comienzos de su relación con Friedl Benedikt, que tan importante sería luego en los años de su exilio londinense. Los dos eran vecinos en Grinzing, el barrio en las afueras de Viena donde Canetti se había instalado con Veza, su primera mujer. Estamos en 1934, Benedikt tenía dieciocho años y era una lectora fervorosa de Auto de fe, y después de varios encontronazos más o menos forzados consiguió audiencia con el joven narrador para entregarle el fragmento de una novela en la que estaba trabajando y someterlo a su consideración. Canetti se retiró a su estudio y empezó a leer:

No daba crédito a mis ojos: ¡había copiado sencillamente cincuenta páginas enteras de Dostoievski y me las presentaba como si fueran un trabajo suyo! Lo que estaba allí escrito era muy emocionante, pero un poco huero; yo no lo conocía, seguramente estaría tomado de algún borrador abandonado de Dostoievski.1

Cuando Canetti se encara con la joven para reprocharle que haya plagiado al autor de Los demonios, esta niega la mayor y asegura repetidamente, con una firmeza no exenta de humor, que esas páginas son de su autoría. Veza no tarda en intervenir para resolver el litigio y el resultado es uno de esos pasajes clásicos de su autor, una escena que se nos queda grabada en el recuerdo gracias a las virtudes características de la hipérbole, tan frecuente aquí:

Resultó que, efectivamente, las cincuenta páginas en litigio eran de Friedl, no estaban copiadas. No por casualidad me habían parecido hueras, no en vano había sido yo incapaz de decir de qué libro de Dostoievski procedían. No procedían de ninguno. Friedl había engullido a Dostoievski y eso era lo único que podía regurgitar. Escribía como él, pero no tenía nada que decir. A sus diecinueve años, ¿qué iba a tener que decir? En una monstruosa marcha en el vacío garrapateaba páginas y páginas que parecían de Dostoievski y que, sin embargo, no eran una parodia. Se trataba de una posesión diabólica, igual que las que conocemos por las historias de las monjas histéricas.2

El modo en que Canetti caracteriza el tono y el tenor de esas páginas recuerda mucho, por cierto, la impresión de lectura que dan los escritos generados por IA: un efecto de verosimilitud empañado por una sospecha simultánea de anodinia, de falta de peso. El hueco —lo «huero»— que detecta en los papeles de la Benedikt ocupa el lugar de ese lastre humano que da gravedad y dirección a la escritura, que la permite volar sin ser zarandeada por el viento del capricho y lo insustancial; es, también, uno de los síntomas más evidentes de que estamos ante un plagio. Claro que para detectarlo hace falta un ojo entrenado, una familiaridad íntima con el autor plagiado. De manera significativa, Canetti habla de posesión y descarta la motivación paródica. La joven aprendiz se deja invadir o poseer por el espíritu del maestro porque quiere ser él: hace el vacío en su interior y lo ofrece con la ingenuidad y el fervor propios de su juventud.

El caso de Friedl Benedikt es solo una variante extrema —por talentosa— de la experiencia de todo joven escritor: ese ir quemando etapas a toda prisa que consiste en imitar servilmente los rasgos superficiales de sus maestros; maestros que, por lo demás, son relevados o sustituidos con avidez, conforme la lógica del aprendizaje va tomando lo que le interesa y descartando lo que no. De los ropajes sucesivos queda siempre un retal que, al juntarse con otros, conforma esa vestidura multicolor pero extrañamente orgánica —es decir, coherente— que es el ADN de todo creador, su sello distintivo. Sucede también que los maestros venerables de la tradición clásica suelen ser reemplazados por modelos más cercanos, ejemplos vivos, creadores de carne y hueso que se pasean por las mismas calles que sus alumnos. Sin ir más lejos, el relato de Canetti sorprende a su joven discípula a punto de liberarse de Dostoievski para dejarse poseer por el mundo y la atmósfera de Auto de fe. Como concluyó Veza Canetti con su habitual perspicacia, «tenía talento, aunque un talento muy insólito»3, esto es, un don excepcional para la mímica. Tal vez por ello, la Benedikt solo pudo hallar su propia voz, su propio cauce, cuando en la década de 1940 adoptó el inglés como idioma de creación y publicó tres novelas con el pseudónimo Anna Sebastian. En su caso, era preciso cortar de raíz con el idioma nativo, que acentuaba su inmensa receptividad, su instinto ventrílocuo. El filtro severo de otra lengua permite establecer una distancia liberadora, respirable, donde la sombra de la influencia se diluye y pierde peso. Que Beckett, por ejemplo, adoptara el francés como lengua de creación hasta el punto de auto-traducirse, tiene menos que ver con su residencia en París que con la proximidad tóxica de Joyce, de quien fue secretario. El francés no era una lengua distante o ajena, desde luego, pero al menos no estaba contaminada aún por los manejos del gran malabarista, sumido en esos años en la vorágine verbal de Finnegans Wake.

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Una de las citas más enigmáticas de T. S. Eliot, tan proclive en su juventud al golpe de efecto y el aforismo magisterial, aparece en El bosque sagrado (1920), su primera compilación de textos críticos, y dice así: «Los poetas inmaduros imitan y los poetas maduros roban; los malos poetas vandalizan aquello que toman y los buenos poetas lo convierten en algo mejor, o al menos en algo distinto»4. Esta distinción no exenta de espíritu provocativo entre robo e imitación ha dado mucho juego a la crítica. Para empezar, porque atenta directamente contra la primacía de la imitatio como uno de los pilares de la retórica y del aprendizaje literario. Pero, sobre todo, porque legitima el robo, la apropiación de materiales ajenos, como una estrategia creativa que a su vez permite evaluar la madurez del creador. Pero no hay contradicción, en realidad. Lo que Eliot nos dice aquí es que mientras no supere la etapa de la imitación o del plagio casi escolar –da igual si consciente o inconsciente–, el poeta nunca alcanzará la madurez. Y que esa madurez creativa consiste en incorporar a las claras materiales de otros sin riesgo de confundir a los lectores ni de diluir su propio mundo. El poeta maduro sabe que puede robar o tomar prestado porque el préstamo no atenta contra la integridad de su creación. Y en este punto, si cabe, Eliot parece quedarse corto: no es solo que los malos poetas vandalicen aquello que toman o lo hagan de menos, sino que también destruyen su propio texto al incorporar algo a lo que no saben sacar jugo. De ahí su añadido: «los buenos lo convierten en algo mejor, o al menos en algo distinto», porque también el contexto final, el texto al que va a parar la cosa robada, mejora sensiblemente.

Hay un instante decisivo en la formación de todo escritor —me atrevo a añadir que en la de todo creador—, que es aquel en el que deja de atender las órdenes y las sugerencias de la autoridad, bien sea académica o mediática, para hacer sus propias pesquisas. Se trata de un impulso personal guiado por la afinidad electiva, eso que llamamos gusto, pero que es también una forma del destino: buscamos y hallamos aquello para lo que estamos predispuestos. Y esa búsqueda se enfrenta de manera abierta a las imposiciones explícitas de la escuela y a las tácitas que flotan en el aire, formando parte de la moda del momento. Lo cual no quiere decir que el creador no se alimente de los frutos de su época, sino que los examina con ojo crítico, valorando siempre hasta qué punto son capaces de aportar algo a su propia esfera de intereses y obsesiones. El escritor maduro vive en su presente, no en la actualidad creada por los medios y las modas, y ese ahora es un tiempo orgánico en el que cada nueva pieza desplaza ligeramente a las demás, modificando sutilmente la correlación de fuerzas que las mantiene unidas.

El imperativo poundiano del «make it new» [hazlo nuevo, haz que sea nuevo], su idea de que cada escritor se forja su propia tradición, su propio linaje de guías, modelos y maestros, es el resultado inmediato de esa noción de un presente creador que se contrapone, que debe contraponerse, a la actualidad de los agentes culturales. Cada cual tiene su propia tradición, que se actualiza en el acto de la escritura, que se hace visible libro a libro, y que diluye el devenir temporal hasta el extremo de fluir a contracorriente. El concepto de tradición que Eliot y Pound convirtieron en moneda común hace justamente un siglo hace posible que Lezama Lima influya en Góngora, que Joyce añada nuevos matices al Ulises de Homero y que el propio Eliot trastoque sin remedio nuestra lectura de John Donne. La corriente de la tradición fluye hacia delante y hacia atrás, arrojando la sombra de la influencia en ambas direcciones.

La influencia para el escritor inmaduro es una fase inevitable del aprendizaje que toma la forma de la imitación y que puede derivar en plagio y remedo «huero» (Canetti), que no es otra cosa que una variante servil de esa imitación primera. De ahí la ansiedad que lo lleva a luchar y debatir con sus maestros, a querer librarse de ellos por la vía del abandono o la impugnación injusta (inútil, por lo demás, pues lleva sus enseñanzas inscritas en la raíz, en el flujo sanguíneo). La influencia en el escritor maduro toma las ropas del robo, del préstamo deliberado que enriquece y complica luminosamente el texto. Nada puede turbar los cimientos. El trabajo ya está hecho y lo máximo a que se puede aspirar es a redecorar los interiores y reordenar los muebles.

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Con todo, esta forja de una tradición propia supone un grado más de invención, el paso inevitable a otra pantalla, otro nivel de juego. El poeta, el escritor, no solo se inventa su linaje –esto es, la cadena de ejemplos y de contraejemplos que orientan su caminar–, sino que debe inventar(se) igualmente al escritor que lleva dentro, el que escribe el libro: este mismo, que puede muy bien diferir de otros. Para crear un libro hay que crear, dentro de uno, al autor capaz de dictarlo y hacerlo posible.

TS. Eliot. Fuente: wikicommons.

En este punto la analogía con el trabajo de traducción puede ser útil. Traducir un libro —un texto literario, se entiende— presupone a la vez el esfuerzo de sintonizar la frecuencia de onda del texto original y un trabajo de desdoblamiento dramático capaz de generar una reproducción verosímil —en otro idioma, con otra lengua— de la voz autorial. El traductor es un intérprete, es decir, un actor. No depone su voz, no renuncia a ella: simplemente la modifica y la enriquece con otro acento, con nuevos tonos, para crear una versión creíble o convincente de una voz anterior.

Todo texto literario —poema, relato, novela— es una desviación significativa y elocuente del lenguaje comunicativo, de esa materia verbal que nos sirve, a todos los efectos, para hablar y hacernos entender… o no. No se ha dado el caso, salvo muy ocasionalmente (el Borges ciego que al final de su vida hubo de dictar sus cuentos, por ejemplo, y aun así la brecha permanece), del escritor que habla como escribe. Toda escritura literaria o dotada de valores estéticos es una excepción, un monstruo en el sentido literal de la palabra, y ese monstruo —llámese Frankenstein o el Golem o el hombre invisible— presupone un creador, un doctor caído en desgracia, un inventor chiflado. Y ahí, en ese sótano que puede ser altillo o habitación propia e incluso torre de marfil, entre redomas y tubos de ensayo y los vapores que produce la reacción de ciertos ingredientes escogidos —palabras, personajes, tramas…—, es donde pasa su vida el escritor, haciendo un vacío que pueda llenar luego con su propia creación.

No llevemos la analogía más lejos. Lo que pretendo subrayar es la necesidad forzosa, insoslayable, de crear en uno mismo al creador del libro, de inventarse, antes que el libro, a su autor. El llamado writer’s block, el miedo a la página en blanco, no es sino la incapacidad para convocar a este personaje, ficticio en la medida en que es una invención propia, y real en la medida en que compone la realidad del texto. Y es ella, es esta figura, en quien delegamos la responsabilidad del proceso, por más que el resultado final ostente nuestro nombre. Algo así, sospecho, venía a decir Ted Hughes cuando apuntaba que la heteronimia —o, como poco, la «pseudonimia»— era mucho más fiel a la naturaleza plural y heterogénea de la escritura5. O, dicho de otro modo, que la obligación —relativamente moderna— del escritor de firmar un libro con su propio nombre tiene un doble efecto negativo: por un lado, lo constriñe y le obliga de manera tácita a reiterar patrones, recursos, giros, etc., en resumen: a satisfacer las expectativas creadas con sus trabajos previos (y de ahí a la creación de una marca en términos comerciales solo hay un paso); por otro, invisibiliza ante el lector la existencia de esa pluralidad de voces —no solo narrativas o poemáticas, inscritas en el tejido de cada obra, sino autoriales, anteriores al libro mismo— que conviven en un solo escritor.

Ahí, en esa doble invención —de una tradición, de un autor interior—, está el origen de esa tercera invención que es la propia de la palabra, de la obra hecha con palabras: esto es, de la creación literaria propiamente dicha. Y esas tres invenciones —esos tres grados o escalones de un solo proceso— son el modo que tenemos de moldear y encauzar la ansiedad de la influencia y llevarla a nuestro terreno, convertirla en un viento a favor que añade nuevos matices y vetas de sentido al texto. Cuando volvemos sobre los nombres determinantes del siglo pasado —Kafka, Pessoa, Borges, tal vez Joyce—, nos damos cuenta de que operan un cambio sísmico en nuestra manera de leer y concebir la literatura. Es mucho más que un leve reacomodamiento de las piezas, un hacer lugar para algo nuevo: hay un antes y un después, una rotura de las placas tectónicas, ya no leemos del mismo modo, cambian las prioridades y el sentido de los conceptos, su jerarquía. En ellos esa doble invención se consuma y alcanza su paroxismo al encarnar en una palabra que es mucho más que el producto de una operación verbal o una habilidad retórica. Tampoco tiene que ver –salvo en el caso de Kafka– con ninguna intuición de orden sapiencial, sino que atañe al modo mismo en que nos contamos nuestra historia y concebimos nuestro ser y estar en el tiempo, ese diálogo incesante con quienes nos precedieron.

Escribir, en última instancia, es asumir o reconocer de mano que todo está escrito, que todo se ha dicho ya. Lo sabemos, y sabemos también que nuestras fuerzas y nuestros medios son limitados, pero la exigencia sigue siendo la misma: dar ese triple salto que nos hace caer de este lado de la página, entre las realidades de la imaginación. Vista a esta luz, la llamada angustia de la influencia no es sino el obstáculo que nos obliga a saltar.

1. Elias Canetti, «El exorcismo», El juego de ojos, en Historia de una vida, edición dirigida por Juan José del Solar, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2003, p. 1048.
2. Ibid., p. 1050.
3. Id.
4. «Immature poets imitate; mature poets steal; bad poets deface what they take, and good poets make it into something better, or at least something different» (T. S. Eliot, «Philip Massinger», The Sacred Wood [1920], Londres, Faber & Faber, 1997, pp. 105-106).
5. «A menudo me he preguntado si no sería una buena idea escribir bajo pseudónimos. Tener en marcha varias líneas de escritura. Como Fernando Pessoa, el poeta portugués que ensayó cuatro personalidades poéticas diferentes. Las cuatro operaban de manera simultánea» [I’ve sometimes wondered if it wouldn’t be a good idea to write under a few pseudonyms. Keep several quite different lines of writing going. Like Fernando Pessoa, the Portuguese poet who tried four different poetic personalities. They all worked simultaneously] (Véase Drue Heinz, «Ted Hughes, The Art of Poetry No. 71», en The Paris Review: https://www.theparisreview.org/interviews/1669/the-art-of-poetry-no-71-ted-hughes)